martes, 21 de agosto de 2012

El genio rodio


No hay rastro ni mención al Genio Rodio, ni en Siracusa ni en la abundante literatura sobre el pasado griego de la ciudad. Del famoso cuadro que los siracusanos guardaban en su Poecilium —lugar del que se dice que rivalizaba en tesoros, estatuas y pinturas con el de la propia Atenas— no nos ha llegado prácticamente testimonio alguno. Si tuvo espectadores, ninguno, salvo Epicarmo, quedó suficientemente impresionado como para animarse a informarnos. A ojos de los espectadores que tuviera, bien pudo pasar su figura central por una propuesta enigmática, puesto que, contra lo que era costumbre, no representaba a ninguna divinidad olímpica. Fascinado por ese enigma hubo quien le otorgó un carácter simbólico, o mejor emblemático. Nos cuentan que Epicarmo interpretó la pintura como un conjunto alegórico cuando nada parecía decir el cuadro a sus conciudadanos. Él era un seguidor de Pitágoras y como tal puede que no se rindiera con facilidad a lo divino, al culto que reclamaban la imagen de Zeus o la de Apolo. Seguramente en la imagen del cuadro veía él otra cosa, quizá un alma reencarnada o un genio llegado desde algún mundo armónico e iluminado. Más nómada que extraviado, fuera o no genio, lo representado en la pintura había arribado a la costa siciliana tras vagar por el mar Egeo, entre los restos de un naufragio. Los que examinaron el barco dijeron que seguramente procedía de Rodas.

Del aspecto y contenido del cuadro nada sabemos directamente por Epicarmo, cuyos libros se han perdido, sino por lo que un informador de excepción nos transmite. Según nos cuenta, en escena aparecía un conjunto de jóvenes, efebos y doncellas que reflejan en su desnudez el lustre y el esplendor de sus cuerpos, reunidos a la espera de alguna señal decisiva y sumidos en una indolencia tan ardiente que parecía confundir fatiga y deseo. Sus miradas sombrías y agotadas convergían en la preminente figura que desde lo alto presidía la asamblea. Es un individuo de aspecto andrógino e infantil, delicadamente vestido sin otro terciopelo que el de su piel sonrosada. Sonríe inocentemente y recoge con su mirada profunda el brillo de la antorcha que enarbola encendida en su diestra. A su espalda se asoma una mariposa azulada que obstinada en aletear pone una nota de colorido y liviandad haciendo flotar al genio en medio de la luz con soberbia majestad.

Como decíamos, nadie supo dar sentido a esa escena multitudinaria y captar el carácter del personaje. Alejada del enfático caudillaje de los mitos al uso, la efigie parecía irradiar una feliz alianza del espíritu y la luz. A pesar de ello, carecía la pintura del tono épico que se había visto en maestros como Apeles, no había en ella tampoco un pronunciamiento decididamente dramático o festivo, más bien parecía un presagio, un presagio suspendido en un instante fronterizo. Entre las dificultades para entenderla y la pérdida de su pista en palacios arruinados y sucesivos traslados, de la obra no se conoce más intérprete que Epicarmo. Ni él mismo acertó en un principio a ver lo que en ella se ocultaba. Hubo de aparecer un segundo cuadro, procedente también de Rodas, que complementando el primero sirvió de contrapunto. Tal fue el contraste, que el enigma encerrado en el emblema se le reveló a Epicarmo como algo diáfano. El escenario del nuevo cuadro era similar al anterior, pero la mariposa había desaparecido y la antorcha yacía apagada a la vista de un desolado genio, que se veía rodeado por el plácido abrazo de los jóvenes, cuyas «miradas no eran ya sombrías y sumisas, sino que revelaban, por el contrario, el delirio de la emancipación y la satisfacción de deseos reprimidos por largo tiempo», en palabras de nuestro informante.


Alexander von Humboldt
De las descripciones de los cuadros y de la lección dirigida por Epicarmo a sus díscipulos sólo nos queda lo que la vibrante retórica de Alexander von Humboldtcon trasladó a los papeles. Lo hizo para la revista Horen en un artículo que se publicó en su número 5, en 1795, con el título de Die Lebenskraft oder der Rhodische Genius. Evidentemente Humboldt, que es nuestro informante, se sirvió del emblema para dar curso a sus propias ideas e hizo de Epicarmo una suerte de ancla helénica con la que asegurar su propia digresión. De hecho su interpretación viene avalada por las credenciales del filósofo pitagórico, en cuyos palabras muchos parecen reconocer el estilo del propio Platón. No obstante, el sesgo naturalista que Humboldt insufla a su discurso sitúa el problema en otros términos, en los problemáticos terrenos de la biología, una biología clásica en su concepción en la que el romanticismo apunta incipientemente.

Ese clasicismo queda bien reflejado en una historia natural celosa catalogadora la diversidad de la vida. Fue una etapa etapa imprescindible en el estudio de la biología, emprendida con entusiasmo por los ilustrados con Linneo a la cabeza. Lo que ya no pareció tan sencillo a sus sucesores fue definir el propio concepto de vida sin reducir en el intento la complejidad de las formas en que se manifestaba. La búsqueda de fundamento definitorio resulta ser generalmente más tortuosa que los alambiques y retortas del laboratorio, porque nos obliga a bucear en nuestra trama conceptual. No es viable fijar, operando exclusivamente sobre el frío mármol de la poyata, las razones que impulsan la vida. Antes es preciso examinar lo que se mueve y alienta en el fondo de nosotros mismos. Mas quienes lo han intentado han aprendido pronto que todo es ahí más impreciso, que todo es un constante oleaje de imágenes e impulsos y que sólo un emblema puede a nuestros ojos ser guía útil, por poco fiable que sea.

Por más que Epicarmo diga ver en aquel genio rodio del primer cuadro, con su antorcha y su mariposa, la expresión de la fuerza y la juventud, o más exactamente «el símbolo de la fuerza vital que anima a cada germen de la creación orgánica», sólo el segundo cuadro da verdadero relieve a esa fuerza vital. Como fiel reflejo del instinto satisfecho, la siguiente escena muestra el abandono y la molicie que han seguido al mudo estallido. Por contraste natural, algunos pretenden calibrar en ese estado de letargo la primitiva fuerza del instinto retenido. Esa lectura de la secuencia formada por ambos cuadros alimenta solapadamente la nostalgia del orden moral frente a las tendencias disolventes. Pero descifrar el emblema como manifestación de la primacía de la lucidez y la razón frente al asedio de los bajos instintos no deja de ser un enfoque tan cargado de moralismo que queda desprovisto de realismo. Es poco probable que ese sea el enfoque escogido por Humboldt, nadie piensa que su búsqueda de principios en el emblema debería entenderse teñido por ese tono moral. Si lo que está encarnado en el genio es el impulso vital, de hacer caso a su portavoz Epicarmo y sus convicciones, la secuencia representaría con mayor probabilidad una alegoría de la vida y la muerte. En ella la creación y la corrupción sólo estarían separadas por un impulso certero, por un estela fugaz que denominamos vida. «El día de la muerte es un día de himeneo», nos dice Epicarmo al respecto. La fuerza vital representada en el cuadro sería entonces para Humboldt el testigo de paso de las sucesivas generaciones y declinaciones en las que la vida encuentra su difícil definición.

Pocos años después, Alexander von Humboldt, el auténtico autor, con permiso de Epicarmo y su trastienda pitagórica, de este emblema pictórico, tan nebuloso en referencias como atractivo en ideas, abogará en favor de una sistematización de los fenómenos vitales partiendo de sus avanzados estudios anatómicos. Con ello parece dar un giro decisivo a su concepción de la ciencia y quizá otro menos radical a su concepción de la vida. Ningún pintor acudió esta vez en su ayuda, ni recurrió en esta nueva etapa a las licencias y analogías poéticas. Puede que la ciencia se hubiera abierto definitivamente paso con nuevos instrumentos y superado la brumosa época heroica. Y sin embargo, nada parece empañar la profunda verdad reflejada en la imagen virtual del Genio Rodio y su singular contienda entre muerte y vida.


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