viernes, 16 de diciembre de 2011

La falacia del círculo activo


Algunos consideran que dando significado al vacío dentro de una corriente artística se completa un ciclo y se sella la influyente puerta que lleva a su pasado. Además a partir de ese cero se vuelve a un nuevo ciclo menos canónico y consecuentemente más libre e interpretativo. Indudablemente el vacío es muy sugerente y está preñado de significados. Tanto que es difícil interpretarlo restringiéndose al marco de una disciplina. Creo que todo esto conviene al caso, o al desafío, planteado por John Cage con su 4'33'' y su invitación a la escucha del silencio. Evidentemente el autor se vale de la historia, en este caso musical, y diseña con impecable rigor, pero sin demasiado riesgo intelectual, un experimento de trascendencia musical. Un experimento que al trascender las pautas musicales apenas responde a ellas, entrando con mayor propiedad en el terreno de lo sociológico. Sus oyentes —permítaseme la denominación— somos muy libres de incorporarlo a la historia de nuestra relación con la música y quizá hasta de mostrarlo a los demás como si de una amplia ventana se tratara, desde la que conseguimos ver el fluir de la calle sin necesidad de arriesgarnos en ella, o como la vía idónea para alcanzar algún estado de anonadamiento más o menos letárgico. Al fin y al cabo, alcanzar estados y sensaciones alejados de la norma, más o menos anormales pues, parece ser el resultado más inmediato y convencional en las manifestaciones artísticas. Pero no sólo en ellas, porque hay otras actividades y espectáculos que animan ese mismo fin. Fuera de un contexto musical, y si se me apura de la ciencia física, el silencio absoluto difícilmente existe. Remitiéndonos a ese contexto, y sin que medie otra manifestación que lo acompañe, el silencio viene a ser una propuesta ante todo conceptual, en la que se adivina más intención litúrgica que verdaderamente musical. Hay en él mucho más de gesto que de diseño. En realidad, sólo puede ser interpretado en este último sentido mediante una maniobra con salida a un cuadro más amplio, quizá filosófico, religioso o simplemente sociológico. Con el uso de este tipo de recursos fuguistas, destinados a elevar el alza o el punto de mira, creen algunos que verán más lejos, que hilarán más fino o que sentirán algo nuevo. Su situación, sin embargo, se parece más a la de quien se ha pasado de rosca: cree firmemente haber llegado a algún más allá, cuando metido en ese círculo simplemente ha dejado de ser penetrante. Para el crítico despiadado el autor es un inocente satélite que ha decidido posar girando en una órbita fija y ensimismada. Es posible, incluso, que algunos oyentes le sigan arrastrados como catecúmenos a una nueva fe. Pero la realidad es otra, la realidad es que se ha hecho tan frecuente ese género de alardes en el arte actual, que apenas concita devoción. No por eso dejan de tener este tipo de obras impacto, si bien generalmente distinto del que buscan. Parece como si con ellas se intentara crear, formar y educar reacciones de estupor. Si esto es así, aterra seguir pensando y concluyendo que en el mundo actual ya sólo van quedando el estupor y el terror como focos sensibles, como auténticos generadores de emociones. De ser así, probablemente hayamos encontrado la función de estos vacíos insensibles en las corrientes históricas. Pero quien, animado por el hallazgo, intente llevar su proyecto artístico a esos círculos, pronto advertirá que, de no explotar el terror o el estupor, allí el invento no da más de sí.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Adverbiaturas sesgadas


1. Todos somos relativamente normales, porque todo viene a ser normalmente relativo.

2. Quien se hace tontamente visible sin ser visiblemente tonto es más fácil de ver que de entender.

3. Cree el crédulo que la autoridad si inteligente ha de ser también forzosamente tolerable.

4. Tu pasado, resumido en prometedoras apuestas de futuro, es ahora perdidamente tuyo.

5. Deja que tu fiereza se abra paso suavemente, hasta que la confianza haga cuerpo en ti.

6. El que aprende a superar airosamente su vergüenza sabrá hacerse oficio sin ella.

7. Si no logra lo aberrante confundir la sana razón, al menos la torturará sabiamente.

8. Devorado a fuego lento por el deseo, despierta amorosamente al genio en su volcán.

9. Para cosechar virtudes, sigue a los santos que son franca, tremenda y despiadadamente eficaces.

10. Felizmente las luces del sol, del espíritu y de la razón nunca despuntan simultáneamente.


jueves, 8 de diciembre de 2011

Entre lo icónico y lo irónico


Siguiendo una regla que empieza a ser común, cuando algo se alza enorme y sobrecogedor frente a nosotros, siempre aparece por detrás un experto dicharachero que agrava nuestra insignificancia haciéndonos ver al monstruo como un hijo natural de nuestro tiempo, como su consecuencia necesaria. Me pasa cuando levanto la vista frente a un rascacielos, por ejemplo, y abrumado por su altura me rindo y aparto mi mirada hacia un lado. Justo entonces es cuando aparece, como si quisiera tranquilizarme, el dichoso intérprete de mis temores para decirme que no me sienta ridículo ante esa mole, que sólo nosotros podemos entender y apreciar los rascacielos como una solución de compromiso estético, seguramente la única posible, dice, entre lo funcional y lo monumental. Sigue extendiéndose sobre la estética de estas soluciones, aconsejándome no desdeñarla sino más bien recrearme con ella, y para apaciguar mi inquietud insiste concluyente en que hay que aceptar su apabullante tamaño si se quiere salvar su funcionalidad.

De modo que empieza a verse un orden explícito en todo este arreglo, a qué negarlo. Primero, van madurando en el espacio urbano unas condiciones cada vez más críticas, pongamos la escasez de suelo edificable junto al alza de su precio; segundo, aparecen soluciones tecnológicas como los ascensores y las estructuras de acero que permiten resolver la situación con un despegue en vertical de la edificación y una multiplicación de los rendimientos; finalmente, se intenta reconciliar esas moles ciclópeas con la estética, o si se prefiere pasan a engrosar la historia de la arquitectura. En consecuencia, y por mucha fe que tengamos en la trascendencia e intemporalidad de las formas, en este asunto de los rascacielos el alcance de las teorías estéticas es necesariamente limitado, además de subordinado.

Lo más parecido a una incipiente teoría estética sobre los rascacielos aparece en 1896 en un artículo del arquitecto estadounidense Louis Sullivan. Su participación en el nuevo trazado de Chicago y en su rápido crecimiento en vertical, tras el arrasador incendio que asoló la ciudad en 1871, fue de hecho anterior a esta interesante, y para entonces también interesada, reflexión. «The Tall Office Building Artistically Considered» examina las características de este tipo de edificios y las proyecta en una figura estéticamente inequívoca, la columna. Es curioso, pero en su artículo apenas concede importancia a sus connotaciones funcionales. Quizá las evitó para remarcar en el rascacielos otras significaciones más simbólicas, quién sabe, algo así como el mágico sostenimiento del firmamento, y con él el de todas nuestras ilusiones terrenas, pero tampoco parecer ser ese el caso.

En su planteamiento, bastante más llano y apegado al terreno, Sullivan se limita a confirmar la vigencia de la columna como forma arquitectónica y repasa sus tres componentes, la basa, el fuste y el capitel, atribuyéndoles a cada uno un sentido estético diferenciado y realzando de este modo la naturaleza icónica del conjunto. Es así como adjudica a la base del rascacielos, con sus primeras plantas, las funciones que sirven de soporte al conjunto, mientras que la fusta, lisa o estriada, «sugiere una serie monótona e ininterrumpida de pisos de oficinas», dejando para el final, a modo de capitel, los elementos formales o figuraciones que dotarán de fuerza emblemática al conjunto. Ante esa concepción del rascacielos es natural preguntarse a qué pretende oponerse esa fuerza columnar de dimensión tan descomunal. Levantada en solitario hacia el vacío y en las proporciones propuestas por Sullivan, la columna pasa de ser un soporte monumental a convertirse en un monumento funcional, lo que no deja de tener su lado irónico.

Con todos estos precedentes, cabe preguntarse qué habría sucedido si alguien hubiera partido de ese carácter entre icónico e irónico del rascacielos para crear un edificio de oficinas de diseño rigurosamente columnar. Pues bien, tenemos respuesta a esta pregunta, porque realmente sucedió, porque existió un diseñador que entró en ese juego y le dio cumplida respuesta. Es verdad que, en principio, cualquier rascacielos debería ser considerado una respuesta al reto columnar, pero no todos juegan a fondo ese juego icónico-irónico. En la mayoría prevalece el carácter icónico del edificio sobre cualquier otro signo irónico de distanciación respecto del discurso arquitectónico. No es tan extraño que la chispa irónica surgiera en uno de los concursos para rascacielos más recordados de la historia. Al concurso de ideas para la construcción de una torre para las nuevas oficinas del Chicago Tribune acudieron 256 arquitectos de todo el mundo. Estamos en 1922, momento crítico en que empiezan a definirse nuevas corrientes en la arquitectura moderna. El resultado final es decepcionante, se premia un proyecto de corte neogótico de Howells y Hood, que parece afianzar una línea de diseño claramente conservadora.

Entre los disidentes de esa línea estaban algunos de los participantes europeos, arquitectos ya entonces muy renombrados y que posteriormente han hecho historia en su disciplina. De entre todas esas propuestas nos quedaremos con la de Adolf Loos, que se instala como ninguna en ese juego ambiguo entre lo icónico y lo irónico. Tan sutil resulta su juego que ha dividido a los críticos, que a estas alturas son todos los arquitectos en ejercicio.

Propuesta de Adolf Loos para
la sede del Chicago Tribune en 1922
A un lado se han situado los escépticos, que han deplorado con aire resabiado ese intento irónico de entronizar la columna jugando con su doble sentido, arquitectónico y periodístico. Nadie duda de que eso la convierte en un monumento burlesco, en una broma monumental. Si con ella se hace o no exaltación de la libertad de expresión, como añaden los más avisados, que ven una feroz crítica a la orientación derechista del periódico y a su propietario el coronel Robert McCormick, es algo que entra dentro de los juicios de intención, de la pura especulación. Lo único que puede afirmarse es que Loos era en aquella época un hombre próximo al dadaísmo parisino, por lo que el edificio no pasa para el escéptico de ser una mera provocación, un motivo fuera de lugar y ajeno a cualquier función distinta de su propia representación.

Frente a los escépticos estarían los devotos de Loos. Para muchos de ellos, a pesar de su devoción y aun aceptando la monumental ironía, resulta difícil explicar ese gesto grandilocuente y reverencial para con el clasicismo, representado en esa gigantesca columna dórica. Creen que su programa modernista y su tajante ruptura con la cultura kitsch vienesa se explicarían mal con ese homenaje. Y sin embargo, puede que más allá del carácter icónico que se la ha otorgado como enseña de la nueva arquitectura del siglo XX, contenga su rascacielos un significado más profundo y emblemático. Hay detalles materiales, además de sus propios escritos, que confirman el interés de Loos por la estilización monumental que se había venido cultivando en la construcción de mausoleos a lo largo de la historia.

Al margen de estas discrepancias, si partimos del icono arquitectónico que el proyecto propone, sólo una interpretación adecuada puede imprimirle carácter emblemático y ayudarnos a adivinar el sentido con el que lo creó su autor. Una primera interpretación, que sintonizaría con otras obras de su tiempo, es convertir ese icono en una alegoría conceptual del trabajo. El sólido pedestal, que se asocia a la función orgánica de sostén y administración, serviría de fundamento para que pueda el espíritu elevarse a través del continuado esfuerzo laboral hasta las más altas cotas, hasta un paraíso tan sólido como los cimientos. Pero, leyendo sus prescripciones y la pequeña memoria que redactó posteriormente, se concluye que nada de eso encaja, y que de seguir en esa línea el conjunto diseñado adquiriría un tono de parodia y completaría un inesperado giro de lo icónico a lo ironía bufa.

Es significativo, en concreto, que el material escogido para la torre fuera granito negro pulimentado. Seguramente Loos quería rodear la fábrica con esa atmósfera de brillante oscuridad y con esos reflejos sombríos tan solicitados por la arquitectura funeraria. El detalle sirve de apoyo a una interpretación del icono más acorde con el espíritu clásico y más próxima a lo expresado por Loos en su memoria. De acuerdo con ella, la columna está colocada sobre una tumba, no es otra cosa el altar cúbico que le sirve de base, y actuaría como un canal mediador entre cielo y tierra, entre la vida y la muerte. El diseño se habría inspirado directamente en la funeraria clásica y transmite al icono toda su fuerza emblemática. El propio clasicismo parece ser reinterpretado a través del edificio en un mundo que parece gobernado por otros principios. En este sentido, junto a la intención casi programática de mostrar cómo la forma aflora naturalmente desde la propia materia, queda también claro que eso impone, tratándose de un rascacielos, un exigente análisis de las estructuras que deben mantenerlo firme y facilitar su función.

Nos han hecho a ver en los rascacielos signos de progreso y modernidad, nos han acostumbrado a medir la modernidad en sus progresivas y disparadas alturas. Puede que eso baste para exhibirlos en catálogo como iconos de los sucesivos siglos, como emblemas de la pujanza y el poderío económico e industrial, pero no los convierte en signos inequívocos. Ninguna manifestación artística está a salvo del corrosivo efecto de la ironía, como tampoco de la derrota o el extravío de su discurso. Y lo que vale para la literatura vale también para la arquitectura. Quien pone en circulación diseños que explotan el equívoco, compromete el sentido del discurso vigente pero posibilita la ilusión de una nueva continuidad. Otros, por contra, parecen empeñados en la reproducción del rascacielos como el más prestigioso icono de su mundo. Nadie podría decir por cuánto tiempo seguirán en ello. Lo que se puede apreciar, sin embargo, son claros signos de agotamiento, los mismos que surgen en cualquier arte cuando se tiende a confundir la versatilidad del diseño con la expresividad del modelo. No está de más señalarlo, porque esa distinción es la que vino a defender en arquitectura Adolf Loos.


viernes, 2 de diciembre de 2011

El programa de Twain


Mark Twain en una ilustración
de Life Magazine, agosto 1883
Un escritor se puede dar por consagrado cuando las citas extraídas de sus obras pasan a competir con las que se le atribuyen como próximas a su espíritu literario. La cosecha de estas últimas suele renovarse con motivo de algún aniversario, cuando la avidez de novedades empuja al plumilla de turno a honrar su memoria con palabras que el escritor nunca dijo, pero de las que alega sin recato le fueron dictadas directamente por su espíritu. Gracias a estos homenajes, el autor se va viendo rodeado de un aura literaria que acoge sin distinción, junto a sus obras genuinas, dichos y sentencias más o menos probables. No obstante, son muchas veces esas citas atribuidas las más certeras y memorables. Aun así, si permanecen fieles a su espíritu nadie las alejará del autor.

En el caso de Mark Twain, está bien reciente el aniversario de su nacimiento. Y como suele suceder, ese espíritu del que se le ha rodeado, unido a los testimonios y anécdotas publicados, han llevado al personaje Twain mucho más allá de donde el autor Twain llegó con sus textos. Con todo, no quisiera que pareciera que he llegado hasta aquí para regatearle mérito a su inquieto espíritu; todo lo contrario, quiero celebrarlo recordando uno de los dichos que se le atribuyen, sea o no sea suyo. Se trata de su recordada invitación a los jóvenes para que se lancen al viaje iniciático. Muchos han hecho de ella su divisa personal y con ella han alimentado toda una filosofía vital. Transcribo:

«Twenty years from now you will be more disappointed by the things that you didn't do than by the ones you did do. So throw off the bowlines. Sail away from the safe harbor. Catch the trade winds in your sails. Explore. Dream. Discover».

[Dentro de veinte años estarás más decepcionado por las cosas que no hiciste que por las que hiciste. Así que suelta amarras. Navega lejos del puerto seguro. Atrapa los favorables vientos en tus velas. Explora. Sueña. Descubre.]

De vuelta ya de esos veinte años, pienso si no debería hacer mi propio balance viajero, poniendo en claro todo lo que lamento no haber hecho tras verlos pasados. Sin darme por satisfecho, aún puedo decir que he explorado bastante, que algo he soñado y que a veces hasta he descubierto, de lo conveniente y de lo inconveniente. He pasado por tanto, con mejor o peor nota, el programa iniciático de Twain, aunque eso no me ha librado de nuevas decepciones. Ahora llegan porque el viaje parece agotarse, porque mal o bien todo parece estar ya hecho y seguramente porque necesito que recobre impulso. Tentado estoy de emplazarme a los próximos veinte años, aunque los propósitos ya no sean los mismos. No creo que al cabo de ellos me lamente por lo no hecho, más bien será por no haber cumplido con lo que debía de ser hecho. El guión apunta claramente a un viaje cuyos derroteros son bien distintos. De la libertad adquirida en aquel primero derivan ahora responsabilidades.

Con un norte tan marcado, los viajes al estilo trotamundos pasan a jugar un papel más evasivo que iniciático y actúan en todo caso como interruptores ocasionales de esas rígidas responsabilidades. Ese giro los desvía a los viajes de aquella su primera intención. Insistir en ella resulta como poco nostálgico. Poco puede tener de iniciático el turismo convencional, cuando poco tiene de exploración, de sueño o de descubrimiento. Eso no implica que el viaje sea imposible. Permanecen abiertas a estas tres opciones otras fórmulas, que no pueden concretarse en pasajes, quizá más ilusorias, pero igual de sugerentes. Pienso en los tortuosos viajes recorridos a través nuestra geografía mental y en los que imaginamos siguiendo los pasos de otros, pienso también en los que iniciamos desafiando nuestros enigmas y en los que nos conducen a esa cripta mental en la que se alimentan nuestros miedos, por no hablar de los más nuevos y prosaicos emprendidos navegando seguro a bordo del ordenador. Aunque algo desacreditadas por virtuales, las aventuras de este tipo siguen respondiendo a nuestro deseo imperecedero de explorar, de soñar y de descubrir. Y con ellas podemos cubrir en materia de viajes, tras el programa elemental enunciado por Twain, un nuevo grado de maestría. Cambia, como es notorio, la orientación curricular. A poco emancipado y libre que uno se sienta tras la anterior singladura, el único viaje posible que nos queda es el que nos ayuda a conocernos mejor. Los demás se quedan en simples desplazamientos para vernos desde mejor perspectiva, para recomponer nuestra imagen con nuevas posturas, o simplemente para estimularnos y aguantar mecha de camino hacia la nada.


sábado, 26 de noviembre de 2011

Acosarse


Cuántas veces nos contemplamos bajo una lente despiadada,
atónitos ante la enormidad de nuestros errores,
apocados frente a la gravedad que nos acecha.

Cómo no reconocerse en ese minúsculo sujeto,
extenuado por el aro luminoso que se estrecha,
al capricho de un visor humillante y riguroso.

Cuántas veces nos contemplamos como testigos medrosos,
cuando podríamos recuperarnos como dueños
sin más que afirmarnos y decidir un nuevo sueño.

Quién le habrá concedido privilegios tan íntimos
a ese dulce ego que nuestro amparo se arroga
mientras sin tasa ni reparo su dominio nos ahoga.

Cuántas veces nos contemplamos entre esos dos frentes,
de un lado la tibieza, del otro la cruel lente,
objetos del análisis y de su caprichoso foco.

Cómo cerrar nuestros ojos a lo que allí es visible,
cómo evitar juzgarse, si desde aquí todo es flaqueza,
cómo no aceptarse en una sentencia ruda y severa.

Cuántas veces nos contemplamos reos de piadoso juicio
agitando la cadena chirriante de los hechos,
frente a un tribunal tolerante y soñoliento.

Cómo saber si no será mejor absolverse,
o si no será mejor culparse,
porque de poco valdrá ignorarse
si ante el acoso de la cruda ciencia
acabamos presos de nuestra conciencia.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Marca de origen


Dos años antes de que la caída de Lehman Brothers desencadenara la actual crisis económica, se publicaba una interesante obra sobre el perfil psicológico de los empleados e intendentes de las grandes empresas. La firmaban Paul Babiak, psicólogo especializado en el mundo corporativo, y Robert Hare, creador de medios para el diagnóstico de psicopatías, y fue presentada con el elocuente título de Snakes in Suits: When Psychopaths Go to Work. Lo primero que uno puede preguntarse, más allá del campo de pruebas escogido para su estudio, es de qué tipo de psicopatología estamos hablando, o bien qué tendencia psicológica nociva se manifiesta más o menos abiertamente en ese colectivo. Los propios autores describen al psicópata como alguien incapaz de empatía, culpabilidad o lealtad a nadie salvo a sí mismo. Partiendo de ahí no es difícil de comprender que ese daño psicológico, y también moral, esté en ambientes empresariales y financieros tan extendido. Como no estoy en condiciones de hacer una disección rigurosa de las filosofías que rigen en el mundo de las grandes corporaciones, me conformaré con subrayar el contraste existente entre su premio a las ejecutorias más decididamente individuales y sus engañosas prédicas sobre el valor del esfuerzo colectivo, que deja ver la considerable distancia que media entre esa publicitada promoción de entornos de trabajo en equipo y el suculento premio en bonus y participaciones para quien toma impertérrito decisiones de fatales consecuencias sociales. Nada como esa distancia muestra el áspero recorrido que separa al recién llegado a la corporación de su ansiado éxito, de ese cielo en que ve desenvolverse a los altos ejecutivos. Mirándose en ese espejo pronto comprende el aprendiz que no serán las plumas las que le hagan volar, tampoco su audacia o su asunción del riesgo, que lo más importante es mantenerse estable y ajeno a cualquier conmoción sentimental. Evidentemente esto concede franca ventaja a quienes sin demasiado espíritu de equipo son capaces de situarse por encima de sus emociones y logran de ese modo avanzar por delante de sus compañeros. Podemos hablar en estos casos de procesos de individuación ética aguda, en los que el interesado se va aliviando de las cargantes convenciones morales heredadas de la vieja cultura social. Si uno se pregunta qué es realmente lo que se premia destacando a los más impasibles, puede que llegue al convencimiento de que se premia un modo de actuación decididamente antisocial. Si a esto añadimos la fluidez propiciada en los cambios sociales por la crisis, veremos premiar la rápida adaptación a medios hostiles y una actuación personal cada vez más incisiva e insensible hacia los efectos de su acción. Al final de este proceso,entre los criterios darwinianos y el régimen de premios en juego podemos sospechar que muchos de los que encabezan el grupo y toman las decisiones críticas, están caracterizados por su falta de empatía, culpabilidad y lealtad, en definitiva que están marcados por tendencias psicopáticas. Sería absurdo imaginar que esta tendencia define en ellos un patrón único, del mismo modo que sería inútil desvincularlos de otros de su misma condición, apelando a los beneficios que sus servicios producen en un restringido grupo social, porque las consecuencias de sus desafecciones sólo dependen realmente de su extracción social. Como señalan los autores con demoledora lógica, al nacido en una familia pobre esa tendencia psicopática lo llevará probablemente a prisión mientras que al nacido en una familia rica lo llevará a una escuela de negocios. Dejar en manos de quienes no creen más que en su propio interés los intereses de todos los demás, sin que medie ningún instrumento regulador que penalice su tendencia especulativa frente a lo productivo, es convertir la economía en un juego peligroso y la sociedad en un foco de resentimiento.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Sermones modernos


Comenzó la semana con una interesante alocución, aunque quizá fuera más propio hablar de sermón, dado que fue ofrecida por el canónigo de la catedral de San Pablo en Londres, Reverendo Giles Fraser. Lo chocante es que fue emitida por radio a través de la BBC y pronunciada en el marco del Free Thinking Festival en Gateshead. Llevar a un canónigo a un foro de librepensadores me parece un alarde improbable donde yo vivo, pero todavía es receta intelectual estimulante en países como Inglaterra. Lo del estímulo lo digo porque el canónigo Fraser no se limitó al manido discurso del cristianismo, sino que atacó de frente problemas morales de actualidad. También es cierto que hasta las puertas de su catedral, en el corazón de la City londinense, había llegado estos días la voz del descontento y lo hizo con suficiente nitidez como para desencadenar en el cabildo una tremenda conmoción, que se ha saldado por el momento con la dimisión del Reverendo Fraser de su cargo. No parece que la renuncia a ejercer su magisterio en tan importante sede le haya decidido además a mantenerse en silencio, más bien le ha llevado a pronunciarse en foros más abiertos. De por medio está también el informe que el cabildo elaboró sobre la mentalidad y el criterio moral que imperan entre sus feligreses más cercanos, entre los traders o corredores de la bolsa londinense. Según cuentan quienes lo leyeron, había algo de escalofriante en el cinismo con el que esta gente se pronunciaba sobre los demoledores efectos de su profesión. El desapego y el desentendimiento de sus prójimos resultaron ser tan escandalosos en cifras y declaraciones que el cabildo decidió no hacer público el informe para no remover las turbias aguas morales que le rodean con un beligerante discurso doctrinal. Esta decisión de no levantar la voz convirtió al clero en rehén de una situación en la que veían enfrentarse la codicia y la dignidad humanas. Como salida salomónica, a unos concedió asilo en sus dominios y de los otros calló sus vergüenzas. ¿Es ésta una actitud moralmente edificante? No, pero no pienso entrar en discusiones evangélicas y sacar pasajes con los que afearles su incoherencia. Me interesa más el discurso disidente. Como era de esperar, no se aleja Fraser de la enseñanza cristiana, si bien con su propuesta invita más a una reflexión personal que a la conversión de las almas, probablemente llevado por un espíritu más libre que apostólico. Hay un párrafo de su ponencia que apunta directamente a esa generación de jóvenes lobos de las finanzas, a esa gente decidida a construir su futuro aunque sea sobre las ruinas de una sociedad que nada emocionante les reporta. La aspiración a lograr su libertad en ese escenario viene a ser tan virtual como sistemática e irresponsable es su actitud personal. Vivir en un régimen de trabajo que gracias a las nuevas herramientas informáticas inteligentes encubre el metódico ejercicio de la usura y el despojo de ciudadanos anónimos y que redime a estos activos agentes de los catastróficos efectos de sus acciones, nunca podrá reconciliarse con ningún tipo de libertad. De hecho, en ese marco la libertad sólo puede ser, como Fraser declara, ilusoria o paradójica: «La paradoja de la libertad es que los que luchan por una vida sin trabas, los que sólo buscan estar libres de cualquier tipo de restricción pueden fácilmente acabar viviendo con una libertad vacía que reduce su vida a una sucesión de decisiones individuales que en realidad les hacen sentirse cualquier cosa menos libres».

martes, 8 de noviembre de 2011

Libertad y deseo


El que es libre rara vez encuentra lo que desea, aunque a fuerza de buscarlo con insistencia crea confirmada su existencia. A medida que esa persistente búsqueda lo lleva a nuevos espacios, va cosechando certezas entre las que comienza a distinguir con nitidez los vacíos que todo su deseo siembra. No hay descanso en su mirada, que aferrada a la lejanía, brujulea sin parar y anima ilusiones que jamás se concretan. No es de extrañar que su vista se canse. Donde un día creyó asentada su libertad, allá desde donde extendía su dominio hoy se instala la desconfianza y no hay objeto que no haya empezado a perder a sus ojos su antigua consistencia y firmeza. Todo a su alrededor se diluye necesitado y cómplice de una fe demasiado exigente y severa. Puede que lo que tuvo por suyo lo vea ahora disputado y borroso, puede que siendo todo tan dudoso flaquee su ánimo y que cercado por tanta incertidumbre hasta su libertad le parezca una quimera. Todo a su alrededor se aleja repentinamente extraño y lo abandona a su soledad. Puede que aquella libertad de explorar ya no sea más que un ejercicio gratuito y la realidad un sueño irrecuperable. Privado de esa libertad fugitiva, preso de esta realidad somnolienta, sólo su deseo resiste tenaz ante la visible ruina. Un deseo que ahora se deja acariciar, que se siente próximo, que se hace presente, actual, tangible, como esa llave con la que vive encerrado, porque sabe que gracias a ella cuando quiera volverá a ser libre.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Cerca del fin


Cuanto más cerca de lo absoluto está el poder ejercido, más directo e inmediato es el efecto de la autoridad. No se necesita desde la cúspide del poder estar constantemente dictando órdenes. En las instrucciones más simples, son capaces los ministros y delegados de interpretar con celo ejemplar si se ha torcido o desairado la voluble voluntad de la autoridad suprema. Como consecuencia, hasta los más tímidos gestos de aburrimiento, de desagrado, de incomodidad del poderoso pueden acabar viéndose traducidos, a su paso por la cadena de mando, en acciones cada vez más contundentes. Y es que, por sorprendente que resulte, la longitud de esa cadena, lejos de atenuar esa sucesión de efectos, tiende a magnificarlos, acompasando en esa onda cada aumento de amplitud con un amago de retorno a su origen en busca de recompensa. Tras ese tránsito oscuro, tras esa creciente revelación de la suprema voluntad, el drama iniciado con un gesto desemboca en la acción final. Para llevarla a término ya no son precisos intérpretes sino meros ejecutores, que ajenos a todo encaran sin contemplaciones su cometido. De sus actos no siempre queda huella, queda un eco, un efecto que de regreso a las alturas recorre la cadena. Si no queda en simple rumor, puede aparecer reducido a un parte cifrado en la mesa del ministro. Antes de archivarlo en el expediente, éste estimará si es oportuno trasladar la noticia al supremo a fin de no alterar en exceso su caprichoso humor. Para evitar que un gesto público y ostentoso de rechazo comprometa otras decisiones en curso, aprovechará el ministro algún momento de asueto para hacerse notar ante él con algún gesto secreto y convenido. De su desentendimiento, fortuito o evidente, se podrá deducir la tácita aprobación dada a la solución. Nada recordará los detalles sórdidos, la violencia empleada, los agentes involucrados, los efectos colaterales y el desamparo legal en que se han desarrollado. Nadie en ese curso de los hechos se atreverá a juzgar si la muerte del disidente, del inocente, del pretendiente es un argumento admisible, todos se limitarán a confirmar simplemente su necesidad. La medida del odio que todo esto genera nunca llega a ser bien calibrada. Por eso, cuando todas esas acciones se multiplican y el malestar crece, sus artífices nada entienden, y cuando les llegan muestras de hostilidad de todos los que reclaman, apenas recuerdan su caso. La brutalidad les despierta de su ensueño ante un verdugo anónimo y casual. Intentan entonces descifrar las razones de la venganza, e incluso a última hora querrían conocer mejor su historia, la del humillado gratuitamente, la del olvidado interesadamente, la del eliminado secretamente. Pero la conclusión se aproxima y ya no es momento de sostener el relato. Él corta el cuento, lo derriba y se ensaña a golpes, mientras el supremo desde el suelo sólo acierta a preguntarle «Y a ti, ¿qué te hice yo?». Por toda respuesta su verdugo le dispara y lo despacha de su mundo.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

No es mi problema


Los problemas ajenos no son para mí realmente problemas, al menos no son problemas reales. Por decirlo de otro modo, no son mi problema. Vivo en una realidad en que los problemas son otra cosa; en realidad vivo en otra realidad y en ella esos problemas ajenos ni existen. Me piden que comparta la pesada carga que otros sobrellevan, pero ¿cómo puedo ayudar a solucionar problemas que ni siquiera reconozco?. Yo me fijo en lo real y lo único que me parece real es que cada uno vive su propia problemática. En ella trata de encontrar su propia salida, una salida que no vale para nada si nos mete en problemáticas ajenas. Por la solución de cada uno de los problemas reales que me surgen yo pago. Pago a alguien que me ayuda, porque entiendo que su ayuda bien merece recompensa. Haciendo efectivo mi apoyo creo que le alivio en parecida medida al alivio que me procura. De este modo se mantiene un equilibrio de cargas sin que por ello su problemática y la mía se confundan. Los honorarios tienen la ventaja de liberarme, a cambio de su consejo, de cualquier obligación de resolver sus problemas. He declarado de antemano que no estoy capacitado para ello, que realmente no los entiendo, así que difícilmente podría a mi vez cobrarle nada. Y si seguimos llevando estos intercambios a un mercado de favores recibidos y concedidos, nunca saldremos de esas conductas en las que la corrupción crece imparable. Digámoslo ya, los problemas existen realmente en tanto en cuanto tienen dimensiones económicamente evaluables, porque sólo así se consigue apreciar su gravedad y significación. En este sentido, es decir presentando mis facturas como muestra, yo sí puedo afirmar que, para mi desgracia y sin asomo de duda, tengo muy reales y gravosos problemas. Los demás exhiben, como es natural, sus aflicciones, pero saben que nadie hará de ellas un problema y que no habiendo problema ni beneficio en el reconocimiento de sus penas nadie se molestará en abordar y en resolver gratis ese apuro personal. Lo universal debe concitar el acuerdo general y un problema sólo llega a ser universal cuando el mercado solidariamente lo reconoce y lo valora frente a sensaciones que no pasan de confusas o penosas. Cada problema auténtico representa de algún modo un capital potencial, una fuente de negocio que el avisado emprendedor nunca menospreciará. Lo que resulta absurdo es pedir a este animoso asistente que se detenga ante problemas que no tienen ni valor ni sentido específicos, problemas que rehúyen su formulación y escapan hacia terrenos particulares, a los que nadie por pudor y sobre todo por respeto a la intimidad debería acudir. Es tremendo, pero es lo habitual que nadie se tome en serio este asunto del respeto. Por eso es tan frecuente que gente atacada de buena voluntad invada la realidad ajena con la intención de poner orden, 'su' orden, en ella. Yo diría que no hay problema alguno que justifique semejante invasión de lo privado. Y añadiría incluso que el único resultado final de esta maniobra solidaria es el menosprecio, o sea la pérdida de valor reconocido, del problema que quizá el prójimo pudiera tener. Siendo esto ya de por sí grave, lo es áun más cuando lo unimos al riesgo cierto de contagio que estas acciones altruistas promueven. De hecho es fácil detectar ese contagio en quienes comparten con otros esas aflicciones, porque pronto en ellos se desencadenan desequilibrios emocionales que los profesionales médicos conocen bien, auténticos problemas que al hacerse visibles exigen costoso tratamiento. Son situaciones que deben ser vigiladas, toda vez que en estos contactos es donde surgen problemas cuya erradicación posterior es más complicada. Como normas de comportamiento, digamos higiénicas, sigo creyendo en aquellas que mantienen bien sellado el ámbito de la problemática personal. Al identificar sin ningún criterio valorativo como problemas reales lo que normalmente sólo es fruto de una deficiente adaptación al medio en que se vive o de un malestar pasajero generado por exposición a la promiscuidad sentimental, creamos en nombre de la solidaridad un circuito de promoción gratuita a los problemas. Quien crea en los problemas universales, que vaya haciendo cuentas y evaluando lo que significaría mantener a raya una problemática generalizada, indiscriminada y perpetuamente desbordada por la búsqueda de nuevas sensaciones. A los que que no creemos, lo dicho: el problema ajeno no debe de ser nuestro problema, por lo menos mientras podamos pagarnos soluciones.

lunes, 31 de octubre de 2011

Mirando a la Peña Blanca


Peña Blanca
Son parajes perdidos en las alturas, animados todavía por la presencia del ganado que incansable va recorriendo el terreno para dar con el pasto escondido entre las matas de brezo. Son estos brezales los que traen el otoño a estas verdes colinas y los que con sus notas ocres lo exhiben monte arriba trepando por las suaves laderas. Quedan en ellas algunos rincones y vaguadas donde aún resisten las hayas al abrigo de los vientos y tempestades que de continuo azotan los rasos, aunque más fácil es encontrarlas mirando a mediodía, al otro lado de las cercanas cumbres. Cercados por esa envolvente cadena, quedan aquí debajo los prados, adornados por solitarios espinos, abandonados frente al crudo norte a la espera de una suerte inevitable y severa. Es tiempo en que la llegada de borrascosos temporales, la entrada de las brumas y el creciente dominio de las sombras, hacen presagiar nieves próximas, nieves que cubrirán por completo este mundo risueño y que borrarán todo trazo del paisaje que aún hoy se dibuja. Sin pastores que los transiten, desaparecerán los tortuosos caminos, a su lado se congelarán las balsas y abrevaderos, y a falta de animales resurgirá en medio de esa desolación como único testigo la orgullosa Peña Blanca, gobernando desde la espesa niebla un último reducto de desnudos e inquebrantables roquedos.

viernes, 28 de octubre de 2011

Letras


Del potencial de Internet nadie duda, de sus frutos hasta el momento sí. Casi todos los grandes avances tecnológicos del siglo XX nos llegaron envueltos en una aura redentora. La tecnología liberaba al hombre de sus servidumbres y, al poner todo ese capital instrumental bajo su gobierno, daba a luz un hombre enteramente nuevo. El automóvil nos iba a hacer más libres, la televisión más cultos y gracias a la red íbamos a navegar por los océanos de información para resurgir de ellos tocados por un conocimiento y sabiduría universales. Y eso sin pasar al capítulo de medicamentos y de terapias donde los avances eran considerados milagrosos. Indudablemente la tecnología nos ha hecho más correosos y duraderos, lo que no es propiamente virtud y puede convertirse hasta en un castigo. También ha aumentado nuestro poderío físico, en proporciones casi incompatibles con nuestra estrechez mental, y con él nuestra capacidad de intervención en escenarios múltiples. De hecho si examinamos el impulso original del que ha ido surgiendo todo esto, veremos que lo finalmente exhibido como argumentos tecnológicos no dejan de ser proyecciones de nuestra impotencia que, traducidas a través de fantasías más o menos torturadas, se van apartando inconscientemente de nuestro dominio personal, o por decirlo de otro modo que apenas dominamos. Como espectadores asistimos satisfechos al creciente avance social de esa sensación en la que se combinan ubicuidad y omnipotencia. No creo que pueda calificarse de ventaja la distorsión que dicha sensación genera en nuestra conciencia personal, que sin esas palancas e instrumentos sigue siendo la misma de siempre. En lo que hace a la red, el inmenso caudal que de forma vertiginosa circula a diario ante nosotros parece haber ahogado nuestra capacidad de interpretación. Tarde o temprano habrá que volver a calificar toda esa información atendiendo a criterios de necesidad, de coherencia, de utilidad, de fiabilidad y probablemente muchos más, porque de no hacerlo, a esas sensaciones de ubicuidad y omnipotencia les sucederá una devastadora sensación de perplejidad, tras la que irán llegando versiones creativas del desconocimiento y finalmente la renuncia definitiva a entender. De nada servirá entonces esa ingente dieta diaria de información, como de nada servía a aquel observador juguetón calentar todas las noches su puchero convencido de que iba para sabio extrayendo sorprendentes mensajes de su nutritiva sopa de letras.

domingo, 23 de octubre de 2011

Sabiduría revenida


Si además de severo y riguroso le echas años y le pones barbas, ya tienes un sabio. A pesar de lucir título, puede que nada te diga; más aún, puede que prefiera que nada sepas, no ya de lo que se supone que él sabe, sino de lo que tú quisieras saber. Contra lo que parece, no es su misión principal enseñar sino comprometer lo que hasta ahora creías saber. Su asistencia, en un principio paternal y siempre afable, se torna implacable al llegar a ese punto: tu compromiso. Te equivocas también si crees que va a remover tu conciencia a base de criticar lo que tienes por seguro y cierto. Quizá otros te atrayeran a su credo examinando una a una las contradicciones que en tu fuero encierras. Como para él sólo hay un credo, ese cambio, esa conversión no es un requisito previo. De lo que se trata es de comprometer tu voluntad para apartarla de la engañosa razón y alinearla con la regla. Con ese compromiso crear un estilo de vida es, según te cuenta, como poner tu pie en la escala que te llevará hasta la auténtica sabiduría. Sometido a ese aprendizaje, todas las cosas que un día creíste saber te parecerán restos de tu pasada ingenuidad y mantenerlas un gesto impropio, un signo de obcecación y soberbia. Lo que los hechos puedan decir de nosotros y de lo que nos rodea no debería ser objeto de especulación y de vanas polémicas, sólo puede ser correctamente percibido en régimen de obediencia. Con esa salvaguarda, asegura el venerable maestro, pronto encontrarás la clave del mundo en ti y no necesitarás que se te muestren las verdades en un catálogo o que las imagines a fuerza de mirar en un ilusorio espejo externo. El primer triunfo de la voluntad llega al asumir que las verdades siguen y seguirán en ti y que lanzarse frenéticamente a buscarlas no es más que un preocupante indicio de desequilibrio. Leerás en la guía: «Quien afirma su voluntad y se acoge a la regla se integra en la verdad y la reconoce de inmediato en su espíritu». Esa misma inquietud que hasta mí te ha traído, oirás del anciano, es la que habitualmente nos anima a contemplar el mundo. A poco que hayas aprendido, la ciencia te resultará inútil, porque a quien lo ve todo desde su sereno sensorio le sobran los múltiples enfoques, le irrita el colorido de las facetas y siente que su atención se desvía con cada nuevo punto de vista. Todo adquiere un sentido unitario a la luz de quien mira por ti, de quien te disciplina y educa. Ahí se detiene , es el momento en que posa su frágil mano sobre la frente del discípulo y probablemente continúe su discurso con la cesión de su testigo: Armado con la fuerza poderosa que emana de la eterna sabiduría, un día ejercerás tu férrea potestad sobre los ignorantes, sobre todas esas gentes que viven a su capricho, ajenas a la indiscutible verdad del saber más antiguo, del que perpetúa en la voluntad la firme intención de ascender, de ganar en la escala una condición nueva y superior. Esta declaración marca el final de su proclama y debes estar atento, porque en ese momento envolverá al novicio en sus venerables barbas, lo estrechará entre sus resecos brazos y como último gesto de jerarquía decidirá llamarle `Hijo mío’.


sábado, 24 de septiembre de 2011

Tiempos quebrados


Lo más desolador de mirar atrás en el tiempo es ver la ligereza con que el azar quebró ramas que nos hubieran llevado a lo más alto, a la felicidad. Tan amarga e hiriente es esa imagen, que buscamos con urgencia una explicación que nos ofrezca frente a ese despropósito fortuito el tardío e inútil bálsamo de la razón. En el mejor de los casos hacemos historia encarando los hechos, pero sin dejar de entrever recorridos imaginarios por el pasado, presentados como alentadoras vías con las que sobrellevar el aciago presente. Son futuros traídos del pasado que por imaginados quisiéramos hacer posibles y hasta previsibles. La ucronía es un género estimulante, tanto más cuanto más se distrae de la inexorable línea marcada por el tiempo. Los alivios literarios pueden salvar el mundo a cierta escala, reflotar nuestro mundo personal, nunca aquellos mundos que se perdieron en noches aún recordadas: la del 30 de marzo de 1282, la del 23 de agosto de 1572, la del 27 de febrero de 1933..., en fin, la lista sería interminable. En realidad cada fecha viene a ser un brote de posibles, una enramada que despiadadamente hay quien cercena hasta el último extremo con la intención de rendir el tiempo a su voluntad. Para los que hoy vivimos, por penoso que resulte, es duro aceptar que el mundo que en esas fechas no llegó se perdió, que no es el mundo que un día será. Quizá sea el mundo que uno de por vida espera, imaginando la suerte que hubiera acompañado a todo aquello que el azar quebró. Pero no, no es ese el mundo por venir, a lo sumo seguirá siendo nuestro sueño, un escenario en el que recrear libre de abusos y heridas el mundo que el pasado nos ha deparado.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Espejismos sociales


Si miramos y no vemos, no es probable que nos hayamos vuelto ciegos sino que no miremos donde debemos. Si insistimos en ello y aún no vemos, queda la duda de si miramos al punto adecuado mientras gana peso la duda de si habrá algo a lo que mirar. Si aún creemos y nuestra vista no lo encuentra, preguntaremos al que en la misma dirección mira para que guíe nuestra mirada. Si escuchamos su consejo y ponemos nuestras sombras a la altura de sus luces, cobrará vida el esquivo espejismo. La fe recluta en ese fervor a los videntes solitarios y levanta en esa milicia el ánimo proponiendo la contemplación, pero jamás alcanza a tocar objeto alguno.



jueves, 22 de septiembre de 2011

Esa maligna normalidad


El 11 de abril de 1961, hace ahora unos cincuenta años, se inició en Jerusalén el juicio a Adolf Eichmann por crímenes de guerra, contra la humanidad y el pueblo judío. Había sido secuestrado unos meses antes en Buenos Aires, en plena calle, y desde allí trasladado a Israel donde fue llevado ante los tribunales para responder de estas acusaciones. Tras un proceso que duró ocho meses, los jueces emitieron finalmente su veredicto. Encontrado culpable de los cargos de los que se le acusaba, la sentencia le condenó a la horca. La pena fue ejecutada el 31 de mayo de 1962.

Mientras este juicio se celebraba, en la Universidad de Yale el psicólogo Stanley Milgram emprendía una serie de experimentos destinados a estudiar ciertas facetas del comportamiento humano. Su intención, en concreto, era explorar los resortes morales de quienes, como Adolf Eichmann, habían participado en el exterminio de millones de personas. El asunto tenía una vertiente sociológica evidente, pues estaba por determinar el alcance público de esa moral y hasta qué punto los conocedores de esos mismos hechos, gran parte de la población alemana, podían considerarse por omisión sus cómplices. Fue en julio de 1961 cuando Milgram inició sus investigaciones centrándose fundamentalmente en las consecuencias sociales de los actos de obediencia personal. Los resultados fueron publicados en 1963 en una revista especializada con el título de Behavioral Study of Obedience.

Para llevar a cabo el experimento diseñado, Milgram convocó a un grupo de voluntarios a quienes en ningún momento dio a conocer su propósito final. El experimento se basaba en una serie de pruebas experimentales en cada una de las cuales participaban tres personas: el experimentador, que representaba al investigador y como tal controlaba el proceso; el maestro, que era un individuo escogido entre los voluntarios; y el alumno, que era en realidad un actor que actuaba en connivencia con el experimentador. Sólo el maestro estaba realmente sujeto a evaluación. Mediante sorteo trucado se asignaban los papeles de maestro y alumno a fin de que pareciera aleatorio. A continuación el alumno era llevado a una cabina de cristal donde se le sentaba y se le ataba a una silla electrificada. Una vez aislado, pero siempre tras el cristal y a la vista del experimentador y del maestro, el primero instruía a éste sobre el aparente objeto del experimento. Además de presentarle una lista de palabras que debía hacer aprender al alumno, le mostraba el funcionamiento de los mandos de control de un sistema eléctrico cuyo fin no era otro que reforzar ese aprendizaje. En caso de error del alumno, el maestro le debía de aplicar como castigo una descarga eléctrica, que iba en aumento desde los 15 voltios iniciales pasando por 30 niveles hasta el límite de los 450 voltios. En el interior de la cabina el alumno iba simulando errores con las palabras y respondiendo al proceso eléctrico de aprendizaje con progresivas muestras de desagrado, dolor, parálisis, desvanecimiento y hasta de agonía en los 450 voltios, todo ello entre quejas, gemidos y peticiones de auxilio. Ante esta comprometida situación, las indecisiones y tentativas de renuncia por parte del maestro eran reconducidas por el experimentador, que respondía también gradualmente con las expresiones: 1) Continúe, por favor; 2) El experimento requiere que usted continúe; 3) Es absolutamente esencial que usted continúe; 4) Usted no tiene opción alguna. Debe continuar. De los 40 participantes del experimento original todos llegaron a aplicar la descarga de 300 voltios y un 65% siguió hasta los 450 voltios.

Hanna Arendt, la conocida filósofa de ascendencia judía, reunió en su obra Eichmann en Jerusalem, las crónicas que envió a la revista New Yorker como corresponsal durante la celebración del juicio de Eichmann. Entre las consideraciones morales, que acompañan a la crónica del proceso, la mayoría giran en torno a la banalidad del mal. Tan extendido y reiterado vio este modo de inhibirse del mal que no dudó en elevarlo a la categoría de principio conductual. Según este principio, la pérdida de la conciencia de maldad no sería prerrogativa de mentes perversas sino que puede darse en cualquier individuo para situarse de ese modo dentro de los márgenes de la normalidad. No sería necesariamente un monstruo el que se despega con naturalidad del bien para asumir el mal, puede ser un individuo sumamente normal. Eichmann lo era, un hombre afable y educado vieron en él sus captores y sus jueces, y como un hombre normal fue juzgado.

Cualquier juicio obliga en primer lugar a estimar la normalidad del acusado, puesto que sin ese prejuicio de normalidad no hay sentencia sostenible. El problema nace cuando la normalidad que preside la discusión se intenta asimilar a la normalidad asumida por una sociedad como la gobernada por los nazis. Es en este punto donde Arendt aprecia la primera falla: «Presumieron que el acusado, como toda 'persona normal’, tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que 'no constituía una excepción en el régimen nazi’. Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres 'excepcionales’ podían reaccionar 'normalmente’». No pocos de sus lectores entendieron que el pasaje como ponía en cuestión la normalidad de Eichmann y, por tanto, la normalidad requerida a quien va a ser juzgado, lo que vendría a cuestionar la justicia del veredicto. En realidad no era ésta su única objeción al juicio. Eludir el derecho internacional mediante el secuestro del justiciable por los servicios secretos israelíes y organizar un juicio de Estado colocando el cargo de crimen contra el pueblo judío por delante de los de crímenes de guerra y contra la humanidad, colocaba al tribunal de justicia en una situación singular. En este sentido tampoco el juicio, tal y como se desarrolló, fue un juicio normal. De ahí a entender que las reflexiones de Arendt, particularmente las relativas a la idea de normalidad moral, pretendían exonerar de su responsabilidad penal al acusado media un gran trecho. Su intención era más bien encarar esa dificultad previa que los jueces difícilmente podrían solventar, a saber, la presunción de normalidad. «La idea de que podemos dar por establecido un criterio moral en un individuo si éste es capaz de distinguir entre el bien y el mal» señalaba en otro punto, «y que en consecuencia podemos responsabilizar de sus actos con arreglo a él, se apoya en un segundo criterio referido a la normalidad de los individuos con independencia de su entorno y extracción social». En otras palabras, la normalidad que manejamos es fruto del entorno en que se emplea el término, y esa idea está probablemente más arraigada que una concepción trascendente del bien y el mal.

Suponemos que también Milgram reclutó bajo presunción de normalidad a sus encuestados. En su caso la normalidad vendría a sancionar la norma social tácitamente admitida que señala como malo el abuso y el daño físico a cualquiera de los miembros de la sociedad. Así que la sorpresa del experimento llegó al comprobar estadísticamente el papel disolvente que la obediencia debida tenía en el deterioro de esa norma tácita. Los resultados revelaban que la distorsión de la normalidad moral, que se presumía en ese maestro aleatoriamente elegido, se iba agravando a medida que usaba el regulador de descargas. Del experimento parece deducirse, salvadas las formalidades técnicas, que basta con ejercer una presión autoritaria y gradual en nombre de la obediencia para que asistamos a la transformación de un ciudadano normal en un ser insensible y monstruoso. Es probable que quienes por sus creencias asumen ese patrón mental de obediencia ciega sean más propensos a la metamorfosis, pero los efectos disolventes del temor que la obediencia transmite alcanzan a la condición humana en general. Es como si la obediencia les protegiera con una barrera que impide al resto saber qué tipo de legitimidad (la fuerza, la genética o el apoyo social) les inspira la autoridad. Porque gracias a esa obediencia no necesitan estimar ni impugnar su representatividad, y con ella el sentido de las órdenes que dicta. Su criterio moral se adapta con suma facilidad a una situación en la que siempre corresponde al siguiente escalón jerárquico rendir cuentas. Pero esta remisión de responsabilidades al escalón superior pervierte el criterio moral del individuo que ve cómo de ese modo se desvirtúa su compromiso social. De hecho, cuando el acuerdo social no se basa en la responsabilidad mutua, en el equilibrio entre acción y representación, la sociedad degenera en un régimen de afección y acatamiento a la autoridad. Si no somos capaces de mantener saneado ese acuerdo, no podremos evitar que nuestra sociedad se vaya plagando de monstruos dóciles, disciplinados ejecutores de órdenes, gente aparentemente normal pero carente, como Eichmann, de todo criterio moral.