Bosque de Mugadena, Quinto Real |
Sin dar en angosturas, el camino tallado en la ladera es lo bastante amplio como para dar vista al valle en toda su profundidad y con él a las montañas que lo rodean. Sólo la regata sigue al fondo rumorosa pero invisible. Las cumbres de la ladera de enfrente van formando una cresta que mantiene una línea relativamente regular, interrumpida en algunos tramos por las brumas. A nuestro lado la cercana ladera deja ver al fondo entre los árboles las luces que marcan la línea cimera. Con todo ese alto contorno a la vista, el valle parece protegido por un gigantesco lucernario que se apoyara en los montañosos estribos. Cobijado dentro de esa urna, el paseante cree, en nombre de los bosques y criaturas que alberga, vivir en un espacio intemporal y ajeno al mundo de la excavadora. Decidimos, como casi siempre, explorar las cimas, en concreto la de Otxaberri, y nos internamos por el bosque cuesta arriba siguiendo la bajante de una vaguada y las claridades visibles entre las hayas. Nadie debería esperar que un camino de cuatro metros, como el que hemos abandonado, se haya abierto para los curiosos. El canal por el que ascendemos parece haber sido empleado para la entresaca de madera. La impresión se confirma al llegar a las inmediaciones de la cresta, desarboladas y actualmente reforestadas con unos plantones de haya un tanto aislados y aun sujetos por bancales. Sin embargo, en la cresta propiamente, la vegetación se conserva. Una cerca discurre por ella marcando la divisoria y a su lado una senda la recorre en paralelo. Sin demasiados contratiempos continuamos por ese lomo como quien camina por un tejado a dos aguas, movidos por una cadencia que alterna suaves elevaciones con leves collados, dejándonos llevar siempre por las pendientes más cómodas. Guiarse ciegamente por la cerca tiene también su riesgo, porque es de ilusos seguir aquí la temible lógica de la línea recta. Aún así, conviene no perderla como referencia para los casos de urgencia. A lo largo de ella los bosquetes se concentran y se disuelven, a veces separados por breves claros que nos sirven de oteros para contemplar desde arriba el verde valle recogido en su rincón, acurrucado bajo la mole enorme del Okoro. En algunos puntos las nieblas se adueñan de la escena dando al visitante un aire fantasmagórico, como si se moviera por el bosque intentando sortear secretas fumarolas, como si temiera soliviantar a los genios que por ellas alientan, como si quisiera evitar verse atrapado en su espesura infranqueable. Con esos andares cautelosos y esos pasos bien medidos, los fantasmas que nos acompañan recrean imaginarias danzas, extrayendo de las brumas sordos ritmos de locura en los que es fácil perderse. Seguramente para los avisados ciervos formamos una extraña comitiva de ruidosas y grotescas sombras de las que es mejor alejarse. A estas horas es difícil verlos. Nos conocen, porque el humano frecuenta la zona, e incluso ha hincado hace mucho por aquí la marca de su dominio. Pasamos junto a Hiru Kantoneko Mugarria, un mojón con sus tres caras labradas, en el que concurren las divisorias de los tres valles pirenaicos occidentales, Erro, Esteribar y Baztan, una referencia importante en su día, hoy bastante desconocida. Aunque nuestra marcha discurre sin sobresaltos por esa senda lomera, la pendiente parece acentuarse. No estamos realmente para el trote. Pese a nuestras precauciones, no faltan tropiezos, resbalones y hasta caídas. De cuerpo entero, no obstante, alcanzamos la pista de partida y a través de ella el pórtico arbolado de entrada. Al fragor de nuestras furiosas pisadas allá arriba en la hojarasca le sigue ahora el amable arrullo de las aguas de la regata. Hoy no se han hecho notar los pájaros.
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