sábado, 24 de septiembre de 2011

Tiempos quebrados


Lo más desolador de mirar atrás en el tiempo es ver la ligereza con que el azar quebró ramas que nos hubieran llevado a lo más alto, a la felicidad. Tan amarga e hiriente es esa imagen, que buscamos con urgencia una explicación que nos ofrezca frente a ese despropósito fortuito el tardío e inútil bálsamo de la razón. En el mejor de los casos hacemos historia encarando los hechos, pero sin dejar de entrever recorridos imaginarios por el pasado, presentados como alentadoras vías con las que sobrellevar el aciago presente. Son futuros traídos del pasado que por imaginados quisiéramos hacer posibles y hasta previsibles. La ucronía es un género estimulante, tanto más cuanto más se distrae de la inexorable línea marcada por el tiempo. Los alivios literarios pueden salvar el mundo a cierta escala, reflotar nuestro mundo personal, nunca aquellos mundos que se perdieron en noches aún recordadas: la del 30 de marzo de 1282, la del 23 de agosto de 1572, la del 27 de febrero de 1933..., en fin, la lista sería interminable. En realidad cada fecha viene a ser un brote de posibles, una enramada que despiadadamente hay quien cercena hasta el último extremo con la intención de rendir el tiempo a su voluntad. Para los que hoy vivimos, por penoso que resulte, es duro aceptar que el mundo que en esas fechas no llegó se perdió, que no es el mundo que un día será. Quizá sea el mundo que uno de por vida espera, imaginando la suerte que hubiera acompañado a todo aquello que el azar quebró. Pero no, no es ese el mundo por venir, a lo sumo seguirá siendo nuestro sueño, un escenario en el que recrear libre de abusos y heridas el mundo que el pasado nos ha deparado.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Espejismos sociales


Si miramos y no vemos, no es probable que nos hayamos vuelto ciegos sino que no miremos donde debemos. Si insistimos en ello y aún no vemos, queda la duda de si miramos al punto adecuado mientras gana peso la duda de si habrá algo a lo que mirar. Si aún creemos y nuestra vista no lo encuentra, preguntaremos al que en la misma dirección mira para que guíe nuestra mirada. Si escuchamos su consejo y ponemos nuestras sombras a la altura de sus luces, cobrará vida el esquivo espejismo. La fe recluta en ese fervor a los videntes solitarios y levanta en esa milicia el ánimo proponiendo la contemplación, pero jamás alcanza a tocar objeto alguno.



jueves, 22 de septiembre de 2011

Esa maligna normalidad


El 11 de abril de 1961, hace ahora unos cincuenta años, se inició en Jerusalén el juicio a Adolf Eichmann por crímenes de guerra, contra la humanidad y el pueblo judío. Había sido secuestrado unos meses antes en Buenos Aires, en plena calle, y desde allí trasladado a Israel donde fue llevado ante los tribunales para responder de estas acusaciones. Tras un proceso que duró ocho meses, los jueces emitieron finalmente su veredicto. Encontrado culpable de los cargos de los que se le acusaba, la sentencia le condenó a la horca. La pena fue ejecutada el 31 de mayo de 1962.

Mientras este juicio se celebraba, en la Universidad de Yale el psicólogo Stanley Milgram emprendía una serie de experimentos destinados a estudiar ciertas facetas del comportamiento humano. Su intención, en concreto, era explorar los resortes morales de quienes, como Adolf Eichmann, habían participado en el exterminio de millones de personas. El asunto tenía una vertiente sociológica evidente, pues estaba por determinar el alcance público de esa moral y hasta qué punto los conocedores de esos mismos hechos, gran parte de la población alemana, podían considerarse por omisión sus cómplices. Fue en julio de 1961 cuando Milgram inició sus investigaciones centrándose fundamentalmente en las consecuencias sociales de los actos de obediencia personal. Los resultados fueron publicados en 1963 en una revista especializada con el título de Behavioral Study of Obedience.

Para llevar a cabo el experimento diseñado, Milgram convocó a un grupo de voluntarios a quienes en ningún momento dio a conocer su propósito final. El experimento se basaba en una serie de pruebas experimentales en cada una de las cuales participaban tres personas: el experimentador, que representaba al investigador y como tal controlaba el proceso; el maestro, que era un individuo escogido entre los voluntarios; y el alumno, que era en realidad un actor que actuaba en connivencia con el experimentador. Sólo el maestro estaba realmente sujeto a evaluación. Mediante sorteo trucado se asignaban los papeles de maestro y alumno a fin de que pareciera aleatorio. A continuación el alumno era llevado a una cabina de cristal donde se le sentaba y se le ataba a una silla electrificada. Una vez aislado, pero siempre tras el cristal y a la vista del experimentador y del maestro, el primero instruía a éste sobre el aparente objeto del experimento. Además de presentarle una lista de palabras que debía hacer aprender al alumno, le mostraba el funcionamiento de los mandos de control de un sistema eléctrico cuyo fin no era otro que reforzar ese aprendizaje. En caso de error del alumno, el maestro le debía de aplicar como castigo una descarga eléctrica, que iba en aumento desde los 15 voltios iniciales pasando por 30 niveles hasta el límite de los 450 voltios. En el interior de la cabina el alumno iba simulando errores con las palabras y respondiendo al proceso eléctrico de aprendizaje con progresivas muestras de desagrado, dolor, parálisis, desvanecimiento y hasta de agonía en los 450 voltios, todo ello entre quejas, gemidos y peticiones de auxilio. Ante esta comprometida situación, las indecisiones y tentativas de renuncia por parte del maestro eran reconducidas por el experimentador, que respondía también gradualmente con las expresiones: 1) Continúe, por favor; 2) El experimento requiere que usted continúe; 3) Es absolutamente esencial que usted continúe; 4) Usted no tiene opción alguna. Debe continuar. De los 40 participantes del experimento original todos llegaron a aplicar la descarga de 300 voltios y un 65% siguió hasta los 450 voltios.

Hanna Arendt, la conocida filósofa de ascendencia judía, reunió en su obra Eichmann en Jerusalem, las crónicas que envió a la revista New Yorker como corresponsal durante la celebración del juicio de Eichmann. Entre las consideraciones morales, que acompañan a la crónica del proceso, la mayoría giran en torno a la banalidad del mal. Tan extendido y reiterado vio este modo de inhibirse del mal que no dudó en elevarlo a la categoría de principio conductual. Según este principio, la pérdida de la conciencia de maldad no sería prerrogativa de mentes perversas sino que puede darse en cualquier individuo para situarse de ese modo dentro de los márgenes de la normalidad. No sería necesariamente un monstruo el que se despega con naturalidad del bien para asumir el mal, puede ser un individuo sumamente normal. Eichmann lo era, un hombre afable y educado vieron en él sus captores y sus jueces, y como un hombre normal fue juzgado.

Cualquier juicio obliga en primer lugar a estimar la normalidad del acusado, puesto que sin ese prejuicio de normalidad no hay sentencia sostenible. El problema nace cuando la normalidad que preside la discusión se intenta asimilar a la normalidad asumida por una sociedad como la gobernada por los nazis. Es en este punto donde Arendt aprecia la primera falla: «Presumieron que el acusado, como toda 'persona normal’, tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que 'no constituía una excepción en el régimen nazi’. Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres 'excepcionales’ podían reaccionar 'normalmente’». No pocos de sus lectores entendieron que el pasaje como ponía en cuestión la normalidad de Eichmann y, por tanto, la normalidad requerida a quien va a ser juzgado, lo que vendría a cuestionar la justicia del veredicto. En realidad no era ésta su única objeción al juicio. Eludir el derecho internacional mediante el secuestro del justiciable por los servicios secretos israelíes y organizar un juicio de Estado colocando el cargo de crimen contra el pueblo judío por delante de los de crímenes de guerra y contra la humanidad, colocaba al tribunal de justicia en una situación singular. En este sentido tampoco el juicio, tal y como se desarrolló, fue un juicio normal. De ahí a entender que las reflexiones de Arendt, particularmente las relativas a la idea de normalidad moral, pretendían exonerar de su responsabilidad penal al acusado media un gran trecho. Su intención era más bien encarar esa dificultad previa que los jueces difícilmente podrían solventar, a saber, la presunción de normalidad. «La idea de que podemos dar por establecido un criterio moral en un individuo si éste es capaz de distinguir entre el bien y el mal» señalaba en otro punto, «y que en consecuencia podemos responsabilizar de sus actos con arreglo a él, se apoya en un segundo criterio referido a la normalidad de los individuos con independencia de su entorno y extracción social». En otras palabras, la normalidad que manejamos es fruto del entorno en que se emplea el término, y esa idea está probablemente más arraigada que una concepción trascendente del bien y el mal.

Suponemos que también Milgram reclutó bajo presunción de normalidad a sus encuestados. En su caso la normalidad vendría a sancionar la norma social tácitamente admitida que señala como malo el abuso y el daño físico a cualquiera de los miembros de la sociedad. Así que la sorpresa del experimento llegó al comprobar estadísticamente el papel disolvente que la obediencia debida tenía en el deterioro de esa norma tácita. Los resultados revelaban que la distorsión de la normalidad moral, que se presumía en ese maestro aleatoriamente elegido, se iba agravando a medida que usaba el regulador de descargas. Del experimento parece deducirse, salvadas las formalidades técnicas, que basta con ejercer una presión autoritaria y gradual en nombre de la obediencia para que asistamos a la transformación de un ciudadano normal en un ser insensible y monstruoso. Es probable que quienes por sus creencias asumen ese patrón mental de obediencia ciega sean más propensos a la metamorfosis, pero los efectos disolventes del temor que la obediencia transmite alcanzan a la condición humana en general. Es como si la obediencia les protegiera con una barrera que impide al resto saber qué tipo de legitimidad (la fuerza, la genética o el apoyo social) les inspira la autoridad. Porque gracias a esa obediencia no necesitan estimar ni impugnar su representatividad, y con ella el sentido de las órdenes que dicta. Su criterio moral se adapta con suma facilidad a una situación en la que siempre corresponde al siguiente escalón jerárquico rendir cuentas. Pero esta remisión de responsabilidades al escalón superior pervierte el criterio moral del individuo que ve cómo de ese modo se desvirtúa su compromiso social. De hecho, cuando el acuerdo social no se basa en la responsabilidad mutua, en el equilibrio entre acción y representación, la sociedad degenera en un régimen de afección y acatamiento a la autoridad. Si no somos capaces de mantener saneado ese acuerdo, no podremos evitar que nuestra sociedad se vaya plagando de monstruos dóciles, disciplinados ejecutores de órdenes, gente aparentemente normal pero carente, como Eichmann, de todo criterio moral.