viernes, 30 de noviembre de 2012

Hay vida en tu historia


—¿Qué tal, cómo te va?
—¿Cómo me va el qué?
—Pues eso, tú, tu historia.
—Sigo vivo en ella todavía.
—Me refería a lo que escribes.
—No la escribo. Ya está escrita.
—Vaya. Y de mí ¿qué dice?
—Que te espera una tarea ingrata.
—¿Y cuál es, pues, esa tarea?
—Contar esta historia.
—Pero, ¿no estaba ya escrita?
—Sí, pero sólo en mi mente.
—Pues difícil me lo pones.
—Aún así deberías leerla.
—Ya me dirás cómo.
—Mira estos labios.
—Si apenas se mueven.
—Afina un poco el oído.
—Si apenas se te oye.
—¿Y si la imaginas tuya?
—¿El qué, tu mente?
—...
—¡Ah!, creo que te voy entendiendo. Mira, les voy a decir que hablas, que aún estás vivo, o sea que estás vivo en tu historia. Y se la contaré a todos, y así pervivirás, aunque nadie me crea, como ese silencioso fantasma que asalta siempre al cuentista.


jueves, 29 de noviembre de 2012

Bando


Como parte de su nueva política comunicativa nuestra presidenta anunció: «A partir de ahora, como criterio básico de esta casa, que es la vuestra, se admitirán todos los errores, siempre y cuando se presenten uno a uno, por el conducto reglamentario y sin ánimo de faltar». Nada indica que, más allá del anuncio, espere su turno el juez para dictaminar y menos aún que se vayan a subsanar. Nada queda en pie en cuanto ella apura su vaso de agua.

Mi más sincero plagio


Con una copia, buena o mala tanto da, el dudoso artista dice rendir fino homenaje a la visión plural y polifacética, al espíritu iconoclasta y declaradamente informal, valiéndose de una libre y casi desinteresada interpretación paralela del original.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Siempre


La crisis, pasajera; los problemas, superables; la sangría, tolerable; la esperanza, incombustible; los hechos, controvertibles; el porvenir, serio e indescifrable; los apoyos, sinceros e impagables; el suplicio, lento e inmejorable; los avances, sufridos pero imparables; nuestros supremos guías, extraviados y erráticos, su ademán sobrio y contenido, su equilibrio insoportable.

martes, 27 de noviembre de 2012

El encinar sagrado


Encinar de Ollakarizketa
Tiene la encina la rara virtud de alimentar como ningún otro árbol el fuego, tanto ese que se levanta en llamas, y se ve, como ese espíritu etéreo, ese fuego interno que casi nadie ve. El primer fuego apura la madera dejando en el fogón sustanciosas brasas y a su alrededor un ambiente estimulante y bien caldeado. La lenta consunción del combustible, por dramática que resulte, es recibida sin pesar alguno por quienes viven en parajes inhóspitos y se arriman temblorosos al fogón. En esa atmósfera de calurosa y mutua entrega, más lógico que cualquier pesar es la imparable multiplicación de mágicas historias sobre la encina. El árbol es relativamente abundante, nada raro y por tanto al alcance de casi todos. No falta en nuestro paisaje, porque ha probado ser resistente tanto a los fríos como a las sequías. Hablo, claro está, de los bosques y parajes con clima mediterráneo, donde todo ese cúmulo de historias le ha acabado otorgando rango, ya desde antiguo, de árbol providencial. Y es que no se limita a protegernos simplemente del frío, sino que alimenta con su fruto a una numerosa y suculenta fauna con la que cualquiera puede subsistir. No es de extrañar, pues, que a lo largo de los siglos, gracias a esa protección y asistencia constantes, se haya convertido la encina en objeto digno de veneración. En ese sentido, decía de ella al principio que, además de darnos calor, es un inestimable alimento para nuestro tibio espíritu.

Por los territorios en que me muevo, la gente aún reconoce todos esos méritos de la encina. No hablo de su potencia en el fogón, sino de otras virtudes de más largo alcance. Sólo hay que fijarse en algunas costumbres que hasta hace bien poco se daban en ciertas zonas del Pirineo. Ahí la veneración adquiría tintes de sacrificio con motivo de la llegada del solsticio de invierno. En esas fechas se hacía arder en el hogar, con aire ceremonial, un tronco de encina hasta verlo reducido a cenizas. Seguramente el rito quería ser propiciatorio de un año venturoso para los propietarios de la casa. Parece confirmarlo el acto final en el que se esparcían por el terreno aledaño sus cenizas, a fin de que actuaran sobre la tierra como un principio fecundador. Este tipo de ritos parece ser un último vestigio del antiguo culto a la encina, culto que en su día se extendía a los encinares, a los que se tenía por bosques sagrados. Es verdad que entre los celtas, de quienes dicho culto podría provenir, cada árbol tenía su propio carácter distintivo, pero también que, en cuanto al tratamiento de sagrado, la encina no difería en exceso de otros como el tejo o el roble.

Entre los griegos, sin embargo, la encina tiene mayor relevancia, quizá por ser un árbol más frecuente en su entorno. Algunas encinas eran consideradas árboles oraculares, lo que hace suponer que bajo sus ramas le llegaba al hombre el sabio consejo de los dioses. El caso más emblemático es el de la encina de Dodona en Épiro, donde el oráculo se pronunciaba con asistencia de sus sacerdotes. Para sus vaticinios los augures atendían al rumor del bosque, al ulular del viento entre el follaje, al tintineo de las ollas que colgaban de las ramas y al murmullo de los arroyos colindantes. Cualquier cambio observado en el bosque era significativo para estos eremitas, que vivían en contacto permanente con él e incluso pisando descalzos su suelo. Que sólo nos haya llegado noticia de Dodona, no quiere decir que no hubiera otros lugares sujetos a ritos de adivinación parecidos. De la encina y de su ascendente sobre el hombre hablan también Virgilio y Ovidio. Este último ya no cita un lugar de culto concreto, habla en general de las encinas pelasgas como encinas que predicen el porvenir, ratificando los encinares como un ámbito sacral, probablemente digno de protección.

Para los celtas la deidad que tradicionalmente protegía las encinas sería Perkuno, una deidad inconcreta e indivisa que abarcaba el encinar y que posteriormente acabará presentándose pluralizada como las Percunetas. Es este un teónimo que, además de ser fiel reflejo del carácter sagrado atribuido a los encinares, nos queda bastante más cercano que aquellas encinas de Épiro. Se cita concretamente en el bronce ibérico de Botorrita (Zaragoza). El documento es singular, ya que se trata del primer testimonio del que se dispone en escritura ibérica. Pues bien, en esta placa de bronce, de época anterior a nuestra era, se fija curiosamente, entre otras cosas, un conjunto de normas y castigos destinados a la protección de un encinar sagrado. Yendo a sus primeras líneas, que aluden al bosque acotado de las Percunetae, vemos que se establece taxativamente que en él «no es lícito talar, ni es lícito quemar, ni es lícito roturar». Que más allá de lo sagrado esa protección tenga aquí un carácter normativo y que sea esa norma el primero y uno de los escasos testimonios escritos en caracteres ibéricos, habla por sí solo del valor atribuido de siempre a las encinas peninsulares.

Desde luego ya nadie tiene a los encinares en tal consideración ni acude a ellos con semejante unción, como quien entra en territorio sagrado, y menos espera que una ráfaga de aire le venga a susurrar su futuro, por muy clarividente que sea quien nos acompañe. Ahora que los dioses rara vez se manifiestan, sólo uno puede servir para sí mismo como sacerdote o como druida. Es cuestión de aprender a ver los signos de variación y a escuchar el sonido del bosque. No es tarea fácil, pero en cuanto se consigue, se tarda poco en dar expresión a los cambios de largo recorrido. Y hoy lo más inmediato, lo primero que se siente al entrar, es la crucial soledad en que vive el bosque. Soledad que puede ser ruidosa, pero que nadie explora y que nadie entiende, porque apenas a nadie interesa. No es que no se vea a nadie, porque lo cruzan con aire atlético apresurados caminantes y montañeros. Están también los cazadores ocasionales, siempre han estado ahí, pero a esos tampoco les interesa recoger hongos o bellotas, ni acarrear la leña caída. De esos no se puede decir que no tengan fino instinto, que no ven ni oyen, pero gozan con su artillería de demasiada ventaja como para no compadecer a sus presas. Quizá son los únicos, junto a los espíritus vagabundos y atormentados, que ven en el bosque un bien insustituible. Seguramente preferirían que no fuera tan impenetrable e incómodo, pero al menos no lo consideran un espacio improductivo e inútil. Las huellas enigmáticas, los presagios maléficos, los oscuros temores con los que el bosque tomaba posesión de las huidizas mentes de los que por él se internaban, parecen cosa del pasado, se han refugiado en los cuentos. Sólo frente al fuego y oyendo entre llamas crepitar el tronco ardiente de la encina, cree uno escuchar de nuevo la insistente historia del bosque que se agota y ofrece con ese leño su último y más cálido aliento, cuando ya nada más puede dar de sí.


viernes, 23 de noviembre de 2012

Día de puertas batientes


Pasado el día crucial en que buceando a fondo en nuestra conciencia conseguimos por fin entender lo que nos pasa, todo lo pasamos a entender a través de nosotros mismos y ya nada de lo que otro nos diga lo daremos por propiamente entendido.

Paraíso, o la naturaleza en versión pastel


Het paradijs (ca. 1615), Jan Brueghel de Oude
Städel Museum, Frankfurt am Main
La versión empalagosa de la naturaleza, virgen según dicen, empieza a inundar de tonos fantasía las mayoría de las imágenes en las que se quiere reflejar nuestro entorno. Y si esto sucede cuando se usan fotos, que deberían ofrecer el reflejo más verista, mucho más cuando nos embarcamos en evocaciones, por ejemplo paisajísticas, donde la paleta de colorines se amplía a voluntad del intérprete artista. Si ya la flora se nos hace ver como si estuviera venturosamente distribuida en jardines más o menos silvestres, qué decir de los animales, a los que se adjudican rasgos antrópicos infamantes para explicar su anómalo comportamiento en sociedad. Por esta vía llevamos camino de acabar no entendiendo nada, por muchos centros de interpretación de la naturaleza que se instalen. Los griegos, en aquellas fiestas báquicas, las bacanales, buscaban como desahogo, llevados de su lucidez o con fines terapéuticos, zambullirse por un tiempo en lo selvático, probablemente para no perder su naturaleza animal de vista. Las consecuencias eran frecuentemente aterradoras. Aquellas inmersiones han quedado restringidas, en una forma ritualizada y más inocente, a festejos como los de las plazas de toros, y a muchos nos resultan insoportables. Por otro lado, los efectos no son muy distintos cuando, en imágenes cinematográficas ficticias, se simulan episodios violentos o de especial crueldad.

El rechazo, casi general, a esa naturaleza servida en crudo no deja de ser una forma de ponerse a salvo y distanciarse de posibles peligros emergentes colocando de por medio la tranquilizadora norma social. Pero, posando en nuestro refugio y con aspecto seráfico, eludimos cualquier conocimiento de lo que realmente se esconde en nuestra naturaleza humana. De hecho, cuando primamos nuestra diferencia racional, tendemos a ocultar esos rasgos instintivos que siguen presentes y prestos a aparecer en todos nosotros. El instinto de supervivencia, con sus derivaciones por el lado del sexo y de la violencia, estalla ante nosotros como un signo de sinrazón, como algo extraño e irregular, cuando estas manifestaciones podrían ser consideradas a lo sumo como algo antisocial. La prueba es que en cuanto se aleja a cualquier hombre de su entorno social y se le lleva a esa naturaleza virgen, afloran gestos y comportamientos, cuyos códigos venían residiendo en algún trasfondo de la conciencia, que se acentúan ante el urgente interés en defenderse de una inminente adversidad.

Hasta aquí me ha traído un pasaje que leía hace unos días en el libro de William H. Hudson Días de ocio en la Patagonia. En él, el naturalista decimonónico, probable lector del Tratado de las emociones de Darwin, apuntaba algunas de las lecciones que llegó a aprender durante su estancia en la Patagonia. Por encima de todas destacaba la constatación de que con un entorno social prácticamente reducido a niveles primarios su comportamiento se iba viendo sometido a las reglas del medio natural, con su cambiante meteorología, su monótono paisaje y sobre todo sus caprichosas criaturas. Un auge repentino de sus instintos llegó asociado a un refinamiento perceptivo que no le pasó desapercibido: «Ese estado instintivo de la mente humana, en el que parecen no existir las facultades superiores, ese estado de intensa vigilancia que obliga al hombre a estar alerta, a escuchar y andar silencioso y furtivamente, debe ser como el de los animales inferiores: el cerebro funciona como un espejo en el que se refleja toda la naturaleza visible, cada montaña, árbol, hoja, con maravillosa nitidez. Podríamos suponer que si al animal le fuera posible razonar, el pensamiento le resultaría un obstáculo que oscurecería esa percepción clara de la que depende su seguridad». Parece evidente que la percepción de la naturaleza en estas circunstancias dista mucho de la que ofrecen esos cuadros amables, comúnmente compuestos a base de fauna peluche y aves coristas, de bosques de cuento y jardines geométricos, de fieras y ballenas posando para el safari o de escenarios cartografiados cuya travesía se anuncia como una vertiginosa y falsa aventura. Imaginar una de esas naturalezas amaestradas bajo el gobierno de la razón sirve de poco cuando uno se enfrenta a una realidad intensa en la que se ve comprometida su vida. La propia razón pasa a un segundo plano y en ciertos casos puede llegar a ser un trágico estorbo. Ya que no parecemos demasiado interesados en conocer los casos, habría que preguntarse si estamos preparados para asumir la sospechosa utilidad de esa crítica sinrazón, tan razonablemente elogiada como coraje, audacia o valor.


jueves, 22 de noviembre de 2012

Del yo monumental


Desde un punto de vista personal —el único realmente importante para quien lo diseña—, el monumento es una forma libre de abrirse en el espacio un hueco donde albergar y celebrarse con solemnidad.

Ecuación perversa


Al decir que lo que sobra es igual a lo que falta, más parece que establecemos una ecuación contable. Podemos hacer malabares con la física y dejarlo en lo que por allí sobra es igual a lo que aquí falta , como si enunciáramos un principio universal de conservación, o recurriendo al apotegma de Lavoisier podríamos volver a la naturaleza donde es bien sabido que nada se crea ni se destruye. Esta aséptica neutralidad moral se revierte con facilidad si precisamos que lo que sobra a unos es lo que falta a otros. Con esta versión se responde mejor a la realidad, porque a diferencia de las anteriores, no se constata en ella el equilibrio en el desequilibrio, se denuncia directamente un robo.

martes, 20 de noviembre de 2012

Sirenas librescas


Ex libris por Frank Ritter
Hace tiempo que al visitar librerías me puede una extraña sensación, un malestar creciente que se lleva por delante la curiosidad que me ha llevado hasta allí. En cuanto entro en el local noto un leve ruido de fondo, una especie de murmullo parecido a un suave revoloteo de hojas. Poco tiene que ver con el ambiente casi litúrgico que en esos lugares normalmente se respira; no se trata del tímido bisbiseo que el librero dedica a su cliente, ni de los cuchicheos que intercambian unos bibliófilos al fondo, ni de las ahogadas voces que discuten animadamente en la trastienda. Ese ruido es muy distinto, se difunde en un registro, según voy viendo, imperceptible para muchos. Tiene que ver con el letargo al que están sometidos los libros, con las largas estanterías en que esperan mejor suerte, con esa fina lluvia de polvo y olvido que el tiempo deposita en ellos. Aunque ese fondo sonoro es continuo y quedo, cuesta poco hacerlo más vivo y acabar por tenerlo casi presente. Supongo que lo que viaja sumido en él son solo palabras, palabras quién sabe si escapadas de esos muros repletos de libros. Nadie puede verlas mientras se alzan leves para entrecruzarse al azar formando un discurso ininteligible, pero el resultado es ese rumor que a muchos tanto nos seduce. Si se quiere escuchar más de cerca, solo hay que refugiarse en algún rincón, escoger y entreabrir allí alguno de los libros e ir pasando lentamente sus páginas. En cuanto empezamos a leer nos llega más claro el eco de todo lo que en él ha ido permaneciendo retenido y escrito. Construídas con un registro creciente de nombres olvidados, un aluvión de motivos y temas dislocados y un sobrecargado caudal de palabras equívocas, las ideas parecen haberse posado indolentes y burlonas entre esas blancas páginas, y lo peor es que en su vuelo libre nos pasan de largo, prácticamente nos ignoran. Aunque ahora el sonido es más directo, como una extraña voz interior que nos habla, la jerga es tan difícil de desentrañar que nos deja en suspenso por un instante, atroz instante en que no sabemos qué es lo que el libro nos quiere decir ni tampoco lo que contiene. Es como si en ese instante las páginas se hubieran abierto devoradoras como una sima en la que van cayendo una a una nuestras frágiles interpretaciones y cábalas hasta dejarnos con la mirada fija, solos y cegados por nuestra oscura ignorancia. Sentirse atrapado por ese ominoso desconocimiento podría ser tenido por una falta mínima y, sin embargo, lo vivimos como una derrota intelectual. Cuando uno empieza a saber que no sabe, que no entiende, le gana repentinamente la vergüenza y no es raro verse arrastrado al delirio. Ese delirio tampoco es casual, al fin y al cabo ha sido alimentado desde su juventud por un desmedido y omnívoro apetito de lecturas, por un ávido deseo de contar entre la gente ilustrada, por un afán de sobrevolar este insulso mundo.

Con este guion los merodeos por las librerías, antes tan estimulantes, han pasado a convertirse en una auténtica odisea, aunque sólo sea porque nada más entrar en ellas uno se siente arrastrado por ese canto de sirenas. Del eco de un libro, cuando es mudo e indescifrable, sale uno normalmente cariacontecido, pasada la docena de libros aquel agradable murmullo de entrada en el que se confunden sus ecos se convierte en un tremendo griterío que nos hace huir amedrentados y llevados por el diablo de nuestra necedad. Fuera cunde la vergüenza y el desentendimiento, la urgente sensación de que para lo sucesivo hay que evitar esa trampa y nos alivia pensar que nadie puede seguir con la cabeza erguida, mínimamente lúcido, si decide atravesar de punta a cabo esa monstruosa corriente de papel. Con todo, al paso por la siguiente estación librera, las insinuaciones se repiten, los cánticos insistentes nunca cesan hasta que nos dejamos llevar de nuevo al redil. A poco leído que seas, entendiendo por leído lo que tu honra mejor estime, no podrás permanecer del todo insensible a esos autores noveles en los que dicen que se anuncia ya otra cultura, a aquellos clásicos que un día decidiste aparcar y que tantas veces citas, a las obras de referencia imprescindible para darle cuerpo y buen gusto a la salsa de tu propia olla, a lo último en poesía o lo de siempre en prosa, a esa lectura que tan honda y duradera huella dejó en aquel a quien tu más admiras. Luego están las recomendaciones ineludibles, los amigos generalmente sabios, las obras de culto y hasta el alegre color de los anuncios. En fin, todo lo que se te ofrece como un sendero inteligente para llegar a ser culto. Si renuncias, algo dentro te dirá que no ha sido muy inteligente tu decisión, y no solo por lo que haces, sino por lo que lees y escribes, sobre todo si sigues a todo esto sin sentirte verdaderamente culto, o no lo bastante culto. La visita al gremio de libreros debería espabilarte y tienes que aceptar sin excusa que si vas para ilustrado estás haciendo el ridículo. No tienes más que mirarte: atrincherado en tus libros de siempre, escribiendo un poco al galope sin mirar demasiado a tu alrededor, porque temes descubrir que lo tuyo poco vale, que vas en una dirección contraria a la moda, preso de un estilo que nadie más que tu puede seguir. Si te empeñas en lo que ya no se lleva e insistes en beber de fuentes ya muy estancadas, no de un día para otro pero sí con el tiempo, dejarás de expresarte en nombre de este mundo. Y lo peor es que nada de eso se percibe con claridad, llegado el momento sólo el cruel canto de esas sirenas que se sientan en los estantes de las librerías llegará nítido a tus oídos.

sábado, 17 de noviembre de 2012

El perseguido


Una tarde gris, mal soleada,
metido
en las sendas sin más norte,
por mundos
reticentes que se esconden,
busco
montañas que un mal día se perdieron
donde
tímidas luces aún se agitan
al compás
de mis urgentes pasos,
tirando
de una sombra ya vencida.


viernes, 16 de noviembre de 2012

A cuidarse


Para ardores ya está el estómago; si prenden en la cabeza, causan humores candentes y desórdenes, son síntoma claro de inminente enajenación.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Pienso luego brillo



Por la presente acuso aviso de la conmemoración, hoy jueves 15 de noviembre, del día internacional de la filosofía, instaurado por la UNESCO a instancias del Reino de Marruecos en 2005. Día grande para el filósofo, para el pensamiento, para Marruecos, para la UNESCO y para el humano en general. En sus tumbas se remueven de gozo, levantan la orgullosa cabeza y desde su lecho nos contemplan con curiosidad las más encendidas mentes de cada época, conscientes de que, por sombríos que sean sus días, lucen durante este jueves, junto al sol y las estrellas, en el cuadro de honor del pensamiento universal. Que nadie busque bajo la luna, aquí en tierra firme, a los titulares del cuadro, porque nunca será público, no al menos mientras siga todo el mundo creyendo que en lo suyo no hay mejor pensador. Y es por eso que, no habiendo en la tierra espacio bastante para encuadrar a tanto meritorio, todos se acaban viendo más holgados y brillantes en el firmamento, aunque no sepan decir qué luminaria son.

¿Qué mejoran o desmejoran los genes?



Un investigador de la muy acreditada Universidad de Stanford, Gerald Crabtree, nos pone ante la siguiente tesitura: los humanos podrían estar perdiendo lentamente sus habilidades intelectuales y emocionales debido a que hoy no existe la misma presión para ser inteligentes que cuando comenzamos a vivir en comunidades hace miles de años. Casi sin acabar de leerlo, sentimos que nuestras neuronas se sulfuran ante esa hipotética, por más que solo gradual, pérdida. Pasado el berrinche, toca interpretar en su justo tono el anuncio del Trends in Genetics. Y para ello será mejor que entremos antes a valorar el meollo científico que sus efectos y trascendencia informativa.

No es nada nuevo esto de dejar caer señales apocalípticas como severas advertencias a «los humanos». La única novedad está en el modo en que se ofrecen. Hoy sólo se juzgan admisibles si son presentadas con el sugerente formato de las proyecciones estadísticas, y siempre bajo los auspicios de un intachable método científico. Atrapados entre la alarma y la ciencia, lo habitual es mirar hacia la primera y dejar por impenetrable la segunda. Pero, si uno quiere sacudirse el espantajo, es conveniente que sea un poco más escrupuloso y fije su atención en los dos extremos de todo ese proceso inventivo. En principio, la dramática pérdida sugerida viene a encontrar apoyo en tres factores: la capacidad mutante de los genes que supuestamente determinan nuestra actividad social y consecuentemente las habilidades citadas, un progreso temporal de esas mutaciones que es de muy difícil determinación y una prefijada idea de inteligencia que actúa en ese cambio como valor patrón.

Solo el primero de esos factores constituye propiamente un hecho constatable, aunque basado en unos plazos temporales muy distintos de los propuestos para las proyecciones a futuro. Calcular en base al comportamiento lineal de un reducido número de parámetros cambios de carácter evolutivo, aun sabiendo que la interacción entre los factores dispara la complejidad del modelo, es un error solapado. Es también el típico modo de hacerle un traje a medida a un llamamiento ideológico o a una intuición previa con el fin de ofrecerlo como una verdad científica. Sospecho, por otro lado, que a efectos evolutivos el tiempo se mide en un escala diferente a la que es relevante en los experimentos de laboratorio y que la traslación de resultados del segundo al primero produce algo más ruidoso que nítido. Hablar del efecto probabilístico de las mutaciones en el plazo de 3000 años o de 120 generaciones servirá para encuadrar lo que hoy parece un problema, pero no mucho más. Digo que parece un problema, porque tras todo este asunto está una idea de inteligencia que parece incontrovertible y no lo es.

Podemos aceptar que las habilidades o los patrones de respuesta social que hoy denominamos inteligencia «surgieron en un ambiente no verbal en grupos dispersos de personas antes de que nuestros ancestros salieran de África», tal y como dice el autor del anuncio. Indudablemente también la capacidad de adaptación a un entorno físico en constante transformación indujo unos patrones de supervivencia que parecen estar de hecho reflejados en nuestros genes. Por la misma podemos pensar que la creciente adaptación a entornos menos exigentes desde un punto de vista físico va a ir variando los patrones de supervivencia y consiguientemente de inteligencia. Evidentemente la genética de la inteligencia no tiene por qué estabilizarse en torno a las habilidades del cazador-recolector. Lo probable es que como cazadores-recolectores tengamos cada vez menos futuro y que no persista ese patrón de inteligencia en los genes durante el ciclo evolutivo. Menos aceptable resulta que en la versión comentada el cambio y las mutaciones que lo impulsan aparezcan como deterioro del patrimonio genético ligado a la inteligencia, algo que además es difícilmente observable, casi indefinible. De ser constatable, tampoco veo por qué esas mutaciones no pueden ser consideradas una mejora si mutan en la línea que los cambios del medio físico le van estableciendo. Tendremos otras habilidades, por utilizar el término del artículo, lo de mejores o peores debe considerarse un añadido un tanto moral.

Esto me lleva de las cuestiones de principio al otro extremo, a las que marcan el final. No voy a entrar en el propósito del artículo, me mantendré en la propuesta científica. Aplazar, como se hace en este y en otros casos, la verificación o rechazo de una hipótesis —que se hace llamar una teoría tentativa— prácticamente sine die y dejarla mientras tanto prendida de un aparato proyectivo de carácter estadístico, es servirse del armamento científico para oscurecer y poblar de fantasmas numéricos el futuro. Afirmar —haciendo de la afirmación la causa eficiente de la teoría— que hoy no existe presión para ser inteligentes no deja de ser un sarcasmo y una confirmación retroactiva del valor concedido a un determinado tipo de respuesta social conocida como inteligencia. No sabemos realmente si esa es la inteligencia requerida para avanzar hacia el futuro. Por otro lado, denunciar que está en peligro es una obviedad. Todo está en peligro, lo está en la misma medida que está en permanente cambio. Esto ya es viejo, en otro tiempo hablaba el sabio de la generación y la corrupción. Entiendo que se quiere ver peligro, porque de por medio hay algo valioso que preservar. Sin embargo, el propio valor de lo amenazado es algo mudable, un factor adaptativo. No le toca al científico actuar como administrador de valores, sino atender en todo caso al curso evolutivo de la inteligencia a través de los indicios genéticos, neurológicos o psicológicos, pero sin dejarse llevar por sentencias proféticas ni por los patrones intelectuales y emocionales actualmente favoritos.


miércoles, 14 de noviembre de 2012

La libertad de elegirse



Parece que Slavoj Zizek, el filósofo eslovaco, es considerado por la parroquia mediática del continente europeo como uno de los mantenedores de la sagrada llama de la crítica social. Realmente no puedo pronunciarme sobre su nervio filosófico, no desde luego con la rotundidad de la que él hace gala en sus declaraciones. Coincido, no obstante, con buena parte de sus diagnósticos, que tienen además la virtud de ser bastante accesibles. Digamos de entrada que no son muchos, en la Europa comunitaria, los críticos —me niego a emplear la etiqueta pretenciosa de intelectuales— que denuncian la progresiva dependencia y subordinación del poder estatal, y todas sus estructuras, para con las redes financieras y la consiguiente erosión de los fundamentos del Estado del bienestar. Nadie sabe a ciencia cierta quién defiende hoy en la palestra dialéctica a la socialdemocracia y al modelo de Estado creado bajo su influencia. Convendría saberlo, ahora que los retrocesos empiezan a ser visibles y que ese silencio resulta aún más sonoro. Aun sin esa guía filosófica, no se vislumbra en la ciudadanía un retorno espontáneo a las barricadas. Eso podría servir para un diagnóstico preliminar. «No soy un ingenuo, ni un utópico; sé que no habrá una gran revolución» decía Zizek el año pasado en una entrevista. Eso no significa que para explicar el cariz que van tomando los acontecimientos debamos obligarnos al estudio exclusivo de los ciclos erráticos de los mercados en detrimento de aquellas contradicciones dialécticas en las que antes veíamos la clave de la evolución de la sociedad. El problema es que esa clave, económica siempre, ya no se presenta en términos de conflicto entre capital y trabajo. Lo desconcertante de la situación actual es que sus dos polos más visibles, la tecnología y los servicios públicos, aparecen revestidos de una aureola igualmente positiva, y que sólo quienes detentan fondos de inversión advierten entre ellos abierta contradicción. Zizek subrayaba este punto al declarar: «Vivimos una época que promueve los sueños tecnológicos más delirantes, pero no quiere mantener los servicios públicos más necesarios». Por lo que vamos viendo, es difícil para la crítica europea llevar su punto de mira a un ente tan etéreo, además de opaco y participado, como un fondo de inversión. Quizá ahí esté la clave, pero el debate actual se sitúa preferentemente en el terreno de ese liberalismo en cuyo nombre se nos imponen todos los sacrificios. Habrá que preguntar a los pensadores afines a la socialdemocracia por qué con un éxito patrimonial público tan sólido nos vemos obligados a jugar hoy en día en campo contrario, como si la libertad que ellos pregonan no fuera asunto de nuestra incumbencia. Algo tuvo que ver en esto el liberalismo thacheriano cuyo primer principio estratégico Zizek resume: «La verdadera victoria sobre tu enemigo llega cuando comienza a usar tu lenguaje, de forma que tus ideas forman la base del campo de discusión». Es probable que la batalla decisiva, tal y como Zizek indica, se esté librando en EEUU y que la figura en la que se refleje el resultado sea Barack Obama. Se espera que su triunfo respalde la posición, no sólo financiera sino ideológica, del modelo social europeo. No obstante, la crisis ha abierto tal brecha en él que convendría recordar su fundamento y defenderse aquí también de quienes proponen una libertad de elección, y de evasión de responsabilidades sociales, profundamente insolidaria. En este sentido coincido con Zizek, cuando en un artículo de hoy mismo (Why Obama is more than Bush with a human face, The Guardian 14/11/2012) afirma que «lo que hay que aprender es que la libertad de elección sólo funciona si existe una compleja red de condiciones legales, educativas, éticas, económicas y demás como fundamento invisible para el ejercicio de nuestra libertad». Me ha parecido particularmente sugerente esa distinción metafórica que observa entre el fundamento de los edificios sociales europeo y estadounidense. En Europa la planta baja siempre se numerará como planta cero, mientras que en EEUU el nivel de la calle es ya la primera planta. En ello consigue adivinar alguna de las sensibles diferencias de modelo. Para el europeo «antes de empezar a contar —antes de tomar decisiones o hacer elecciones— tiene que haber una base de tradición, un nivel cero que siempre viene dado»; para el estadounidense «no hay propiamente una tradición histórica, se supone que se puede empezar con libertad autolegislativa —el pasado se borra». Pero esto supone sobre todo desdeñar todo lo que sirve de fundamento y es requisito previo a esa «libertad de elegir». Admito que esa alusión a la tradición me inquieta de veras, pero es cierto también que sin dotarnos de ese realce, de esa visión general, ciertas libertades pueden quedarse en simples caprichos.

martes, 13 de noviembre de 2012

Lo sencillo nunca es sencillo


Estamos más acostumbrados a escuchar guitarras rasgueadas —cuando no desgarradas, o con el timbre desfigurado al ser amplificadas— que bien tañidas; tanto, que la guitarra ha quedado casi desterrada del dominio del pulso para continuar por el de una percusión al parecer más prometedora. Se ha impuesto de este modo un estilo de toque que resalta el acorde a costa de sacrificar cualquier menudeo o figura sobre las cuerdas. Fiándolo todo a la potencia sonora, puede que haya todavía sitio para el alarde, pero no demasiado para los matices. Las caricias, valga la metáfora, requieren un oficio y un disciplina bien aprendidos, son parte esencial de la interpretación. No es cuestión de articular sonido, sino de entregarlo personalmente según la virtud del momento. Habrá que llamarlo inspiración o talento musical, no sé. A cambio, me conformaré con predicar con un ejemplo.


Canarios, Antonio Martín y Coll,
José Miguel Moreno, guitarra barroca, Juan Carlos de Mulder, tiorba.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Por venir


Alice McMurrough,
Stultifera Navis
El porvenir no es un pozo de sabiduría. Hay quien mira en esa dirección ansiosamente, esperando encontrar alguna clave definitiva. Puede que sea inevitable mirar hacia donde se camina, pero es de ingenuos creerse atraído al polo de la omnisapiencia al tiempo que alejado del de la necedad en la misma medida. Con esa creencia nunca se sale de necio, aunque uno se sienta muy sabio. Como vana es la sabiduría de quienes se ven sabios sólo porque escriben consejas o hablan sin parar, y casi siempre solos, a medida que envejecen. El porvenir es un espacio más fértil, así que es mejor imaginar qué historias nuestras caben aún en él.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Veo tu rostro de nuevo


Arrancas tenso y es natural, porque sin cierta tensión nada sale a flote. Te muestras sensible y eso te hace vulnerable, porque las emociones son grietas por donde perjudicarte. Decides ser afable para parecer firme, porque es modo infalible de aplacar el gesto. Actúas embalado ante tu acuciante miedo, porque así puedes pasar por actor enérgico. Tenso pero insensible, atento pero despreocupado, ansioso pero controlado, activo y desactivado. ¿Es tu cara un mapa o tu argumento, tu conquista o una paradoja, una huella o tu conclusión?

jueves, 8 de noviembre de 2012

Polonio, evaluador externo


—Ven Polonio, ven y aliéntales a seguir este intermitente cuento, igual que hiciste con Hamlet aquel día. Recuerda con qué tino calificaste su parlamento: «Aunque todo es locura, no deja de haber método en ello». Con eso me valdría. Es justo lo que aquí prometí hace ya unos meses: una metódica locura para huir de la delirante cordura.

Breve escena teatral


La escena se ilumina en cuanto el ladrón se lleva el telón. Este es un teatro de posibles, pero con personajes auténticos. La policía está en todo, cierra por tanto las puertas y se presenta en el escenario del robo descolgándose por el cordaje de la tramoya. En el patio de butacas, el público entusiasmado aplaude la plástica intervención, salvo un despistado espectador que se ha tapado la cara en un gesto ladino, raro. Se procede a su identificación y se le cachea in situ por si oculta lo robado. No se han equivocado y pronto sale a relucir un pañuelo de importantes dimensiones. Para evitar su reacción violenta, se le cubre la cabeza con la propia prueba y se le conduce al coche policial a fin de que confiese toda la verdad, si es posible antes de llegar a comisaría. La alarma se pone finalmente a sonar cuando la policía se retira atravesando con el arrestado el pasillo con aires de triunfo. Palcos y platea, el teatro entero estalla en encendidos aplausos al grito de «bravos, bravos, bravos».

La vieja partida


Amanece fría la esperanza
paseándose entre densas brumas,
yacen los valles ateridos
resignados a su rincón,
todo es pesadumbre
en la cruda luz que trae el día.

Donde las huellas acaban
se abren sospechas infinitas,
urgentes preguntas
abandonadas por la noche
se dirigen precipitadas
hacia el bosque acogedor.

Sabemos que se fueron,
a su marcha nos dejaron
enigmas embebidos
en ciegos magnetismos,
menos cuesta saber
por dónde se fueron
cuándo se fueron,
quiénes se fueron,
por qué se fueron.

Se fueron,
a sus imaginarias mañanas,
y nos queda la amarga tarea
de ver amanecer los días
velados por ese gris trastorno.

Siempre son sus pasos, al compás,
cuando el viento atraviesa el monte oscuro,
cuando irrumpen por nuestro camino
esas albas fantasmales,
esas luces tensas, doloridas.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

La navaja de Pitágoras


El día que en que todo pase por medir primero la distancia numérica entre palabras, de poco valdrá entenderlas y menos aún la tradición literaria que las avala. Lo importante a efectos de eficiencia comunicativa será calibrar el peso de las relaciones que un texto propone. Hablaremos entonces de riqueza del discurso ante la imposibilidad de medir la profundidad de su significado. Con este déficit buena parte de los textos clásicos (ya se sabe filosofía, narrativa, desde luego poesía, y de paso todo lo demás) serán declarados, en virtud de sus cifras, altamente ineficientes en cuanto a su capacidad comunicadora y como tales públicamente desautorizados, o al menos desaconsejados.

lunes, 5 de noviembre de 2012

Memoria del olmo


El 15 de enero de 1985 el diario El País informaba de los devastadores efectos de la plaga de grafiosis que afectaba a los olmos. Cepas más agresivas del hongo Ceratocystis ulmi, el causante de la epidemia, ya se habían detectado en 1980 en San Sebastián. La noticia daba ahora cuenta de la tala de 4.000 ejemplares en Segovia, pero señalaba también que con anterioridad había provocado la práctica extinción de la especie en los parques de Pamplona y Vitoria y en muchos bosques del norte peninsular. La misma suerte corrieron por estas fechas gran parte de los restantes olmos europeos y norteamericanos. Las nuevas cepas causantes de la grafiosis, provenientes de Asia y a las que los olmos de allí eran resistentes, resultaron ser mucho más agresivas que las conocidas en Europa, por donde, como cuentan las noticias, se extendieron con gran rapidez. A diferencia de la cepa común, éstas segregan una proporción mucho mayor de toxinas y hacen que la grafiosis acabe colapsando en unos 20 días los vasos conductores de savia del árbol y provoque su muerte. La propagación del hongo de los ejemplares enfermos a los sanos se atribuye a los escarabajos del género Scolytus que transportan de unos olmos a otros sus esporas.

El paseo central del parque de la Taconera en Pamplona, por el que tantas veces he jugado y paseado con bici, estuvo bordeado, hasta la aparición de esta plaga, por dos largas hileras de enormes y frondosos olmos. No eran frecuentes las olmedas, lo que si se veían era algunos caminos custodiados y cubiertos por el follaje de los olmos. Tras secarse, la tala dejó esos caminos al desnudo, inhóspitos, como si en su nuevo estado se perdieran sin ir a ninguna parte. Los bosques apenas tenían ejemplares y en las riberas de los ríos los que quedaban poco a poco fueron cayendo. Hubo un tiempo en que trepábamos a ellos y veíamos discurrir las aguas del ancho Ebro mientras pasábamos la tarde contando historias sentados en sus tremendas ramas. Ahora ya no es fácil encontrarlos, salvo en los memoriales de la infancia. Ahí y en los paisajes de algunos pintores, como Constable en su Estudio de un olmo. Creo de verdad que no deberíamos dar al olmo por perdido mientras contemos con este cuadro. Porque estamos además ante una obra notable, verdaderamente singular. Dicen que es fruto probable de un cambio de enfoque en sus paisajes hacia un estilo más marcadamente naturalista. Así será, no pretendo discutirlo, sólo comentar lo que el cuadro me dice.

J. Constable, Study of the trunk of an elm tree (c. 1821)
Victoria & Albert Museum, London

Lo primero que en él llama la atención es la minuciosa pincelada, el delicado dibujo de las rugosidades. El tronco del olmo además de copar el primer plano parece venir directamente a nuestro encuentro como centro y eje del cuadro. Cuando a partir de ahí derivamos nuestra mirada hacia los lados, empezamos a ver que esa entrada del olmo en escena, que ese efecto dinámico sólo es posible gracias al conjunto de planos laterales y de fondo que lo rodean. Algunos detalles son significativos. Más que el bosque que lo circunda destaca el profundo arraigo del árbol, que crece sólidamente asentado en la tierra. Como suele suceder con los árboles, el olmo viene a reflejar en cierto modo un carácter, un carácter firme y también generoso. Son sus ramas las que buscan y también las que abarcan y protegen. Con ellas se apunta al espacio que se abre detrás, donde la luz y la claridad regulan la intensidad de los tonos de los objetos circundantes. Como a través de una columna invisible el claro parece ascender hasta ese cielo del que se nutre, abierto a duras penas entre las ramas. El contraste principal no afecta propiamente a los tonos, sino a las dos columnas que emergen paralelas. Una nace como un objeto inmediato, aprensible, afirmado en la profundidad del suelo. La otra, más etérea, parece curiosamente obra nueva, claridad construida para alcanzar ese esquivo cielo. No se adivina dramatismo alguno, tampoco desolación ni silencio. No podría hablarse de claroscuro, sino de un modo de determinar espacialmente algún tipo de presencia. El lugar que se vislumbra no es propiamente un punto de observación, porque no existe centro al que dirigirse; tampoco es un canal de ascensión trascendente o una vía de comunicación con lo desconocido. El juego de las dos columnas habla más bien de un entorno artificial que se ofrece para acompasar, hacer concurrir y equilibrar todos los pulsos y ritmos del bosque y así conseguir que lo invisible se haga presente.

Decidir que esa presencia que se intuye es humana parece un poco osado, sería como ir a ganarle terreno al cuadro. Sin embargo es muy cierto, pese a que el trasfondo boscoso parece sombrío y confuso, que hay una morada que se insinúa tímidamente al fondo y sobre ella el cielo alcanzándola con su luz, que hay un vago camino discurriendo cercano con el que el claro sería un espacio de trabajo. Puede que estemos ante un nuevo naturalismo, ante una estampa que habla del hombre y la naturaleza, sin impostaciones dramáticas, incluso sin el hombre, y desde luego sin más arte que aquel que nos lanza a imaginar a través de lo que vemos para de ese modo creer que lo tenemos. Si volvemos a la actualidad, constatamos que en nuestro entorno esos olmos han desaparecido, ya prácticamente no los tenemos. Pero al estudiar el caso, a la manera en que Constable lo hace, vemos que el olmo del cuadro genera un impulso formidable que nos enseña a imaginar otros objetos como él desaparecidos y cuyo sentido nos empieza a resultar evasivo. En estos tiempos en que tanto se tiende a confundir presencia con visibilidad, pocos captan el sentido de las cosas desaparecidas, que dejan en la práctica de ser asumidas. Si ni con paisajes como el del cuadro se aprende a reconocer esas sutiles presencias, quizá sea mejor que los objetos permanezcan invisibles, forzar la intriga y la búsqueda para que puedan ser intuidos y lleguen a ser de ese modo asumidos. Evidentemente para todo esto necesitaremos a un hábil narrador o guionista, pero no a Constable.


domingo, 4 de noviembre de 2012

Herencia de hierro


El horror y el respeto nacen de un mismo sentimiento y entretejen un delicado velo que va arropando aquel nuestro primer desamparo, el frío insuperable que impone la distancia filial.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Estrambote monárquico


Las aventuras americanas del europeo inquieto fueron desencadenando, desde su primera llegada allá por el siglo XVI, una larga serie de tragedias, particularmente entre la población nativa. Sin embargo, no se podría completar el relato aventurero sin hacer mención a la larga lista de comediantes que revestidos de conquistadores, colonos y predicadores o como simples buscones menudearon por aquellas tierras. Cada uno de estos intérpretes del oportunismo parece sacado del troquel de su época, unas veces como pícaro, otras como intrigante y casi siempre como ventajista. Su papel va ganando primer plano, y convirtiéndose en histriónico protagonista, a medida que el antiguo régimen recula en Europa ante la revolución francesa. Es curioso que al vendaval emancipador de las colonias, inspirado por esos ideales republicanos, le suceda a mediados del XIX, y en paralelo a lo sucedido en Europa, una reacción monárquica que tiene por aquí tintes cómicos. En los escenarios más importantes del viejo cuento colonial vemos a monarcas americanos apadrinados directamente desde Europa. Con ínfulas imperiales patrocinan un retorno del viejo estilo absolutista, remozado para la ocasión con los colores locales, en un intento de ganarse la colaboración de los indígenas frente a los liberales criollos. Aunque menos conocido, ese mismo chirriante implante monárquico alcanza en un país más apartado y discreto niveles estrambóticos, completando una cómica viñeta de lo que seriamente habría que calificar de historieta.

Lo singular de Aurelio Antonio I, que es aquí el caso, es que accede a la monarquía por voluntad propia y sin vínculo alguno con sangre azul europea. Nacido en 1825 como Orélie Antoine de Tounens en La Chaise, en Dordoña, este ciudadano francés se desempeña en sus primeros años como abogado, se acoge a la obediencia masónica y llevado por sus ideales aventureros incuba el propósito de hacerse un sitio en América. Con ese fin elige Chile, adonde se dirige en 1858. Recala en Valparaíso y allí encuentra apoyo entre sus paisanos y cofrades. El país está próximo a afrontar el reto de la colonización de los territorios situados más allá del Bío-Bío. Orélie vislumbra la oportunidad de entrar en escena y a tal fin se desplaza a Valdivia con el disfraz de monarca guardado en su baúl de comediante. Nadie conoce los detalles de su incursión en territorio mapuche ni sabe de las alianzas establecidas con los naturales de la región. Se dice que Orélie —no olvidemos, ciudadano libre francés y declarado masón— entabla tratos con el todopoderoso lonko Quilapán. Probablemente le promete a su pueblo libertad y protección bajo su alta magistratura, o sea todo lo que un hábil abogado puede ofrecer. Toma a continuación la pluma y oficia un decreto por el que se autoproclama rey de la Araucanía y la Patagonia, no sabemos si con la venia de Quilapán.

Habíamos visto a las logias maniobrar entre los terratenientes criollos para llevarlos al terreno republicano y liberal, pero esto es realmente nuevo. Ver a este ciudadano prometer condados y ducados en territorio indígena para crearse una nobleza afín, aunque no precisamente indígena, siembra sombras y nubarrones sobre los códigos políticos reimplantados aquí por los herederos de la Ilustración. Es verdad que, tras el relumbrón del momento fundacional, Aurelio Antonio, y su monarquía, no tienen resuello. Tanto él como su cortejo viven perseguidos en Chile y en Argentina, de donde Aurelio Antonio es personalmente rescatado por los cónsules franceses. Hablo de cortejo, aunque podría tacharlo de pandilla o camarilla, en ocasiones incluso de fantasmal camarilla. Sabemos, por ejemplo, que dos de los testigos firmantes del acta fundacional del reino, de los que actuaron por tanto como testigos para investir por la gracia de Dios como rey a Aurelio Antonio, no existieron realmente y que sus nombres corresponden a dos aldeas perigordinas próximas a su pueblo natal. Viendo hoy el drama interpretado por este genuino actor, impresiona la generosidad de aquel primer público asistente, al que nunca reconoció su soberanía, y la maestría de este sujeto para desbordar con creces y también con osadía la presunta voluntad divina para ese territorio.

Si el engaño estuvo siempre presente, como es natural en el teatro, tampoco podía faltar la creatividad, la capacidad de improvisación. Quizá sea esta la única monarquía regida por un principio anómalo. El principio de sucesión hereditaria consustancial a la institución tuvo en este caso una novedosa inversión. Es probable que Aurelio Antonio no acabara de sentirse investido por la autoridad divina y que como buen pícaro entendiera todo el asunto como una cuestión de propiedad. Sólo así se explica que en trance de morir en los calabozos chilenos abdicara en favor de su propio padre, residente en Francia, trasgrediendo o más bien invirtiendo la dirección de la línea sucesoria, que de ese modo podría fácilmente haber ido a parar remontando hasta sus ancestros enterrados en el cementerio. Parece que la situación se regularizó después de salir de Chile, designando sucesor al modo romano, al ver en Achille I al mejor de entre sus parientes. Este y sus posteriores descendientes continuaron con la broma, que por lo que sé continúa hasta nuestros días con consulado abierto en la isla de Ouessant, en el finisterre bretón. Lo triste es que en todo este tiempo poco hemos sabido acerca de lo que piensan realmente de todo este vaudeville tan europeo los burlados descendientes de Quilapán. Algunos de sus portavoces parecen cómodos secundando ciento cincuenta años después esta farsa monárquica que lejos de hacerles visibles les ningunea.


Palabras fracasadas


Si las palabras fracasan al contarlo,
las imágenes se sucederán
imparables, irremediables,
lucirán como muros de piedra

que verán pasar los días
huidizos como sombras,
espejos fríos de una historia
arrullada por tristes latidos.

No por eso faltarán las palabras,
mientras rumien las entrañas
entre voces y silencios.

Dirán ahora lo que cualquiera ve,
y abocadas siempre a mirar
sonarán todas con el mismo eco.


viernes, 2 de noviembre de 2012

Hermana rata



A la mayoría de la gente la imagen de ocho millones de ratas escapando del naufragio de Nueva York e invadiendo tierra firme nos resulta sorprendente, por no decir alarmante. El hundimiento del buque insignia del sistema —bien es cierto que temporalmente— es una metáfora visual que contará a buen seguro con numerosos intérpretes. Seguro que habrá quien se remonte a las plagas de Egipto para hablar de soberbia, castigo y humillación en términos bíblicos. Los habrá con un espíritu un poco más analítico que verán lo sucedido como un punto de inflexión, como un cambio en la hegemonía geopolítica, como un signo de la vulnerabilidad occidental o como un preludio de nuevos tiempos. Podríamos continuar con estas interpretaciones sin más que recordar otras catástrofes y recuperar esa repetitiva literatura que han dejado tras de sí. Pero creo que este caso aporta novedades dignas de considerar, porque aquí los protagonistas de verdad, más allá de las heroicas excepciones humanas, son las ratas. Y con ellas el triunfo del instinto de supervivencia. La ciudad se ha visto repentinamente sin luz, con sus vías bloqueadas, con sus rascacielos vacíos e instalada sobre una inquietante red de ríos subterráneos. Con todas esas corrientes fluyendo bajo sus calles, el dinamismo por el que se hizo famosa, aquel impulso hacia nuevas metas, ha pasado a ser un fenómeno solo físico, y profundamente inestable. En vista de ello sus ciudadanos, sumidos en un continuo estado de conmoción y alerta, han sucumbido a la parálisis. No así otros de sus inquilinos que mucho más versátiles no han tardado en buscarse sitio en los territorios anegados. Paradójico sin duda que al miedo a perecer en la tormenta oceánica le suceda el terror provocado por la llegada en oleadas de las ratas que inundan como colonizadores oportunistas y adelantados todos los rincones de este irreconocible mundo. Quizá esto haga que los ciudadanos neoyorkinos empiecen a ver a estos convecinos con más indulgencia o al menos con más respeto por sus cualidades. Está en primer lugar su capacidad de adaptación, pero convendría también que no subestimaran su inteligencia, ahora que van a tener que compartir con ellos durante algún tiempo el pequeño espacio común. Todo esto siempre y cuando la ciudadanía, los humanos quiero decir, no decidan renunciar a un aire libre en compañía de ratas y opten por buscarse, a medida que bajen las aguas, un nuevo mundo mucho más seguro recluyéndose como timoratos brutos en sótanos, galerías y bodegas.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Fundido en el aire


Casi es mejor que el apagón haya dejado reducida a cenizas la encendida nota en la que andaba metido y que venía inspirada por el precioso concierto para violoncello de Porpora. La euforia cabe en un instante demasiado breve y al retenerla en el tiempo para encontrarle escritura se desvanece. Lo de la euforia musical es además algo que no se contagia, contarlo parece más ostentación de emociones que deseo de difundir su delicada magia. Lo que a partir de ahora pudiera decir del aire festivo del violoncello y de su vuelo entre esas animosas ráfagas que levantaban las cuerdas sería tan improbable como lo del ave renacida entre cenizas. El ave que yo escuché hace un rato ya partió y vuela a su aire. A ratos me sobrevuela y hasta oigo su aleteo, pero nunca será como la primera vez.


Concerto per violoncello in Sol maggiore, 4º mov. Allegro, Nicola Porpora,
Gaetano Nasillo - Ensemble 415 - Chiara Banchini

De miranda


Era frecuente verle paseándose sonriente por la playa, sin más añadido a su bronceado cuerpo que unas gafas de sol. De vez en cuando, si la estampa lo merecía, las deslizaba sobre la nariz para poder captar mejor los detalles. Las chicas decían que era un mirón, pero realmente su oficio era una incógnita. Hasta que un día me hice el encontradizo y le pregunté por dónde quedaban los vestuarios. No se sintió aludido en absoluto y con la mejor disposición entablamos animada conversación. Ahí fue cuando aproveché para preguntarle a qué se dedicaba. Como si hubiera entrado en una suerte de trance solar, todo él se transfiguró y así radiante comenzó su extraño discurso.
—Este negocio tiene dos facetas bien distintas— avanzó, mientras ponía la mano horizontal y a la altura de su ombligo— De cintura para arriba es más aéreo, de altas miras, casi casi espiritual; sin embargo, de cintura para abajo —subrayaba llevando la mano hacia el vientre— es mucho más fluctuante, sujeto siempre a altibajos y en todo momento atento a la coyuntura más oportuna, que mucho depende de la fe con que uno se aplique—. A todo esto, y para dar mayor firmeza al argumento, echó mano con crudeza de su herramienta tras buscarla entre la maleza de su entrepierna.
—Comprendo— acerté a responder, y aún añadí conmovido y con cierta conmiseración —Fatigosa tarea, la suya.