domingo, 19 de agosto de 2012

La pared


Foto de Giulia en Le Marche Photo Blog
Plantados frente a una pared desnuda alimentamos la sensación de haber sido excluídos del mundo que protege y cierra, ese mundo que hasta encararnos a ella había sido el nuestro. A nuestras espaldas se escucha, ligeramente ahogada, la marea habitual de sonidos. Ya vengan de nuestra casa, de una estancia, de un local público o de la propia calle, nos advierten con claridad de los peligros que nos amenazan cara a la pared, parados y a la expectativa. La impresión frente al muro es de confinamiento, incluso en medio de la calle. Es posible aliviarse y sentirse un poco más libre imaginándose como un adelantado defensor desplazado a los últimos límites de un dominio. Pero ese escenario mural, a todas luces austero y escueto, adquiere pronto insólitos tintes dramáticos ante el fundado temor de verlo derrumbarse para dar paso triunfal a nuevos invasores. La gente obligada a mirar al muro no suele estar para aceptar ese tipo de juegos. La mayoría intenta pasar de la frustrante espera, aunque acabe entregándose a la contemplación. Al final esta actitud, tanto si es inquisitiva como si es introspectiva, da mucho más de sí, o al menos es más confortable, que la del defensor de lejanas murallas.

Para los curiosos, por ejemplo, el aburrimiento pronto caduca, porque metidos en la pared lo que ven ante sí es un enorme cuadro. No necesitan de la visión de un artista para ir encontrando en ella manchas de color de distintas dimensiones y grados así como formas y texturas diversas. Es cuestión de volver a mirar con otros ojos no sólo las manchas sino las grietas, los grafitos y las desconchaduras. Como el material que forma la pared permanece durante un buen rato a la vista, siempre puede uno entretenerse en las irregularidades, en aquellos detalles que se salen de la norma, cosa que en una obra humana está asegurado. Si la tapia es de ladrillo, raro será que todos sean exactamente iguales y que estén perfectamente dispuestos. Y lo que vale para los ladrillos, vale también para los sillares, para las mamposterías o para los empedrados. Además hay otros motivos de examen. Cuanto mayor es el tamaño de los bloques de la pared, menos preocupan las excepciones coloristas y más intriga la solidez de la estructura. Un ladrillo requemado en una pared rojiza parecerá quizá una chocante novedad, pero un sillar fuera de sitio es un signo de inestabilidad. En este sentido, es bastante común que el curioso quede inicialmente atraído por la estética y acabe preocupado por la arquitectura.

Cuando todos esos fallos de estructura están encubiertos bajo una o varias capas de revoco, la intriga no desaparece del todo. En esos casos suele ser el lento trabajo del tiempo el que más luce en la pared. Con él entramos en el apasionante mundo de las desconchaduras, donde el lienzo queda rasgado y abierto al material de fondo, que se muestra sin pudor a los intrusos. Frente a una pared durante largo tiempo abandonada, hablar de deterioro creciente es casi como presumir de obra plástica. A poca gente le interesa el lienzo en blanco impoluto. Ese es el terreno del muralista, un interventor al fin y al cabo, y, a falta de él, el espectáculo en blanco duro es del todo abrasivo. Queda la esperanza, incluso en este caso extremo, de que las grietas hayan abierto sus caminos o hayan desplegado algún abanico de finas dendritas lo bastante interesante como para no echar en falta ni colores ni materiales. Si ni siquiera hay esos claroscuros, sólo cabe esperar que aún mantenga la pared pegados trozos y jirones de los muchos carteles que la han ido cubriendo en continuas transiciones a capricho. Con todo ese empapelado el enfrentamiento es distinto. Ante sí tiene uno el reto de imaginar cuál pudo ser aquel concierto, dónde fue esa otra película o qué producto se anunciaba con ese logotipo. Y tras ese primer estrato de papel, el viento va haciendo aparecer otros nuevos que aún aguantan pegados. Metidos en esas profundidades, las conjeturas anteriores se quedan cortas y empiezan a competir con sorprendentes y extrañas componendas, en las que nos llegan reclamos y visiones fragmentarias de otras épocas.

De toda esa locura, que es sobre todo un premio, algunos hacen castigo y tuercen la cara hacia la pared enfurruñados como niños. Cuando consiguen contemplarse enfrente, se ven como en presidio, con la única misión, si la suerte quiere acompañarles, de dar sombra al muro y a partir de ella proponerse en perfiles insólitos como su fantasma favorito. Este juego de luces y sombras les distrae algo, pero no impide que les invada la sensación de vivir condenados al ostracismo. Quizá por eso, estos espíritus, si llegan a la contemplación, son los que acaban casi absortos en el platonismo. Nunca olvidan lo que dejaron atrás. Escuchan todas las voces, distinguen personajes y desentrañan todos y cada uno de los ruidos. Cuidadosamente los comparan con las escasas sombras que llegan a su pared y con todo ello siguen en su empeño de reconstruir su viejo mundo. La pared acaba por ser para ellos una íntima pantalla frente a la que se interrogan a sí mismos. Aquí cada matiz, cada rugosidad, cada gris, puede dar pie a un descubrimiento, a una faceta incomprendida del mundo que los rodea. A fuerza de perseguir esos detalles, tienden a olvidar que la única clave de interpretación del mundo que dejaron, nunca podrá ser esa pared mutante, sino lo que les anima a ellos mismos.


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