domingo, 26 de agosto de 2012

Muy verde y muy bonito


Bosque de Otxazañeta, Leazkue (valle de Anue)
No se puede ir al bosque y esperar que entre los árboles, a la vera de una fuente, esté sentado al fresco un zagal rodeado de sus ovejas mientras recita de corrido una bonita égloga o un libro completo de ellas. Y sin embargo, muchos de los que peregrinamos desde la ciudad a la «naturaleza» sólo esperamos del bosque esa clase de fantasías y sorpresas. Hasta creemos obligados a los animales salvajes, por deferencia a las visitas, a cumplir con su papel en espectáculos montados para nosotros e ilustrados con las fábulas de Samaniego. Iniciando nuestra exploración con esa clase de pretensiones, y aun sin libros que nos asistan, suelen bastar los escenarios naturales, por lo llamativos e insólitos, para movernos a improvisados poetas. Colocados en ese trance, parece hasta natural entregarse a las emociones flojas y caer en solemne ridículo bajo el peso de la buena fe. Un ridículo que, si bien se piensa, es verdaderamente ridículo, ya que nunca cuenta con más testigos que nosotros mismos. Aun con su cúmulo de criaturas y escenas, pronto descubre el caminante que el bosque no es más que un escenario de soledades, o simplemente un marco propicio para la celebración de la soledad. Hay gente de natural sonámbula que nada más adentrarse en él medita como quien duerme, o sea enseguida y profundamente, pero son mayoría los que sólo se contemplan a sí mismos ayudados por las sacudidas de emoción que les sobrevienen frente a los árboles, las flores, las rocas y el resto del mobiliario. Realmente, si nos atenemos a las evidencias alimentadas con lo que llevo visto y oído a otros, cualquiera de estos estados de ensimismamiento dejan poco sitio para sorpresas literarias como las antes mencionadas. En los sensibles porque el espíritu aletea sin pausa por sus propios medios y en los meditabundos porque ese espíritu prácticamente se incrusta en el yo con tan caprichosa fuerza que ya difícilmente se eleva. Flaco parece, pues, el servicio que los poetas le rinden a los bosques con sus muy pregonadas cantinelas. No es lo peor que los desfiguren como últimos teatros de lo imposible sino que los inunden de viandantes en urgente necesidad de encontrarse a sí mismos, una necesidad de veras dramática que aspira a representar un yo embelesado y contenido en un lugar donde sólo un yo asilvestrado y desatado tendría futuro.

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