sábado, 4 de agosto de 2012

Sentimientos sobrevenidos


Es frecuente que a un viaje intenso le sigan 'revelaciones' posteriores, muchas de ellas nacidas del intento por comprender, entre los documentos, reportajes y libros de los que allí no disponías, todo aquello que has visto en él y que pasados los días sigue imborrable en tu memoria. Estaba escasamente familiarizado con la literatura chilena. Poco más allá de Neruda, Mistral, Edwards, Sepúlveda y Bolaño, y con una o dos obras en cada uno de los casos, salvo la Mistral de la que sólo he leído algún texto suelto.

Cuando estuve en Valparaíso, al pasar por la librería Crisis, frente al Congreso, entré atraído por el escaparate y por la escenografía típicamente libresca de su interior. Sentado ante un ancho pupitre y completamente rodeado de libros, en su pequeño reino, estaba su dueño, un hombrecillo de pequeña estatura, vestido con un guardapolvo azul mahón y calado con una gorrilla gris. Su mirada pareció afilarse cuando le pregunté por un libro de Edwards Bello. Me corrigió —era Joaquín, no Jorge— esbozando una piadosa sonrisa, que se me hizo un poco extraña al entrever su anárquica y sólida dentadura. Con todo, era de esos libreros a los que te confías sin temor para obtener el dato, la referencia y sobre todo la libre opinión sobre lo que obra en sus estantes. Quería, así le dije, alguna obra que reflejara el mundo rural, el arraigo de los habitantes del Chile profundo a su naturaleza. Una petición, he de confesarlo, un tanto vaga, pretenciosa, un punto desafiante. Él calló y se quedó pensativo, pronto se dirigió a una de las estanterías y extrajo de ella un libro. Era un obra de pequeño formato: El chilote Otey y otros relatos, se titulaba. Su autor, Francisco Coloane, no me sonaba y así se lo comenté, aun a riesgo de pasar ante su clientela y aquí mismo por un indocumentado. Una vez en el hostal, el libro me duró poco. Ahora, unos días después, vuelvo una y otra vez a repasar sus pasajes más eléctricos, esas vigorosas descripciones de cordilleras, hielos y canales, el temple acerado de personajes como Facón Grande, Novak o el patrón Fernández en sus andanzas por esos inhóspitos parajes australes.

Francisco Coloane
He leído más tarde en la red cosas dispersas sobre su vida y el resto de su obra. Nada podría iluminar mejor el estilo de vida que impregna sus relatos que sus sentimientos acerca de la muerte. Por eso ha llamado mi atención una reveladora declaración, que forma parte de sus conversaciones autobiográficas con Virginia Vidal, publicadas en 1991, ya a sus 90 años. Allí, en una de sus respuestas, confesaba:
«Hasta hoy día nunca he tenido un sentido claro de la muerte. Me parece una cosa gris, confusa, como un sueño. Como cuando uno se emborracha y duerme su borrachera, que es una pequeña muerte. Y la resurrección del día siguiente con la 'malura del cuerpo' me ha encadenado siempre a la vida. Pero hay un sueño que se me ha repetido siempre: voy caminando con mi padre por unas colinas donde divisamos una especie de tierra prometida, con arbustos, lagunas y arroyuelos. Cuando estamos mirando ese paisaje oigo una voz que me dice: 'Volvamos al mar'».
Tras tomar la mano de su hijo, esas habían sido de hecho las últimas palabras de Juan Agustín Coloane en su lecho de muerte, con ellas puso fin a su azarosa vida de piloto y capitán de balleneros. El episodio en crudo y alejado de veleidades oníricas lo cuenta Coloane en sus memorias, donde continúa: «Su rostro ceniciento se inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran la cabilla de un timón, dejándolo a la deriva».


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