domingo, 30 de septiembre de 2012

Mal de oído


Por lo que llevo oído, cojas la estrofa que cojas, por bonita que sea, es más fácil ladrarla que cantarla.

sábado, 29 de septiembre de 2012

La soledad vive próxima


Todas las soledades son distintas, tan distintas como sus propietarios. Y digo propietarios, porque las soledades son posesiones personales y porque probablemente sean de cada persona su más íntima posesión, ese perdido desván de la casa a donde nadie llega.  Lo que no son las soledades es mudas, la mayoría consiguen tener expresión. Esa expresión de la soledad es la radiografía casi exacta del estado anímico en que se vive. Difiere en cada persona, difiere en cada edad, difiere en cada género, puede que difiera hasta en cada país. Sólo tienen en común las soledades la urgencia de la llamada, cuando en medio del desamparo se busca a quien pueda compartir esa desoladora sensación, a quien pueda aliviar nuestro extravío. Todo solitario la vive como si todos los solitarios fuéramos los últimos y como si entre los últimos sólo tuviera ya voz el último, y todo solitario sabe que esa última voz es la suya, la de quien se sabe solo, tan solo que ya sólo se atreve a preguntar al vacío: «¿Siente alguien lo que siento yo?».

viernes, 28 de septiembre de 2012

La visión de los deudos


En la memoria de sus deudos nadie sobrevive, sólo es recordado, o mejor atrapado al vuelo si se lo encuentran de paso entre sus recuerdos. En la conversación saldrá reducido a unos pocos rasgos escuetos pero llamativos, empeñado en alguna hacienda o afición ignorada, y casi siempre metido como personaje en alguna estampa ejemplar, aunque nunca eligiera ese escenario ni esa escena, y menos el aura de amable difunto con la que para siempre le rodean.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Del inoportuno énfasis


Llega a mis manos un libro. No es uno nuevo esta vez. Es un ejemplar bastante usado de una edición agotada, fechada allá por 1983. Desde sus bordes grisáceos hasta su interior marfileño, sus páginas ofrecen una amplia gama de amarillos. Por fuera ha ganado pátina como de libro antiguo y al airear sus páginas desprende ese peculiar aroma a cerrado, a cuarto oscuro. Por el librero que me lo ha enviado, supe que venía con subrayados y anotaciones, que le llegó deslomado y que procedía del saldo de una biblioteca pública. Es un ejemplar de esos que los libreros llaman fatigado, bastante fatigado añadiría. Desde luego no es el primero que recibo en estas condiciones. Suelo comprar libros usados, así que lo de esa fatiga no me resulta particularmente raro. Además fui advertido de su estado antes de encargarlo. Ha sido al revisarlo cuando he observado algunas curiosidades —tampoco las calificaría de sorpresas—, que hacen del libro un caso digno de estudio. No, no estoy hablando de una dedicatoria afectuosa, ni de un autógrafo del autor, ni de algún exlibris, marca de agua o cuño no catalogado, ni de una foto enigmática, ni de una carta perdida en el fondo de sus páginas centrales.

En otros libros había visto líneas y párrafos subrayados así como anotaciones variopintas, pero en éste son tantos que crean sobre el original toda una red semántica con el correspondiente refuerzo gráfico. Esta profusión se explica si tenemos en cuenta que procede de una biblioteca concurrida, la misma razón probablemente por la que esas «intervenciones espontáneas sobre el texto» parecen llegar de la mano de varios lectores. Aparte de las proporciones y el volumen alcanzados por esa intervención colegiada es llamativo que se ejecute siempre a bolígrafo. Generalmente el lector propietario suele ser más pudoroso. Puede que opte por el lápiz, por intercalar papelitos en el canto, por doblar la esquina de la página o por anotar su número en un índice al final del libro, rara vez se ensaña con el texto marcando a diestro y siniestro las páginas interiores. Sin embargo aquí, da la impresión de que algunos de sus lectores han actuado frente al libro con ánimo de tomar posesión manu calami de lo más suculento de sus contenidos, ignorando desde luego su propiedad pública y dejando traza de su particular lectura a sus futuros lectores. Como en otras intervenciones abusivas, no es aquí difícil suponer que detrás de cada uno de esos abusos hay un tipo de lector. Que nadie piense que estamos hablando de un libro con amplio espectro de lectores potenciales, sino de un ensayo filosófico, obra de un autor ya fallecido. Pese a ello ha tenido lectores, lectores que parecen haber ido abriendo su mente actuando sobre las páginas como quien acota terreno y dejando la petulancia insoportable de sus rayas como prueba.


«Didáctica» del subrayado en libros nuevos
En el anonimato, bajo esa penumbra cómplice de la biblioteca, es fácil tirar de bolígrafo para fijar ideas, aun a costa de dejar huella indeleble, para seguidamente absolverse uno mismo diciendo que es para cuando las dudas obliguen a volver a la fuente. No hay que ser muy largo para ver que esas prácticas aceleran como pocas el deterioro y posterior saldo del libro y la pérdida definitiva de esa fuente. En cualquier caso, a mí esta fuente filosófica me ha llegado un poco por azar, finalmente algo turbia, aunque confío que sea de lectura potable. El libro recién llegado resulta hoja a hoja, como espectáculo digo, algo poco edificante, sobre todo si miramos por lo público, y de lectura difícil al someter a su lector a permanente distracción en geometrías. Si lo miramos desde otro punto de vista y logramos pasar de contaminaciones y abusos, el libro puede ser en su estado actual hasta instructivo, porque ofrece en esa sobreescritura todo un catálogo de sistemas de notación y recordatorios, un avance de citas importantes, un despliegue de apuntes marginales y en definitiva una propuesta heterodoxa, aunque algo inducida, de lectura.

Entre los lectores que tanto atormentaron sus limpias páginas los hubo metódicos y perseverantes, al lado de otros en los que se adivina un espíritu igualmente devorador pero quizá más creativo. A los primeros habrá que atribuir esos subrayados a regla, que más parecen a escuadra y cartabón en algunos casos, apurando obstinados su propio orden, mientras se saltan la primera regla de la librería cuando ésta se disfruta en común. Son esos que alguna vez hemos visto apoyando la herramienta con fuerza sobre el ejemplar y atinando con la punta de la lengua entre dientes hasta que éste cruje en su lomo dolorido. En cuanto localizan la presa, digo la cita, se aplican a mantener el pulso a medida que subrayan con esmero, aunque sin manifestar por esa licencia remordimiento alguno. Gustan estos mucho de los márgenes, para dejar sentado lo que el autor desatendió. Unas veces son palabras «de vocación estructural», como dando título a un tema menor, en otras se destaca una oposición conceptual implícita y en las menos se enumeran los enfoques, casos o variantes dispersos en el texto. Todo esto podría ayudar si fuera medianamente fiable, pero cualquier lectura es de parte y queda un poco forzado o pedante intentar réplicas con las que enmendar a bote pronto lo escrito por el autor.


Luego están los que machacan a vuela pluma el texto. Tan pronto abruman las páginas como se cansan, o simplemente van y pierden el bolígrafo. A estos no les puedes seguir con facilidad. Son amigos de los efectos y se les ve actuar más intrigados por las expresiones afortunadas que por los enunciados concluyentes. Sus rectas nunca son rectas, porque no van con su registro mental. No por aproximativo su énfasis deja de ser visible, pero el trazo es airoso, o sea va al aire que lo lleva, como dando tumbos. En los márgenes pueden dejar largas rayas verticales señalando de ese modo algo a bulto, incapaces de concretar en esa nube un punto o una referencia, y dejando suspenso y oculto en ella un indefinido interés. Más patentes resultan sus modos cuando colocan en el margen un interrogante, y qué decir de cuando recurren al par «¿?» completo o a una serie de ellos como en «????». En un subrayador esos intentos ponen de hecho en cuestión su capacidad para señalar y hacen abrigar más dudas sobre su comprensión lectora que sobre la competencia literaria o filosófica del autor. Cuando se dejan ver en alguna nota, suelen ser de caligrafía desbocada y sintética, con ocasionales incursiones en el grafismo simbólico (que si un ojo, que si un nabo, que si un zurullo...), para que el gesto de su trazo resulte inequívoco por lo recio o por lo artístico.


No todos los asaltantes de este libro son fáciles de identificar como lectores. Hay gentes que apuntan aficiones curiosas y que han dado rienda suelta a su expresión más colorida atropellando el texto de lleno. Entre los más principales estarían los que echan mano de esos rotuladores fosforescentes con los que van tiñendo las frases alternativamente de rosa, de verde, de naranja o de amarillo, según código propio casi siempre indescifrable. Uno siempre puede armar su teoría y seguir a esos ángeles iluminadores en su lectura, a sabiendas de que tarde o temprano caerán en algún desmayo y nosotros con ellos en el desconcierto. Otro estilo, visualmente más enriquecedor, es el que imponen los que colocan ciertas palabras bajo sospecha, cercándolas como en las voces de historieta con redondeles o bocadillos. Es verdad que las líneas de texto se prestan mal a la inclusión de esos globitos, pero el círculo siempre consigue que la palabra destaque respecto al resto, ya sea como su centro de gravedad o como motivo de peligro. Más tímidamente, otros se contentan con crear nuevos tipos de subrayado a base de líneas intermitentes, de improvisados corchetes o de tortuosas flechas. Si hay un poco de cuidado el texto sobrevive. Algunos de estos subrayan el texto como quien lo mima, poniéndolo a recaudo bajo techo o dejándolo flotar sobre un trenecillo de animadas ondas. No obstante, todos ellos parecen aprendices o meritorios frente a los maestros subrayadores del más alto nivel. Es en estos donde verdaderamente se manifiesta un carácter problemático que los convierte en genios transgresores del libro y su formato. Son ellos los que consiguen, a partir de los subrayados existentes en diversas líneas y lugares de la página, enlazarlos en una tremenda estructura reticular sin temor a atravesar el sacrosanto texto con ostensibles e inquietantes rayas oblicuas. Entiendo su intención de imprimir sobre la página una suerte de sutil interpretación espacial, llevando las conexiones conceptuales a su más viva expresión, pero francamente creo que aún no estamos hechos para estas florituras semánticas. Quizá la próxima generación vea todo esto inscrito en páginas versátiles, en las que el texto quede cubierto por sucesivas capas que contengan sobreimpresiones opcionales de énfasis y también marcaciones con códigos de lectura variable universalmente aceptados. Creo, sin embargo, que nos queda aún un buen trecho para eso, así que quizá me baste para leer tranquilamente mi nuevo libro con mirarlo y mirar todo este asunto con ojos más indulgentes.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

El halagador melifluo


Cuando alguien nos sorprende proclamando a los cuatro vientos su decidida voluntad de no convertirse en un halagador melifluo, no hace falta preguntarse a qué cortejo renuncia, es más práctico revisarle inmediatamente el curriculum. Seguramente sea inútil instruirle en zalamerías y animarle a dar ese nuevo paso, porque lo probable es que ya sea de alguna cofradía zalamera. Más que un rechazo a engrosar las filas melifluas como halagador oficial, lo suyo traduce un afán de ocultar al público su rastrera afición a la lisonja. A esta gente la retórica jabonera le gasta mucho el traje de gala y hay quien de tanto frecuentar a la realeza le pasa lo que al rey del cuento, que al final con su florido discurso se exhibe desnudo sin saberlo.

martes, 25 de septiembre de 2012

Mirando al vacío


«En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o muriera. Cuando alguien desaparecía de la faz de la tierra, no era sustituido inmediatamente por otro, para que se olvidara al muerto, sino que quedaba un vacío donde él antes había estado, y los que habían sido testigos de su muerte callaban en cuanto percibían el hueco que había dejado. [..] Todo cuanto crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y también era necesario mucho tiempo para olvidar todo lo que desaparecía. Pero todo lo que había existido dejaba sus huellas y en aquel tiempo se vivía de los recuerdos de la misma forma que hoy se vive de la capacidad para olvidar rápida y profundamente». 

En La marcha Radetzky, de donde procede la cita, Joseph Roth consiguió lo que pocos escritores: intuir algunos de los cambios que se avecinaban al paso de la guerra. Es verdad que estamos a muchos años de aquel ciclo de guerras europeas con que se inició el siglo XX. Pero Europa aún sigue olvidando concienzudamente su pasado y ya nadie se atreve a mirar a ese horrible vacío. 
 

lunes, 24 de septiembre de 2012

Las doce estaciones


El ciclo de nuestra vida parece quedarse corto cuando intentamos verlo reflejado en ese ciclo anual de cuatro estaciones. Me parece que nuestro ciclo es más largo y, aunque previsible, se acomoda mal a uno tan reiterativo. Para salvar esta dificultad, he elegido doce adjetivos con los que calificar cada una de las estaciones que podrían describir nuestro paso por la vida. Veamos esa serie:
Entrante, visible, sorprendente, entrañable, creciente, presentable, aparente, distinguido, distinguible, transparente, invisible, inexistente.

¿Por qué doce? Doce es un número con resonancias. Poco costaría encontrar a los adjetivos su paralelo en los meses o en el zodíaco. Y quién sabe si hasta en los apóstoles. A ver si al final esta propuesta, que parece tan sinsorga, va a acabar teniendo un inesperado y brillante recorrido.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Un texto sobre el texto


El filósofo Jacques Derrida elabora su deconstrucción de la oposición escritura/lectura inspirándose en el Fedro de Platón y fija su postura abriendo la introducción a su ensayo La pharmacie de Platon con el siguiente párrafo:
«Un texto no es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado la ley de su composición y la regla de su juego. Un texto permanece además siempre imperceptible. La ley y la regla no se esconden en lo inaccesible de un secreto, simplemente no se entregan nunca, en el presente, a nada que rigurosamente pueda ser denominado una percepción» (J. Derrida, La pharmacie de Platon en La dissémination (1972)). 


Al hilo de esta posición y del desarrollo del ensayo, me han ido viniendo a la cabeza unas cuantas formulaciones aforísticas que quizá reflejen el tono de las tesis propuestas del autor. En ellas nada se quiere traicionar, así que nada se pierde.
-Un texto puede parecer un texto, pero uno transparente deja de serlo. 
-Un texto debería hurtarnos su sentido para mantenerlo en secreto. 
-Un texto crea por principio su orden intrínseco, y acepta su suerte. 
-Un texto no es un resultado explícito, tampoco un mensaje implícito. 
-Un texto si está bien armado se desentiende hasta de la vista y el oído. 
-Un texto acepta las lecturas como estratos depositados por el tiempo. 
-Un texto intemporal es aquel que nunca llegó a ser propiamente leído.

sábado, 22 de septiembre de 2012

De compras



Realmente nuestra realidad cotidiana no va mucho más allá del dominio en que nos movemos, está alejada en principio de filosofías y rebajas escépticas y generalmente caracterizada por una fe bastante ciega que se sostiene de forma permanente a través de lo que vemos, oímos y palpamos. He empezado con ese realmente, porque cada vez son más las realidades ilusorias que compiten con la cotidiana en el mercado de las realidades. Con nuestra realidad, pero también con las ilusorias, fabricamos nuestros días, si bien estas últimas más que ofrecerse a nuestros sentidos los cautivan, alumbrando en nuestra mente mundos más abiertos, gratificantes y casi siempre liberadores. Luego, cuando volvemos a nuestra realidad primera, dejamos el papel de cautivos extasiados para sentirnos unos confiados propietarios dominantes. No obstante, habría que hablar de dominio con reservas, porque más que de control hablamos aquí de una capacidad para hacer frente a los acontecimientos, la cual depende de lo manejable y pródiga que se nos muestre esa realidad. Tan importante como el radio de acción que abarcamos sería nuestro poder de penetración en ella, sin el cual nada puede llegar a darse por poseído y consecuentemente dominado. Eso de medir mediante radios da a entender que hay una ambición positiva gracias a la cual se mantiene conjunta y compacta nuestra realidad más inmediata, como un territorio estable a nuestro servicio. Pero en realidad, incluso en nuestra realidad, esa suposición casi nunca es cierta. Tener por descifrado y accesible lo que nos es más cercano es un error común, tenerlo además por propio hace que ese error sea mayúsculo. Escarmentados por ese error que tanto nos desconcierta en la realidad que nos rodea, surge un creciente escepticismo en aquel pretendido y ahora maltrecho dominio. Puede que esa sea la causa de que algunos describan su realidad bajo otro prisma. El modo que más se lleva ahora es aparentemente cínico y probablemente más certero, porque sólo atiende al efecto dominante de algo tan simple como la tarjeta de crédito. Tomar el crédito como medida es equivalente a afirmar que existen realidades que aun siendo visibles solo son alcanzables hasta donde podemos pisar en firme. Muchos introducen esta afirmación correctora de nuestra realidad como una apelación al realismo, un realismo al que llegamos como invitados de cuota. Con ella se extiende la funesta teoría de que no hay más realidad, bien sea física, virtual u onírica, que la que tiene precio y puede adquirirse, porque una vez hecha nuestra es entre todas la más firme y como terreno en el que encontrar satisfacción el único posible.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Acción liberal


El devoto liberal inspira muy poca confianza; la cuestión para él no suele ser defender libertades ajenas sino hacer un uso, tan pronto diestro como siniestro, de la suya.

¿Quién puede soñar?


Wasted, Prisión de Channings Wood
Medalla de plata del concurso del Koestler Trust
La obra anterior procede de un concurso de artes plásticas entre reclusos de cárceles británicas. Hasta donde he visto, no viene firmada. Si ya plásticamente resulta sugerente, su título, "Wasted", acaba por truncar cualquier posible interpretación amable y evasiva. Ese niño negro ajeno a este mundo, enmarcado como desecho social y tocado con unas frágiles alas blancas nos ofrece una imagen directa, a la que nadie puede negarle claridad de intención y fuerza expresiva.

La ventaja de las imágenes es que nos captan con rapidez, al menos con más rapidez que el texto. También es cierto que, a veces, defraudados por su escaso valor descriptivo, necesitamos examinarlas más detenidamente para intentar darles algún alcance simbólico. Algunos autores las usan como trampolines metafóricos y ponen el trampolín tan alto que no sabemos, si abandonamos lo concreto, adónde nos llevará el vuelo interpretativo. No es el caso del cuadro anterior, que forma parte de esas imágenes metafóricas casi transparentes y en cierto modo luminosas.  Lo digo porque la metáfora parece abrirnos la puerta a un mundo oculto (África, la exclusión, el desamparo,...), no exento de intriga pero más necesitado de luz y de visibilidad tras haber permanecido casi siempre dormido y postergado.


martes, 18 de septiembre de 2012

Pangloss contrataca


Observando las Perseidas. Foto: Sam Furlong
No todo el mundo distingue entre lo que sucede y lo que le sucede. Pasa en esto como con las metonimias, que al intentar figurarse el suceso se tiende a tomar lo que viene de parte por un supuesto todo. Cuando algo nos aflige, pensar que los demás también conviven en ese dolor resulta consolador, pero también distorsionador de nuestra visión, porque no acierto a pensar en un dolor universal. A decir verdad, no estoy tan seguro de que haya una visión global o un suceso universal cuyo detalle desvirtuamos cuando ofrecemos nuestra versión particular. Si tenemos que aceptar lo general como un todo, deberá de ser un todo modesto, un todo sin tutores ni previdentes, un todo simple suma de lo que cada cual siente. En cada instante suceden demasiadas cosas y lo que nos sucede a cada uno es desgraciadamente tan repetitivo que, de confundir lo uno con lo otro, identificaríamos lo indefinible con lo previsible. Hay un insistente mundo que llega a través de nuestros ojos, eso afortunadamente no quiere cambiar. Pero el mundo entero, el que verdaderamente importa, surge en el espacio y el tiempo que todos compartimos, porque a través de ellos llegamos a mundos de ojos vecinos e imaginamos, entre todos y en palabras comunes, este otro nuevo, curiosamente mucho más concreto, animado por vivencias de unos y otros, heterogéneo, misterioso, desacorde, sorprendente y quién sabe si mejor.

Insultos y conclusiones


Para muchos el final de una crítica aguda, su desembocadura natural, es el insulto o la burla; en otras palabras, atizar duro y de palabra al valedor de ese discurso insoportable. Eso no hace el discurso más soportable, tampoco menos válido, simplemente lo ahuyenta. Si ese discurso es sólido, volverá con mayor razón y con más valedores. Se verá entonces el ingenioso refutador obligado a buscar nuevos insultos y también a multiplicarlos para contener esa terrible amenaza que se le cierne y con la que el incómodo discurso poco a poco le aprieta, sus conclusiones.

lunes, 17 de septiembre de 2012

La mirada torturada


Tan cerca de mi espejo como lejos de mí mismo.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Nunca encuentro esa palabra


El aburrimiento trae a cuento tonterías que luego uno exhibe sin recato. Tengo a veces capricho por las palabras y no ceso de pasmarme ante lo que, pese a su limitado número, pueden dar de sí. Y eso que aún podrían dar más estirando un poco lo que tenemos en el diccionario. Viene todo esto a colación de lo mucho que se podría obtener en castellano con ese mecanismo léxico de sustantivación del verbo. Todo el mundo sabe que de maldecir viene maldición, de abolir abolición, de eludir elusión, de admitir admisión, de restringir restricción y así sucesivamente. El diccionario habla de la voz maldición como acto de maldecir y remite a esta última para encontrarle explicación, dando a entender que primero fue el verbo y después el sustantivo que denota la acción. Esa es la regla, pero no es difícil encontrar casos en que no prospera y no hay acción efable asociada al verbo. Se dirá que sólo obliga en la tercera conjugación, pero incluso ahí hay numerosas excepciones, casos como presidir, proferir o referir. ¿Cómo expresar la acción de presidir un congreso? ¿Presidición, acaso? Pues no, hay que introducir un suplemento con el que puede quedar algo así como gestión de la presidencia. Para el segundo caso, proferir, podríamos hablar de emisión de una proferencia, si proferencia viniera en el diccionario. En el caso de referir aún resulta peor, porque el intento lleva a confundir en referencia el acto con el resultado de referir, lo que obliga posteriormente a crear expresiones como hacer referencia con significado similar al de referir. Pero donde las miserias se multiplican —por obra y gracia de una tradición más cómplice de la autoridad que del uso— es al intentar la inversión, es decir al acudir con naturalidad al verbo del que surgió la acción cuya palabra tenemos. Para esto los usuarios de la lengua, sus actuales propietarios, somos demasiado pacatos. Un caso evidente podría ser el de erupción. Para llegar a su verbo nos hemos tenido que crear una perífrasis, que ya parece obligada, con entrar en erupción. Vendrá el filólogo y me hablará de romper y de irrumpir, de ruptura y de irrupción. Sin embargo, no habiendo colisión entre irrupción y erupción, no veo por qué habría de haberla entre irrumpir y errumpir (ambas de erumpere). Como este caso los hay realmente a cientos y lo gordo es que los últimos en llegar al romanzado, los ingleses, nos dan constantes lecciones de audacia léxica. Por supuesto ellos no tienen problema para usar to erupt. A nosotros nos podría valer como solución el volcán ha errumpido, pero, si en nuestro tradicional oído el vocablo errumpido malsuena, digamos sin tapujos que el volcán ha irrumpido. Si con entrar en erupción ya hemos pecado de tímidos a la hora de buscarle verbo, podemos empezar a pensar en el caso de tener una erección y no digo entrar en erección no vaya a parecer soez, aunque para cualquiera de los dos circunloquios debería de servir el mismo verbo. No se queda corto el diccionario cuando presenta la erección como la acción de levantar, levantarse, enderezarse o ponerse rígido algo. Los ingleses dicen simplemente to erect. Pues bien, digamos nosotros en tal ocasión erigirse, así en reflexivo para que cuadre mejor con la situación. Si conjugamos el verbo, nos quedan expresiones impecables como se erige cada dos por tres o nada más verla se ha erigido. Y puestos a matizar, aún podríamos remarcar a quién le sobreviene la erección escribiendo se le erige o se le ha erigido. Podríamos festejar el nacimiento de estos dos nuevos verbos, errumpir y erigirse, procediendo a su combinación en expresiones tales como primero se le erigió y luego errumpió, que además de acuñar nuevos usos evitan soluciones tan verbosas como primero tuvo una erección y luego entró en erupción. En fin, hasta estas calenturas de tardes largas tienen en la fría gramática su triste colofón.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Me alegro que me haga esa pregunta



Estamos muy hechos a preguntas en que el reportero de turno maniobra para arrancar una confesión más o menos elocuente en materia de sentimientos, a fin de dar colorido a un paciente gélido en una de esas entrevistas insustanciales y agotadas de salida. Hay casos aún más absurdos en que simplemente se busca sumar el dato para confeccionar una estadística de preferencias a base de preguntas tópicas a personajes que parecen trasuntos, productos todos en serie de un mismo cuño. Pero, por encima de quienquiera y para lo que quiera que pregunte, están las preguntas. Pasada cierta edad, evidentemente ya no se estila lo de «¿a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá?» o «¿qué quieres ser de mayor, bombero o futbolista?», y las demandas tienden a ser un poco más incisivas, lo que no impide que casi siempre sean igualmente repetitivas.

Una versión para gente recién instalada y con miras todavía a su cercana juventud nos la ofrece la bien conocida fórmula de «¿con qué libro te irías a una isla desierta?». La pregunta combina elementos dispares, mientras que la fortuna final depende de cómo los combine quien responde a ella. A notar de entrada el punto de picardía con que en la cuestión se sustituye el tácito ritual de pareja por una ocasional fuga y lo que eso supone de ruptura e inversión del rito. Combinar un marco atractivo con una acción resolutiva parece el requisito adecuado cuando se trata de atraer a un segmento de público generalmente absorto en sus deseos y decidido a concretarlos. ¿Qué podría ser mejor que partir de un acto de posesión, aunque se quedara simplemente en la placentera contemplación de un paraíso? Una vez en posesión del escenario, cualquiera se siente en libertad de hacerse a la fuga y montarse en ese marco una historia de la que sentirse a su vez poseído. El libro en cuestión tiene un papel menor, de él sólo vale que se ha escogido como estímulo. Porque esa es su misión, estimular con discreción a quien anda corto de imaginación en su vuelo por el paraíso y crearle en su defecto un ambiente ajustado, vagamente satisfactorio y un tanto onanista.

Evidentemente concretar los sectores capaces de ofrecer respuesta es importante si queremos que la pregunta tenga sentido. Formarlos por edades es probablemente el método más seguro de acertar. Sin embargo, existe otro aspecto a considerar. Me refiero al motivo temático que alimenta la cuestión. Antes ha sido un libro, un tema bastante afín a quien vive en el aprendizaje o ha salido recientemente de él. Con gente más talluda la perspectiva es otra y los intereses también. Cuando se trata de invocar la nostalgia, puede que sean la música o el cine, a efectos de reportaje, asuntos de mayor interés que un libro. En música se me ocurre una cuestión que frecuentemente surge de manera espontánea y que el interrogado rara vez rehúye si se le formula explícitamente. Puede parecer crudo y abusivo hacerle pensar «¿qué pieza musical (canción, concierto, aria o lo que sea) te gustaría que fuera interpretada en tu funeral?». Sin embargo, es bastante curioso seguirle en su reacción. Más que avanzar a ese instante de despedida, el interrogado retrocede de buen grado a un pasado plácido. Con ese pasado imagina y solicita para el momento de su ausencia un futuro. En realidad, en su respuesta viene a reclamar como propio un trocito de futuros ajenos. Por eso pide que su vacío se vea gratamente acompañado y por eso dispone que el aire que ocupe ese hueco vibre en él maravillosamente musicado, confiando que el recuerdo pueda aguantar vivo en su diapasón favorito.


jueves, 13 de septiembre de 2012

Algo firme


Desde nuestra cómoda posición parece como si todo consistiera en ir acostumbrándonos a contemplar atónitos atentados, ejecuciones y asesinatos, individuales o colectivos, en nombre de la fe, de alguna fe vindicativa. Lejos de conseguirlo, cada uno de estos episodios hace que nos invada la desazón, seguida de una amarga sensación al ver que el fanatismo ciego se extiende imparable en amplios sectores de la población. La chispa que enciende esas llamaradas no es lo de menos, pero señalarla como causa del incendio me parece una conclusión más bien alicorta. El terreno que ahora vemos abrasado se ha ido acondicionando para ese oficio de sangre y fuego desde hace mucho tiempo. Pretenderse árbitro desde el lado de las libertades después de irrumpir, en interés propio y con manifiesta arrogancia, en sociedades blindadas de antiguo por una mentalidad teocrática es un aventurado ejercicio pedagógico que combina la sobremestima con la subestima. En muchos de estos pueblos el colonialismo ha dejado viejos resquemores por los abusos del pasado y en esos rescoldos han ido formando de sí mismos una imagen humillada, lo que ha alimentado de prejuicios su relación con los pueblos extraños. Estos a su vez se presentan a sus puertas con los intereses comerciales como único instrumento de persuasión para la creación de un interés común. El rechazo social hacia este tipo de contratos, casi siempre asimétrico, viene acabando últimamente con desacuerdos y conflictos, y condena de ese modo al fracaso las posibles estrategias persuasivas que buscan la comprensión y el beneficio mutuos.

Por lo que vemos en los noticieros, parece como si fuéramos a una nueva guerra de religiones, esta vez de carácter global. De ser así, hay algunos puntos en los que deberíamos de apoyar nuestros argumentos contra este enfrentamiento. El más significativo es que una parte importante de la población inmersa en el conflicto no acepta verse representada bajo ninguna de las banderas que actualmente se enarbolan. Por otro lado, así ha sucedido casi siempre sin que eso haya conseguido evitar su consecuencias. Además, muchos pensamos que los intereses comerciales han convertido en asunto de Estado algo como las creencias, que debería por principio ser asunto privado de sus ciudadanos. Que esos intereses se vean respaldados por ejércitos, tras ponerse en entredicho la dignidad nacional o la integridad personal de agentes que en muchos casos encabezan maniobras de control político más que de persuasión comercial o cultural, es una última consecuencia monstruosa.

Sigo viendo necesario acudir también al contrapunto. El celo comercial arrasa en no pocas ocasiones las endebles estructuras de las sociedades tradicionales con efectos dramáticos. En vez de servir de impulso al desarrollo de sociedades más abiertas, esto trae como consecuencia la consolidación de los resortes típicos del autoritarismo, generalmente bien anclado en un entramado político-religioso de confusa legitimidad y de marcada ineficiencia para el interés público. Seguramente cada una de estas sociedades tiene su propio patrón evolutivo y también una demanda de modernidad propia. Las incursiones ajenas, animadas de mejor o peor voluntad y realizadas demasiadas veces con el único ánimo de colocara la gente en una órbita económica clientelar, cambian el estilo de vida de sus habitantes, pero no siempre son revitalizantes y beneficiosas para todos.

Las propias guerras de religión europeas de los siglos XV al XVII muestran en paralelo para cada uno de los países desarrollos diversos y conclusiones distintas. En algunos casos cercanos, podríamos incluso hablar en ese asunto de fórmulas inconclusas. No obstante, se tiene por un tópico común en la mayoría de los casos la distinción del interés común y del privado, y como una consecuencia —es verdad que históricamente no inmediata— la distinción entre entre el interés público y las creencias religiosas. Muestro ahora, a modo de colofón, la distinción entre lo civil y lo religioso en la forma que John Locke propuso en su Carta sobre la tolerancia de 1689, entendiendo que todavía sirve como base general para la construcción sociedades más participativas y justas.

»La república (commonwealth) es una sociedad de hombres construida sólo para procurar, preservar y hacer progresar sus propios intereses civiles. Llamo intereses civiles a la vida, la libertad, la salud, la quietud del cuerpo y la posesión de cosas externas tales como el dinero, las tierras, las casas, los muebles y otras similares. Es deber de todo gobernante, mediante la ejecución imparcial de las mismas leyes, garantizar a todos en general, y a cada uno de sus súbditos en particular, la posesión justa de las cosas que pertenecen a esta vida.

»Una iglesia es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que les es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas. Repito, es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de ninguna iglesia. Si esto sucediera, la religión de los padres se transmitiría a los hijos por el mismo derecho de sucesión que el de sus bienes temporales, y todos detentarían su fe por los mismos títulos que sus bienes, no pudiendo concebirse nada más absurdo que esto.


miércoles, 12 de septiembre de 2012

Toboganes de diseño


Pretendiendo atacar lo fundamental, le preguntaron, con más petulancia que inteligencia, qué tipo de línea realzaría mejor la elegancia del modelo, si la curva o la recta. Por no defraudar, el creativo prefirió hacerse a un lado y sugirió que depende de a qué velocidad se lance el modelo por ella.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Papel enterrado


Dibujo de Ansar indio
Cuaderno de campo, Viggo Ree (1971)
El hombre de ciencia cifra sus esperanzas en descubrir en la naturaleza algo nuevo. Cuando lo logra, a medida que lo describe, sus esperanzas se van desvaneciendo ante el temor de que su informe del descubrimiento nunca llegue a ser descubierto.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Cambios profundos


Nuestro camino interior alcanza momentos cruciales cuando las referencias externas que nos habían servido de guía en la vida cotidiana, y que tantas veces tiraban de nosotros con ligereza sin más que apelar a nuestra inmediata sensibilidad, pierden pulso y parecen ocultarse a nuestros sentidos. Es entonces, al enfrentarnos a nosotros mismos para encontrar a oscuras un último sentido, por extraño que éste resulte a lo sensible, cuando se manifiesta nuestra perplejidad y también nuestra angustia. No es cómodo suponerse perdido y menos aún cuando, al ver que el tiempo se prolonga, nos empezamos a sentir hundidos. La impresión que tenemos sobre nuestra situación es además equívoca, porque el pozo que nos acoge parece hecho a la medida de nosotros mismos, no en vano esa medida no es otra que la de nuestros propios errores.

Llegados a ese momento de zozobra intentar articular posibles estrategias es un propósito prácticamente imposible. Para estos casos hay que fiarse de la experiencia de otros que consiguieron salir adelante. Esas experiencias hablan casi siempre de dos caminos: uno que intenta enmendar el error y otro más audaz que propone directamente el olvido. Por radical y eficaz que aparente ser esta segunda solución en la que uno se olvida de sí mismo o renuncia por completo a su memoria para aliviarse de un pasado muchas veces infame, es una apuesta sumamente arriesgada. Y no sólo es una apuesta arriesgada, sino que tampoco asegura un camino mejor; realmente ni siquiera nos asegura un camino. Los pitagóricos veían en la muerte, en el paso por el Hades y por el río del olvido, el único modo de lograr la palingenesia, ese renacimiento como nuevos seres vivos, consecuencia de una transmutación que unos llamaron metempsicosis y otros metensomatosis, según pusieran el acento en el alma migratoria o en el cuerpo receptor.

La posibilidad de que la palingenesia pudiera obrar su virtud revitalizante en el individuo sin necesidad de recurrir al olvido y a transmutaciones, y consecuentemente sin pérdida de la identidad propia o bien reforzándola a base de marcarle un nuevo camino, fue un empeño muy propio del cristianismo, que basó en esta hipótesis del renacimiento personal en el seno de una nueva fe su sacramento del bautismo. Con la misma intención de mantener la identidad tras ese renacer, mucho antes, a partir de Sócrates, se habían apuntado vías de superación personal que buscaban evitar el temible y letal olvido. Sin embargo, en todas ellas la superación exigía a cambio que el individuo se enfrentara a sus errores anteriores. Afrontar el error evidentemente obliga a revisar el pasado y a adoptar cambios de conducta profundos. Quería llegar a este punto libre de las salvaguardas e interpretaciones cristianas, porque si no todo el problema del cambio de rumbo personal, al ir asociado a la idea de regeneración, puede quedar reducido al arrepentimiento y al subsiguiente perdón divino.

Para evitar esos caminos trillados, empezaremos por recordar que la superación del error y la apertura de un nuevo camino tiene en los autores clásicos una expresión conceptual algo distinta. Lo que hoy entendemos como cambio de actitud está ligado a los conceptos de metameleia y metanoia, si no en su forma literal al menos a través de sus verbos derivados. No se trata de dos conceptos intercambiables, la diferencia semántica es sutil, así que intentaré explicarla. El primero, metameleia, no supone propiamente un cambio de actitud ni una rectificación del error. Representa más bien ese estado en que se lamenta el hecho que ha conducido al error y se admite la conveniencia de no repetirlo. En este marco puede aparecer también el remordimiento, como un sentimiento que apenas alcanza a expresarse. Evidentemente no es este de la metameleia un concepto que pueda traducirse por arrepentimiento, sino que conviene más bien a ese lamento que de forma más o menos convencional expresamos cuando creemos haber tenido un desliz. Puede que nos propongamos evitar nuevos episodios, pero nos mantenemos como únicos jueces de la situación.

En el caso de la metanoia se vislumbra la necesidad de corregir y de cambiar el modo de actuar a la vista de los errores cometidos. Supone, por tanto, una revisión profunda de la conducta, que puede dar paso a un cambio de actitud. Si todo esto lo entendemos como una rectificación en el modo de conducirse frente a los demás quizá pueda hablarse de arrepentimiento. Más difícil es aceptar que ese arrepentimiento vaya más allá de nosotros mismos y que suponga interponer jueces que sancionen el error y nos dirijan hacia caminos de virtud. En esa vía es donde el cristianismo incorpora la figura divina con la calificación de ofensa para los errores y la promesa de regeneración espiritual a través del perdón divino. Sin embargo, la metanoia, de la que todo esa doctrina procede, tiene intenciones menos ambiciosas. Cuando uno considera la metanoia sin desprenderse del prisma cristiano habitual, uno se siente forzado a buscar ante quién reconocerá su error el individuo. Se nos ha hecho creer que si no hay testigo del reconocimiento del error no hay garantía de que no se volverá a producir y de que la rectificación que sigue al examen bajo la fórmula del arrepentimiento no será firme. Parece que en los clásicos ese examen puede también conllevar arrepentimiento, pero a diferencia de la interpretación anterior es entendido como un acto reflexivo, privado y sin testigos, que obliga a revisar la actitud que dio lugar a los errores y a actuar en consecuencia a la hora de reemprender el camino.

Es verdad que venimos barajando dos planos. Probablemente hay más claridad en el que separa metameleia de metanoia que en el que separa la versión cristiana de este último concepto de su versión digamos clásica. Para reconstruir este segundo plano habría que proceder seguramente a un análisis minucioso de los textos, pero lo cierto es que aquí no he ido mucho más allá del señalamiento de diferencias. Por su parte, con el primer plano se marca una distinción que me sigue pareciendo sumamente relevante desde el punto de vista personal y con independencia de credos. Siguiendo el criterio literario clásico, metameleia nos habla de la sensación de haber fallado y no necesariamente de la aparición de nuevos propósitos. Parece claro que para que se produzca la llegada de ellos es necesario un cambio más profundo, un cambio que habitualmente pasa por el arrepentimiento. Pero la cuestión en este punto no es saber ante quién rendimos cuentas, si ante uno mismo o ante una figura que actúe como espejo de nuestras carencias. Resulta más acorde con la tradición filosófica clásica, y bastante más útil también, admitir el arrepentimiento como una fórmula de reorganización de valores y prioridades que facilita un cambio en nuestra forma de entender las cosas. No olvidemos que etimológicamente la metanoia representa una nueva forma de conocer, un ir más allá del conocimiento del que se disponía antes de su irrupción. En ese sentido la metanoia supone una completa regeneración conceptual. Además de ser aceptada con agrado por los filósofos cognitivistas, entronca sin problemas con la tradición filosófica del renacimiento personal y pasa a ser hoy entendida, con cierta pompa académica aunque sin trabas religiosas, como la vía de ascenso a un nuevo orden conceptual.

Si todo esto se parece o no a encontrar un nuevo camino, es algo difícil de precisar, porque nos obligaría a explorar las vertientes masónicas, animistas, psicológicas o simplemente metafóricas de lo que debe entenderse por camino. Desgraciadamente esa tarea se anuncia tan oscura en mi propio camino, que de momento no creo disponer para él de mayores luces que las exhibidas.


sábado, 8 de septiembre de 2012

De portadas


Portada para n+m de Erwin Poell
Las anodinas publicaciones científicas pueden ofrecer a veces grandes sorpresas, incluso a quien no se atreva con sus páginas. La portada que se muestra arriba corresponde a un número ordinario de la revista Naturwissenschaft und Medizin del año 1965 y el diseño es obra de Erwin Poell. No ha sido fácil elegir una portada que pudiera ser mostrada como la más representativa de todas las que aparecieron por entonces en aquella revista. Entre ellas unas están más orientadas a las ciencias naturales y otras a la medicina, pero en todas es patente una unidad conceptual que hace claro e inconfundible su diseño. Ya se sabe que, aunque se nos invite como en este caso a una lectura de denso contenido, eso no debe ser obstáculo para que el mensaje gráfico de la portada sea sintético. Para evitar que su relato quede desde un punto de vista científico desfigurado o confuso, el reclamo de portada debe de ser directo y esquemático, sin que traicione el rigor del contenido. La portada que he elegido tiene además de esas virtudes alguna otra singularidad que la hace especialmente brillante. Los rasgos del ave se distinguen sin dificultad, pero lo que se intenta realzar es lo que difícilmente podría expresarse en una simple figura o en una foto: su vuelo. El dinamismo de la batida de sus alas, expresado con esa secuencia de colores básicos y puros, me parece particularmente armonioso y elegante. Habiendo leído unas cuantas revistas y algo de literatura científica con posteridad a esta serie alemana, tengo la impresión de que el estilo de estas portadas sirvió de modelo a muchas de las publicaciones de divulgación científica que circularon por el mundo en los años 80 y 90.

jueves, 6 de septiembre de 2012

En un mundo de ranas


Sloan's Crossing Pond, Mammoth Cave N.P., Kentucky
Situarse en el centro del mundo es una actitud hasta natural en el humano. Dar medida de su grandeza, alabando de paso la perspicacia de la propia mirada, es un gesto de asimilación que lleva a confundir el mundo con la escala en que se mide. Por ahí van los tiros cuando Protágoras, el sofista, dice aquello de «el hombre es la medida de todas las cosas». El humanismo ha obtenido merecido crédito y largas rentas morales gracias a este principio, pero hemos vivido suficiente como para mostrar el siguiente capítulo. Cumplidos esos dos requisitos, que presentan al hombre en el centro del mundo sentado y con su vara de medir en ristre, pasa éste a dotarse de una cosmovisión dominante sin más esfuerzo que imaginar bajo sus pies y sometido lo que ha empezado a sentir como suyo, aquello que le alcanzan sus sentidos. No es fácil descolgarse de ese dominio tan grato y aprender a situarse en un mundo que otros ven y sienten también como suyo. Pero todo empieza a cambiar cuando vemos medida y mundo desde una nueva perspectiva. Una medida adquiere relieve ante todos cuando todos la ven como relativa a cada uno y de forma parecida el mundo adquiere nuevo significado cuando deja de ser tenido por único.

Hay un punto poco estudiado en Platón, que debería ser quizá recalcado como un avance en este sentido. En general, sus cosmologías se alejan claramente de las teogonías formuladas con anterioridad. Podrían considerarse emparentadas con esas cosmovisiones de patrón dominante, pero no hasta el punto de ver a ambas confundidas. Si volvemos a Protágoras, para tomarlo como precedente, encontraremos en el mundo razones tanto para el relativismo como para el absolutismo, todo depende de qué hombre, si un individuo o el concepto, tomemos como referencia y principio. En Platón vemos cómo esa razón se desborda hacia lo absoluto en el mundo de las ideas, pero eso no debería impedirnos ver tímidas señales de distanciamiento relativo, particularmente en su obra tardía. Es significativo lo de su diálogo Fedón, donde le escuchamos decir por boca de Sócrates: «Estoy convencido de que la tierra es muy grande, y que nosotros sólo habitamos la parte que se extiende desde Fáside hasta las columnas de Heracles, derramados a orillas de la mar como hormigas o como ranas alrededor de una charca». El pasaje, más bien trivial y sobradamente conocido, da pie a una larga disquisición cosmológica. Aun aisladas de su contexto, esas líneas siguen teniendo valor, ya que han sido elegidas como punto de partida, y en ese sentido pueden llegar a ser entendidas como una amarga, crítica e inicial aceptación de la relatividad del hombre en la naturaleza, cuando empiezan a hacérsele patentes los límites del mundo conocido.


miércoles, 5 de septiembre de 2012

El caminante temerario



A quienes resultan molestas las citas en un texto, siempre les recuerdo que quien prescinde sistemáticamente de ellas alimenta la vaga ilusión del que camina sobre las aguas. No sería grave, si sólo el autor se hundiera tras los oportunos cañonazos de la crítica. Lo peor es que de la mano con él se van a pique también sus lectores, que se ven súbitamente sin asidero al que agarrarse y en un mar demasiado ancho y bravío como para seguir a flote.

martes, 4 de septiembre de 2012

Apunte sobre el progreso


Con el signo del progreso marcamos todo aquello que hace nuestra vida menos penosa y más segura. Probablemente ese es el único tipo de progreso que en un principio era apreciable para el hombre. Para ver más allá de esas dos razones hay que estirarse un poco, si bien puede que en ese intento de reconocer otras de mayor peso acabemos en conclusiones peregrinas. Las destrezas, recetas, fórmulas, máquinas y todo el despliegue de soluciones que impulsan el progreso humano son parte de una estrategia defensiva, se podría decir que característica de nuestra especie. De hecho, el núcleo en torno al cual se genera progreso es fundamentalmente el instinto de supervivencia. En cierto modo el progreso no hace sino desarrollar de un modo peculiar esa primera pulsión instintiva.

Lo que hace peculiar a ese intento defensivo que articulamos mediante el progreso es que sólo fructifica gracias al conocimiento y que lo acabamos percibiendo como un aumento de nuestro bienestar. Ahora bien, que el progreso dependa del conocimiento y se refleje en el bienestar no quiere decir que deba ser confundido con la sabiduría ni con la felicidad. El conocimiento, en concreto, es fuente indudable de progreso, pero no siempre culmina con él. Es posible incluso ir en la dirección contraria cuando, pese a haber alcanzado grandes conocimientos, nos sentimos en retroceso al vernos sometidos de nuevo a penalidades e inseguridades que creíamos olvidadas. Así que, aun siendo estrecha, y con cierta tradición política, la relación no deberíamos creer que los avances científicos aseguran el progreso, más bien podemos estar seguros de que la ausencia de vigor científico anuncia el retroceso.

Son muchas las razones por las que los hallazgos científicos, y en general el aumento de nuestro conocimiento del mundo, no se traducen en progreso. Muchas de ellas son de naturaleza política y serían demasiado largas de discutir. Me conformaré con volver a esa percepción de inseguridad y penalidad. Hablamos en este caso de un sentimiento que por su carácter subjetivo está expuesto a una valoración irregular, coyuntural e interesada, y que, en ausencia de signos claros de progreso que lo disipen, hace a muchos sospechar que vivimos inmersos en un estado de retroceso. La distancia que media entre esos signos positivos y unos avances científicos generalmente de difícil comprensión provoca un retardo, un tiempo muerto que es pronto devorado por esas sensaciones personales a través del estado de ansiedad que los instiga. He ahí una de las causas por las que la ciencia comienza a perder entre nosotros relieve y también el apoyo necesario para mantenerla viva.

Hay otro factor que contribuye paralelamente a afianzar ese estado de opinión reservada y expectante respecto al progreso. Decíamos que en el bienestar está su reflejo más inmediato y elocuente. Como si de las acciones materiales emprendidas con el progreso se derivaran necesariamente beneficios de orden psicológico, creando una imagen moral del propio progreso. Al revestir el andamiaje material de motivaciones individuales se concurre fácilmente con otras aspiraciones morales, lo que lleva a algunos a creer que en el progreso está el camino de la felicidad. No es de extrañar, por tanto, que para muchos la felicidad quede reducida a un estado personal marcado por la seguridad y la carencia de penalidades. Impresiona ese ajuste eficaz entre la felicidad y la idea original de progreso, ese acoplamiento del beneficio moral a la solvencia técnica, pero sabemos que apenas se da.

Si el discurso científico, tan necesario, queda con frecuencia descolgado del progreso, hasta el punto de convertirse en un discurso sospechoso y, en el peor de los casos, inútil, qué decir de este discurso moral en el que el progreso material se integra como fuente natural de felicidad. Ciertamente hay mucho que decir en ambos casos, pero lo que no se puede es proponer la confusión como método y hacer intercambiables, a todos los efectos, las ideas de avance científico, progreso y felicidad.


lunes, 3 de septiembre de 2012

Las nuevas vidas


Con su economía lapidaria los latinos sentenciaban: Bis pueri senes, lo que viene a significar que el viejo es dos veces niño. El adagio, recogido por Erasmo en su Collectanea adagiorum, debió de ser un dicho común ya en el período clásico, no parece que fuera incorporado como otros durante el medieval. Siguiéndolo, es difícil saber si debemos ver al viejo como el niño por antonomasia o como alguien embarcado en una segunda niñez. La respuesta depende también de qué supongamos que prima en el niño, si la ingenuidad o la locura. Si ambas son intercambiables, puede que nos sea más comprensible ese pretendido doble apogeo de la niñez. En el intermedio podemos imaginarnos instalados en la razón y alejados de esos dos extremos, intentando ampliar la utilidad de nuestra vida a base de mitigar la inconsciencia. Podemos desde luego creer que vivimos ahí en medio razonablemente, pero no por ello dejamos de sentirnos navegando en esa movediza inconsciencia, tanto que frecuentemente nos preguntamos si hay en nosotros realmente sitio para la razón. Lactancio, en una más de las piruetas retóricas contenidas en sus Institutiones divinae, hace que el propio Séneca responda a quienes vivimos en esa duda: Non bis pueri sumus (ut vulgo dicitur), sed semper. Al parecer, pues, no somos dos veces niños, sino siempre. Lo que viene a ser tanto como decir que la consciencia sólo nos sorprende de vez en cuando, que la vida común es un continuo modo de imaginar cada día nuevas vidas, a cual más insensata, y de traspasar reiteradamente la barrera que nos separa de ellas en una suerte de inagotable diversión.