sábado, 11 de agosto de 2012

Tingurucu, la estrella


Nada sirve mejor su propio propósito que una estrella. Ella nada refleja, es la luz. Y así campea, libre y sumida en el oscuro vértigo. Tingurucu no es menos que las demás, su brillo se multiplica en ellas cuando se ofrece puntual al concierto nocturno. Sin ese escudo radiante y risueño el cielo que admiramos apenas se sostendría y en su caída fulminante nos arrastraría a todos a la negrura. Hay ojos a cuyo capricho las estrellas dejan de titilar y consiguen vibrar animadas como un fascinante coro. Rodeada de tanta armonía, Tingurucu ardiente respira las ondas, ella es la fogosa solista que nos consume. Ante el cielo enigmático sus delicados destellos levantan por un momento el ánimo de quienes nos sabemos perdidos. Nuestra mirada, rebosante de anhelos, le sigue. En aquellos parpadeantes lampos, ven unos al testigo de un momento memorable donde otros persiguen su más evasivo sueño. Los primeros le confían la custodia de un secreto y silencioso instante, los segundos le piden que les guíe por los espacios abiertos. En su tímido fulgor, Tingurucu no llega a saber —tan dispar es el reclamo— que se le busca como puerto de paso. Para los mundos en que anida, ella es simplemente una remota fuente de luz. Para el observador, sin embargo, Tingurucu es su punto de inflexión, aquel en que recuerdos y sueños se confunden, allá donde su afilada mente tan pronto encuentra entrada como salida.

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