martes, 19 de febrero de 2013

Esperaba otra respuesta


Metido en las profundidades de la Patagonia andina, Bruce Chatwin pasa por Trevelin. Tras ser acogido en el Instituto Bahaí, nombre con el que los novicios persas que lo habitan se refieren a su apostólica misión en aquellos parajes, su guía espiritual, algo intrigado por el extraño rumbo del recién llegado, decide poner precio a su hospitalidad con una inquisitoria.
«—¿Qué religión profesa usted?—preguntó Alí—.¿Es cristiano?
—Esta mañana no profeso ninguna religión específica. Mi dios es el dios de los caminantes. Si caminas mucho, es probable que no necesites ningún otro dios.»
Aunque la respuesta de Chatwin dice mucho sobre su modo de entender el mundo y su vida, su interlocutor la entiende como una sospechosa evasiva, o mejor sería decir que ni la entiende ni la acepta. Así que continúa con un amago de ordalía, a base de machete y revólver, con la que intenta calibrar la animosidad y la peligrosidad del viajero. Finalmente, vista su insolvencia física y sus dudosas creencias, sin más se le abandona.

La anécdota ilustra recelos y actitudes bastante extendidas. En algún otro momento del viaje la pregunta se repite, pero aquí el criterio que impera es dar asilo sólo a los fieles creyentes. Como caminar sin rumbo fijo suele ser visto como un esfuerzo inútil, apenas se concede crédito al de religión errabunda. Y aunque se le deje explicarse, la lógica del clérigo pronto lo condenará. Si no es un hombre de fe, no es peregrino; si no es un peregrino, no está libre de sospecha; si su credo es sospechoso, mejor fuera del templo, a la intemperie.


lunes, 18 de febrero de 2013

Que yo me entere


Lo llaman momentos sartoriales pero sólo es una colección de disfraces.
Lo llaman magia crepuscular pero está a punto de caerse de viejo.
Lo llaman ministerio petrino pero es simplemente el oficio del Papa.

Lo llaman ceguera vocacional pero querría cobrar el sueldo pactado.
Lo llaman declaración de intenciones pero nunca se reseñan todas.
Lo llaman vínculos prioritarios pero hablamos de pernadas y abusos.

Lo llaman opinión asistida pero más parece reanimación boca a boca.
Lo llaman herramienta conversacional pero nadie sabe en qué hablan.
Lo llaman lavado onírico pero esa es la fase crítica en el presupuesto.

Lo llaman servidor plúrimo pero sólo es un amante programable.
Lo llaman espíritu cerval pero es lo que flota tras lo cornamental.
Lo llaman corazón mío pero él declara que nunca lo será.

domingo, 17 de febrero de 2013

Escena y cuadro


E. Degas, Répétition d'un ballet sur le scène (1874)
Musée d'Orsay, Paris
Una escena bien puede ser vista como una acumulación de sucesivos cuadros —no hay más que pensar en el cine— y será la intensidad creciente de algunos de sus matices, encarnados o no en personajes y diálogos, la que acabe dando forma y proponiéndose como argumento, aunque el argumento central sea siempre el mismo, el tiempo. Las dificultades para invertir este proceso, es decir para llevar un cuadro a escena, confirman la raíz temporal en que se sustenta esta última. La escena reinventa los elementos conjugados en el cuadro desde el momento en que los interpreta. No es fácil decir si el diálogo con que se trata de animar el cuadro responde a esa conjugación, si realmente muestra la clave de ese efecto suspendido. El equilibrio de factores gracias al cual se mantiene nuestra atención, y a veces nuestra devoción, por el cuadro suele ser demasiado frágil e inestable como para colarle una declaración, meterlo en un cruce de palabras o, peor aún, adornarlo con una broma. Tampoco un cuadro refleja exactamente un instante o un estado de cosas que pueda ser prolongado forzando su continuidad a través del pasado o del futuro. Las escenas gravitan sobre el lenguaje oral, mientras que un cuadro supone y entiende el lenguaje de cada uno de los objetos que incluye. El cuadro nunca puede ser concluyente, es un fenómeno proyectivo y como tal carece de final. El cuadro puede ser en todo caso convergente, pues en él concurren como en un cruce fortuito, y atraídos por la dúctil mano del artista, imágenes y figuras dueñas de lenguajes dispares, procedentes de mundos disjuntos.


viernes, 15 de febrero de 2013

Los recuerdos abusivos


Con el pánico siempre pasa lo mismo: parece arrastrarte hasta las puertas del más allá para luego abandonarte frente a las puertas de ti mismo. El abuso mental es más que evidente, porque el pánico no se limita a insinuar la muerte, sino que entierra su recuerdo en tu cuerpo. Es arduo revivir después, cuando ves que pese a intentar olvidar sólo te desvives.

jueves, 14 de febrero de 2013

Ida y vuelta



Como quien se apunta a un pasatiempo, he intentado hoy regresar al pasado y he viajado a aquella ciudad que durante algún tiempo me acogió y de la que puedo afirmar sin reservas que me hizo despertar del narcótico efecto del incienso, reconocer el mundo abierto hasta darle razonable medida y, si eso es posible de algún modo, me animó a vivir mi vida. Regresando a través del tiempo, estos viajes se convierten inevitablemente en fantasías, en visiones retóricas del pasado, en intentos de acomodar tu mirada actual al abrupto terreno de tu juventud. En el recuerdo todo aquello se contempla con condescendencia, desde los momentos difíciles, asumidos ahora como anécdotas divertidas, hasta los severos aprendizajes, que tan marcadas huellas dejaron y que hoy bendecimos como el camino correcto; la realidad a la que accedemos es, sin embargo, mucho menos amable. Ha pasado la friolera de cuarenta años. Era de suponer que un experimento como éste tan gratuito e ingenuo estaba condenado al fracaso de antemano y que no volvería de él con el regusto de lo revivido sino con un poso frustrante.

Lo que la memoria recogía hasta ayer como un escenario fascinante, donde mis aventuras consiguieron librarme en un período mágico de mis anteriores desventuras, ha pasado a ser un medio extraño, que sin llegar a hostil, apenas resulta reconocible. No es que haya encontrado la ciudad totalmente desfigurada, la trama urbana es más o menos la de entonces. Las calles que he recorrido, las del centro, no han cambiado demasiado, siguen siendo las mismas. Sus nombres familiares siguen acogiendo a los indolentes paseantes de siempre, pero los apresurados transeúntes, esos que cruzan las calles con un objetivo fijo, parecen haber aumentado. El trajín del tráfico confirma esa urgente actividad que absorbe buena parte de las energías urbanas. Desde las orillas del asfalto, que ya hace años sustituyó al viejo adoquín, echando la mirada hacia arriba se levantan los viejos edificios. En esa zona céntrica la mayoría se conserva, sin que eso sirva de aprecio a su calidad estética, que ayer como hoy es mediocre y en ciertos casos infame. Algunos de ellos, no los peores, han caído bajo la piqueta para verse sustituidos por soluciones novedosas, pero de difícil encaje con su entorno. En esto esta ciudad, ávida de armonías imposibles, siempre fue audaz hasta el ridículo. Al resto de las edificaciones tampoco el tiempo les ha favorecido. Poca pátina ha venido cuatro décadas después a darles lustre.

A medida que te distancias del centro, no tardas en encontrar un ambiente más sosegado, de rutinas cotidianas, tirando a triste. Te sorprende encontrarlo en lo que fueron espacios bulliciosos y caldeados, frecuentes cauces para la animación, abiertos a encuentros multitudinarios y a fogosas declaraciones públicas. Las imágenes de los hechos que entonces te marcaron te acuden hoy nítidas a la cabeza, prácticamente te asaltan, mientras contemplas una alameda mustia y anodina, donde los viandantes parecen haberse despistado del curso de una historia que por un momento fue trepidante y que sigue siendo suya. Probablemente ninguno de los que pasan podría responder de lo que pasó en esas calles. Un velo se ha ido poco a poco tejiendo en torno a los lugares donde quedaron enganchados los recuerdos. Por mucho que miras no consigues encontrar aquel diminuto bar, aquellas escaleras del cine, aquella fuente en la plaza, aquella parada de autobús, aquella tranquila terraza, aquel rincón bajo los árboles que te servían de punto de cita. Algunos han quedado ocultos tras bingos y hamburgueserías, otros simplemente han desaparecido. Por un instante he tenido la impresión de contemplar un engrasado mecanismo y así, ante los fatigados edificios, veía a los coches circular impertérritos, a los tranvías silenciosos y a los ciudadanos amnésicos. Evidentemente la visión que cada uno consigue de lo que tiene ante sí la alimentan sus sentidos, pero esos juicios sobre vitalidades, climas y ambientes son deudores de su memoria. Mi memoria, alejada hace años de esa realidad urbana, pecó de juvenil entusiasmo y mantuvo a la ciudad casi intacta en un tiempo que ahora se antoja fugitivo. Una vez de vuelta a casa, no te afliges tanto por ese engaño en el que alegremente te recreabas como por haber arrastrado hasta tu gris refugio, y seguramente sacrificado a perpetuidad, el vivo colorido de aquellos días.


martes, 12 de febrero de 2013

Acabar en muñeco



En bandadas levantiscas se subleva impetuosa y exquisita, y te tiende luego su fina alfombra. Necesitas copos, muchos copos y repetidos, copiosos copos mejor que granizo, y de fondo una cortina tupida, sacudida a golpes por la ventisca. Y necesitas pasos, claro, donde definir lo tuyo a tenor de tus circunstancias, volátiles se supone. De huella fácil, te has dado el peor escenario para la fuga. ¿Detenerse entonces?, no cabe, ¿erigirse impasible en columna?, no necesitan de estilitas. Si has de labrar esa monótona crudeza, casi mejor que arrecie, que se cubra todo de nuevo, que la tierra desaparezca. Sodoma asomará esta vez heroica, frente a la glacial Gomorra, y en esta tormenta por esforzado y justo varón sus caminos se te entregarán. No, definitivamente no harás la estatua. Necesitas discernir los olvidados caminos que fueron del fuego, perseguirlos en ese terrible blanco cegador, necesitas verlo ceder al terco peso de la luz. ¿Dónde encontrarás tus pasos?, depende de dónde llegues, en esa medida siempre hay voluntad y empeño y más aún locura. Porque puedes hundirte, a ver si no, y sumirte en un agujero, como quien señala al vacío. Allí mismo te arrojarán medallas de mérito, marcándote como la sublime incógnita de esa arrugada página, tan maravillosa de ver, desde arriba, con sus tortuosas y cristalinas geografías. Les pasó a otros, vimos a Scott con su expedición entera y al taciturno Nube Blanca cuando enfermo se retiró definitivamente a las colinas. Demasiada obsesión la de querer abrirse hueco en el paisaje, demasiada osadía la de tomar por cándidos volúmenes los agrestes cerros y llanuras. Aún queda sitio para tu fuga, luminosa aquí como pocas, aunque en ese pálido escenario debas cargar tintas: «desapareció buscando su decisiva suerte en el más frío y resplandeciente de los desiertos»; y para rematar, «allá junto a la lúgubre sima de hielo, a modo de encendido homenaje, recordaban los meteoros con un desvaído muñeco lo que ya sólo era su tumba».

El inmutante


Cuando al final estás como al principio, normalmente no te regodeas en tu identidad inmutable, si te queda algo de sensibilidad, lamentas el tiempo perdido.

lunes, 11 de febrero de 2013

Sobre el virus entusiástico


El entusiasmo es un virus escurridizo e inaprensible. Por vía oral el contagio se ha confirmado como posible en atmósferas compartidas; por vía sexual ha encontrado también eficaces transmisores en los buenos humores, semen sobre todo, también lágrimas y saliva; por vía hereditaria, sin embargo, los casos siguen siendo raros. Se ha ensayado el virus como estimulante profiláctico frente a patologías depresivas, pero aún se desconocen todos sus principios activos. Se viene intentando simular sus complejos síntomas con toda clase de polvos, canutos, licores y pastillas y, aunque se disparan ciertos efectos gratificantes, los secundarios a tal punto desmerecen que, si inoculas estos virus sintéticos, no generas propiamente entusiasmo sino ilusiones apagadas por turbias pesadillas.

domingo, 10 de febrero de 2013

Cuando el calor es desgarro


El Anatsui, Old Cloth Series, 1993
No sé si tengo que presentar a El Anatsui o bastará simplemente con dejar que sea su mural el que hable. Sepa, sin embargo, quien lo ve, quien espera entrar en su secreto, que habla aquí en tono menor, porque es una obra que por sus dimensiones requiere espacio libre y obliga a respetar cierta perspectiva. No es que pierda carácter o que su magia se desvirtúe al ser llevada a otros formatos, como el que sirve aquí para su presentación, sino que a través de fotografías o de cualquier otro medio la experiencia varía, y estoy por afirmar que será menos intensa. Aun así me arriesgaré a seguir hablando de lo que veo en las fotos y no de lo que desearía ver al natural, tal y como lo entregó su creador.

Algún dato quizá sea útil, otros son inútiles por evidentes. ¿Hay que decir que el artista es africano? Añadiré algo más, de Ghana. Hijo de un tejedor de kentes tradicionales, eso puede ser más importante, y formado en instituciones artísticas europeas. Hablar del kente como un tapiz quizá no sea muy apropiado, teniendo en cuenta lo que eso trae inmediatamente a la mente del europeo. Las diferencias entre la idea común y la «solución» africana son manifiestas. Una vez colgados, esos tejidos de seda y algodón, vienen a describir también un mundo, pero un mundo sencillo, de dibujos geométricos e intrincados, libre de personajes y figuraciones, donde el juego formal de combinación y reiteración de motivos acaba subyugando con mayor eficacia que cualquier literatura adherida.

Las diversas obras que El Anatsui ha venido presentando con amplio reconocimiento no tienen fácil catalogación. Según los casos, pueden ser descritas como tapices, mosaicos, esculturas, o más simplemente como instalaciones artísticas. En ellas el telar original, el de sus ancestros, ha adquirido otras proporciones y los materiales empleados también se han diversificado. Muchas de las obras incorporan materiales de desecho como chapas, maderas, cerámica y plástico, engarzados en largas hileras, generalmente horizontales, con las que se crea cierta ilusión de continuidad, aunque a simple vista la trama las descubra como nuevas y distintas. La elección de mantener el hilo, pero tejiendo en bruto con materiales bastos, no parece que tenga pretensiones conceptuales. No creo que convengan aquí etiquetas como arte pobre, ecológico o reciclado. El uso del material está más que justificado por sus demostradas posibilidades formales. El resultado es casi siempre sorprendentemente armonioso, si bien alérgico a los cánones europeos con sus matices aterciopelados. Las piezas, los componentes, los átomos, subsisten ahí, son visibles, a veces como lo que fueron, un tapón o una lata, pero formando un conjunto nada ocasional y mostrando a través de sus pliegues y su estudiado encaje un deslumbrante y colorido volumen.

Aquí la creatividad no genera un argumento, una presencia homogénea, más bien parece estar gobernada por un principio reconstructivo. Pongámonos en el hipótesis de que el resultado de la acción creativa adquiere a nuestros ojos la condición de cuerpo artístico. Pues bien, de ser europeo ese cuerpo se presentaría cerrado y construido mediante claves ocultas, abierto a perpetua interpretación. No quiero dar a entender que, en abierta oposición, la obra de El Anatsui carezca de claves interpretativas. Al fin y al cabo estoy intentándolo. Sólo diré que con esa inspiración reconstructiva lo que se crea es un cuerpo de factura abierta. Aquí no caben esas pinceladas que sugieren una determinada intención o esos enfoques que remiten a la literatura o al mito, aquí todo parece más simple, es la ordenación y conjunción de los elementos lo que crea un estado de convicción, un cuerpo formal.

Veamos el caso del mural Old Cloth Series de 1993. El conjunto, verdaderamente fascinante, recuerda vagamente a un mosaico. No obstante, carece de toda obsesión estructural, pero sin que eso signifique desorden. Lo que hay es trama, ese elocuente reflejo del buen sentido que acompaña a la intuición en la artesanía. Vienen luego los materiales, combinados en ese mensaje cálido que se abre repentina y dramáticamente en un profundo desgarro. Las maderas cumplen su función, listadas y entonadas verticalmente, se incorporan en cuadritos desiguales al mosaico, que queda tachonado puntualmente por la irrupción del fondo oscuro. El trabajo sobre ese fondo marca el desarrollo del mural, en el que se desvela como el rastro de una potente llamarada, como una profunda cicatriz. La escorrentía de fuego parece haber devorado la madera y los restos de ese paso atroz penden como una oscura excrecencia. El detalle revela que hay piezas quemadas, que hay trazos grises de fondo, pero revela sobre todo una nueva geografía, magmática, como si el mural hubiera sido recorrido por un tortuoso río de lava. En torno a ese desgarro, en sus orillas, las piezas parecen resurgir, esta vez coloridas y tatuadas con símbolos. Caligrafiado en azules y rojos, todo un enigmático alfabeto renace en medio de ese curso arrasador. La devastación no puede destruirlo todo, quizá desordena nuestro cálido mundo, pero al final siempre cede paso a la palabra.


Detalle del mural anterior

sábado, 9 de febrero de 2013

Dotes de funcionario


Antes dejabas a un funcionario talludo abandonado a su suerte en una biblioteca frente a los estantes de libros y pasado un mes recogías en alguno de sus pupitres un poemario, una novela o un ensayo manuscrito con sus citas. Hoy los funcionarios aún escriben, pero han perdido gusto literario y la afición de entonces; la calidad siempre será discutible, pero ahora se conforman con dejar en la mesa del jefe de sección escuetos informes que ni valen ni pesan más que el huevo de una disciplinada gallina. El gobierno dice que su literatura ha ganado en vitaminas.

Las cuentas del bienaventurado


Seamos justos: Por cada día que uno realmente disfruta, son cuatro o más los que se rellenan de rutina y se ofrecen al mismo precio que el primero. En términos de felicidad estricta lo que ves, a quien ves, será siempre un espejismo y, si te lo llevas por lo que pide, una estafa.

viernes, 8 de febrero de 2013

Motores poéticos


Me encantan esos paseos estáticos, de pasos profundos y emolientes, llenos también de furiosa poesía, en que la hazaña final, la única verdaderamente elástica, es despegar del puñetero barro.

jueves, 7 de febrero de 2013

Atrapados en el pasmo



Por la prensa hemos sabido que ha llegado recientemente a nuestras librerías la inesperada obra Sin embargo no se mueve, de los irrespetables docentes Juan Carlos Gorostizaga y Milenko Bernadic. En ella sus autores tienen a bien, por justicia según entiendo, declararse adictos al geocentrismo, esa «visión cosmológica olvidada y apartada injustamente del saber» que coloca a la Tierra en el «baricentro cósmico». Saber y justicia, profundas palabras, lamentablemente comprometidas, debo deducir, por el cambio copernicano y la terca actitud de Galileo con su eppur si muove (y sin embargo se mueve). Continuando su línea argumental, tendríamos en el sabio toscano al ridículo campeón del heliocentrismo, doctrina que hubiera merecido mejor la suerte inversa, de haber mediado una acción más enérgica y expeditiva por parte de la Inquisición. Sorprendentemente, apenas cerrada la presentación de su alegato, nos llega de inmediato una primera conclusión: Mejor una cercana inquisición que una extraña ciencia, mejor una visión universal que una simple teoría.

No sé si hay que sorprenderse por que exista gente que se planta frente a la Sphaera mundi de Sacrobosco como definitivo logro astronómico. Mientras escribo, me vienen a la memoria los refinados desbarres protagonizados por los miembros de aquella «sinagoga de los iconoclastas», tan acertadamente retratada por J. R. Wilcock en su inolvidable novela homónima. Cojo el libro de la estantería y, repasando apresuradamente, encuentro lo que buscaba: el olvidado caso de Cyrus Teed, cuya cosmogonia geocéntrica, menos conocida ciertamente que la propuesta por nuestra pareja, guarda con ella cierto parangón. A diferencia del clásico geocentrismo extrovertido, al que regresan Gorostizaga y Bernadic, estamos con Teed ante uno rigurosamente introvertido, lo que supone que «la tierra es una esfera vacía, dentro de la cual está contenido el universo». Viviríamos, por tanto, sobre la superficie interna de la esfera con la vista en el infinito, que «no es otra cosa que el invisible centro de la esfera». Dejo al lector los restantes y no menos asombrosos detalles profusamente recogidos por Wilcock. Lo más curioso es que medio siglo después la novela parece seguir viva, un secreto metabolismo le permite vigilar la actualidad de la que extrae invenciones y de ese modo va incorporando los capítulos que aún le faltaban. Desde luego la pareja antes mencionada merecería por derecho propio un generoso capítulo en ella.

En su día, cuando entré de la mano de todos sus desvariados eruditos en aquel estrambótico templo del saber, me hice la misma pregunta que me hago ahora: ¿qué secreto magnetismo nos pone a merced de los iconoclastas? La clave no puede ser otra que el insoslayable atractivo del delirio, con ese punto embriagador que nos catapulta al mundo encantado que siempre creímos merecer. Más allá de su estado delirante, el iconoclasta suele exhibir pocas razones, pero aun así su discurso es fácil de contagiar, porque es presa de un ánimo tan fervoroso y positivo que siempre atrae público. Normalmente la gente va con el iconoclasta cuando sin vergüenza ni tutela blande el hacha a pecho descubierto frente a los intocables iconos. Sólo con ese gesto ya promete pelea y espectáculo, una lid a la vieja usanza, con los paladines arremetiendo contra lo oscuro.

En esas parecen estar nuestros autores, con los pies firmes en la Tierra, decididos a explicar el cosmos, pero convencidos de que no te puedes quedar en las leyes y los teoremas. El manejo algebraico, con su juego de símbolos, es un espectáculo, si acaso, para calígrafos pasmados. Los farragosos argumentos llevados al papel a la luz de las velas sólo pueden satisfacer a la desnortada tribu de los filósofos miopes y cejijuntos, llámense Newton o Bernouilli. De quedarse pasmados, estos iconoclastas prefieren hacerlo sentados en su trono terrenal y frente al solemne giróscopo del firmamento. Que nadie ose arrebatarles, llegada la noche, ese eterno espectáculo del Universo con infinitas estrellas acudiendo a su encuentro como obediente rebaño y saludando respetuosas con sus temblorosas luces. Para ellos si la arrogante ciencia no sabe ver ni explicar el modo en que la naturaleza se rinde al hombre, tampoco será capaz de entender el mundo que ellos contemplan. Arrogancia por arrogancia, su prédica aspira a dirimir esa funesta pugna entre ciencia y hombre, haciendo que sean sencillamente el buen sentido y la evidencia quienes con su fuerza decidan. En la obra editada ellos sólo desean considerarse ministros e intérpretes del esclarecedor poder que tienen los sentidos. Si, muy a su pesar, han tenido que sacar el hacha, ha sido para reconducir a la ambiciosa lógica con sus geometrías al ámbito del buen juicio y para dar justa y clara réplica a una ciencia cada día más hermética y oscura. Así se ven.


martes, 5 de febrero de 2013

Pruebas miópicas


Sobresalen no pocos miopes por su candor, por la desmedida fe con que apelan a su perspicacia y por la infantil insistencia en su profunda visión de las cosas. Viéndolo desde su punto de vista, de nada valen ante sus ojos los anteojos cuando disfrutan de sus brumosas imágenes con tan obcecada ilusión.

lunes, 4 de febrero de 2013

Por dejarlo escrito


Leen tu testimonio como si en él hicieras promesa de algún día conocerlos, mientras tanto te figuran en sus fantasías como un personaje propio y por eso te reclaman como compañero de viaje, y por eso te aborrecen cuando comprueban que hace mucho tiempo que partiste y que ya no estás ahí.

Este tiempo tan masturbado


En ocasiones ciertas ideas te llegan de manera lateral y fortuita, mientras miras distraídamente lo que va sucediendo. En esos casos ves de repente claramente, sin mediar ninguna señal ni apunte, lo que hasta entonces no habías visto. Leo de refilón el título de un artículo: «Pop culture's past is growing faster than its present» (S. Lee, The Guardian, 3/2/2013). Dejo a un lado la cultura pop, cuya suerte continuará sujeta a toda clase de conjeturas, y me quedo con el resto: «su pasado crece más rápido que su presente». Un chispazo lo desvela más sentenciero y en todo su valor. Temo que tomados en conjunto seamos hoy todos nosotros un sujeto más atinado que esa cultura pop, que ahí se habla de nuestro reciente pasado y que hay motivos para generalizar la primera constatación.

En su brevedad la sentencia refleja la actualidad probablemente mejor que la mayoría de los sesudos análisis incluidos en las páginas de la prensa. A diferencia de esos análisis, en los que se examina y se calibra la realidad con un número agotador de parámetros, la sentencia muestra directamente las ruinosas consecuencias de un pasado crecido y controlador. Sus palabras nos acusan de inmovilidad, pero dejan también patente el carácter depredador que tendrá cualquier pasado si no es dimensionado y asumido a tiempo. Ese tiempo sobredimensionado que gravita sobre la actualidad hasta detenerla como una foto fija del progreso está teniendo fatales consecuencias en los actores del presente. Los héroes del tiempo, los que crean futuro, languidecen en un tiempo mortecino, aprisionados por los plazos y las deudas del pasado. Convendría hacerles saber que ni son hijos de las deudas ni deben vivir a plazos.


domingo, 3 de febrero de 2013

Lo que sobrevuela



Hablando de la muerte y de sus augures se pregunta Séneca el rétor, el padre de Lucio Anneo, en una de sus suasorias «Cuántos dioses se agitan en torno a un solo hombre». La cita tiene su historia: proviene probablemente de una declamación de otro rétor, Arelio Fusco, preceptor de Ovidio. Pasados los siglos es llevada por Montaigne a su ensayo «De juzgar de la muerte del prójimo», de donde pasa a Pascal que la cita en uno de sus pensées, en el cual se limita a retomar una serie de sentencias clásicas utilizadas en sus ensayos por Montaigne. Esto por lo que hace a los orígenes de la cita. Mejor que vayamos al grano.

La versión latina ofrece esa concisión característica que tanta potencia y propiedad dan a dicha lengua. La sentencia anterior dice originalmente «Tot circa unum caput tumultuantes deos». En ella el sentido exacto de cada una de las palabras —el que tenía en tiempos de Séneca, quiero decir— forzosamente se me escapa. Aún así, leer «unum caput» nos hace imaginar, a partir del contexto, una cabeza más solitaria que única, una cabeza pensante, asediada y atormentada. Y lo que viene a continuación no sólo lo confirma sino que crea una imagen más inquietante, porque son tumultuantes deos quienes en torno a ella, seguramente de continuo, merodean. Cabe la posibilidad de que el «tumultuantes» latino no encaje exactamente con el actual «tumultuosos», que es la palabra que yo me imagino, pero puede también que su autor fuera más lejos y quisiera ensanchar su sentido, mirando hacia el futuro, justo donde hoy nos encontramos.

Para tratarse en ella de la muerte no es un interrogante precisamente reconfortante. Más bien hay algo en sus palabras que intimida: los opuestos, hombres y dioses, muestran aquí una cruda asimetría. Un solo dios ya reflejaría su poder frente al mortal en su capacidad de anularlo. Cuando la proporción se multiplica frente al uno, cuando esa pluralidad divina acosa además a ese uno solitario en su mismo núcleo, no estamos ante espíritus protectores sino ante acosadores. El asedio al que nos someten nuestros propios miedos sería su versión más reciente, la que rige desde que hemos aprendido sobre nuestro alter ego, desde que hemos aceptado el oscuro envés que dobla nuestra naturaleza. Antes habían sido simplemente las sombras, esas sombras que sembraban los sueños de amenazas, disfrazadas siempre como el otro, el que se avecina, el que amaga con crueles daños. Es verdad que estas eran silenciosas y que sólo llegaban a ser tumultuosas en medio de pesadillas. Tumultuosa compañía para nuestra desamparada cabeza fueron también durante algún tiempo las musas, unas más fieles que otras, pero no llegaban a acosarnos, casi siempre fueron generosas y generalmente animosas. No, no pueden ser musas cuando lo que nos rodea en pleno silencio es miedo y desamparo. Cuando eso sucede cobran sentido, y bien preciso, esos viejos y tumultuosos dioses de Séneca. Figuras despiadadas, nada misericordiosas, que sobrevuelan en espera de nuestro final como si libráramos con nuestro último suspiro alguna clave de la que ellas carecen, como si nos reclamaran esa libertad, ese minúsculo poder de de rechazarlas.




sábado, 2 de febrero de 2013

El besalomos


—Tenéis que acostumbraros a la mierda. Y a sacarle sabores, que se puede. Dentro de poco no habrá mucho más— dijo Mariano en su comparecencia pública mientras daba cumplida cuenta de un generoso bocadillo de lomo, ibérico faltaría más.

Al levantarse poco después uno de los presentes y señalar con el dedo, sin más pretensión que informarse de dónde había sacado la chacina, hubo en la sala rápidos movimientos del personal de salvaguarda. El resto del público, al eludirse toda respuesta sobre el origen del suculento bocado, se puso algo nervioso. Por prudencia elemental, se dijo, se cerraron entonces los accesos y el propio comensal fue rescatado y evacuado. Ya se iba en volandas, abrazando como una sagrada momia su companaje, cuando se volvió a ellos con gesto iluminado. A pesar de farfullar como era su costumbre, pero escupiendo a diestro y siniestro esta vez las miguitas, todos le pudimos entender:

—La información sobre mi escueta despensa la haré pública un día de estos, pero este bendito lomo no lo pienso compartir—. Y arrimando el morro al embutido lo besó con tierna unción.


viernes, 1 de febrero de 2013

Andante


Continuar al ritmo que nos permite nuestro aliento es el recurso más simple para vivir, y para sobrevivir. A veces no hay otra solución que mantenerse constante en ese ritmo e ir retomando paso a paso el camino que nos trae. Quien acepte esto no debería preguntarse qué clase de emoción puede despertar un tempo musical como el andante de las partituras, qué virtud hay en ese ritmo de sosegada andanza, de tránsito ligero, de animoso alivio. Sé que son muchos y variados los andantes, que podría ilustrar ese término con un sinfín de obras y que de optar por una, como la sonata a duo de Barrière, poniéndola como ejemplo, se me ocurrirán de inmediato contraejemplos de estilo bien dispar. Pero en esto, como en casi todo lo que escribo, será difícil que me aparte de lo que sólo es una opinión particular, la mía. Así que no pretendo generalizar si hablo de mis sensaciones, más en concreto de lo que el andante de Barrière me hace sentir. Lo escucho y es como si hubiera sido invitado a un incipiente paseo, caminando por una galería porticada donde se fueran alternando los sonidos con sus ecos. A medida que sigo paseando y ganando ritmo, la sonata se entretiene en un devaneo, como si se tratara de un juego, de una porfía entre dos. Si se atiende al diálogo de los violoncellos, con esos pasos levemente marcados por el arco, pronto se siente inmerso en una atmósfera de cómplice y sostenida continuidad. Al rato, cuando el equilibrio es patente y cierta serenidad se ha logrado, la inercia musical adquirida da paso a un modo propio de hacer camino real. Es un modo bien simple que consiste ante todo en seguir andando, en el que tan importante como darse respiro es encontrar momento para el suspiro. Si disfrutamos además de oído fino, desde la memoria el andante nos ayudará a sintonizar esas hondas vibraciones y a procurarnos con ellas aliento renovado.


Andante, Sonata nº 4 en Sol mayor,
del Livre IV de sonates pour violoncelle et la basse continue, Jean Barrière
Bruno Cocset et les Basses réunies