martes, 14 de agosto de 2012

Esto no es lo que quería


Es muy agradecida y fácil de llevar esa teoría según la cual los libros acuden a nuestras manos en el momento más oportuno. Es lo que algunos, siempre tan iluminados, han dado en llamar la providencia bíblica. Para servirse de ella no hay más que esperar, que ya hará la necesidad el resto. Si invertimos esa actitud pasiva y la pasamos a activa, dejaremos de ver al anhelante lector sorprendido gratamente por el libro y veremos al libro furiosamente perseguido por un lectorando desesperado. La versión pasiva es cuanto menos cómoda y también aceptable si el interesado es de buen conformar y sus pretensiones no van más allá de lo que en todas partes está a mano. Para el activo, la providencia tiene su prólogo iniciático, con oscuras galerías abiertas entre interminables estanterías, un asunto casi épico donde la ansiedad lectora bate sin cesar los secretos muros del saber. Como no estamos en estos días para estas gestas bibliopédicas, hay que volver al punto de partida, allá donde la necesidad se sirve del libro escogido al azar para hacer el resto. ¿Y qué es el resto una vez que tenemos libro? El resto es componer en torno a la cita disponible un discurso que la tome por premisa. Con él no se agotará la verdad, esa es la única verdad, pero tampoco la humillará. Quizá tampoco destaque ese discurso, será una verdad pequeña, de modesto autor. Algo en lo que, mira por donde, nadie había reparado. Una tesis curiosa, y respaldada con su cita, aseada, inapelable.

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