sábado, 18 de agosto de 2012

¿Dónde cabe toda la belleza?


Para dar respuesta a la cuestión lo más inmediato sería ir imaginando espacios y dimensiones en los que albergar los museos, las bibliotecas, los paisajes vegetales y minerales, y también los ejemplares de excepción de las distintas especies, y determinar si lo incluido en esa operación encaja en el canon. Pero frente a esto, lo más efectivo es ir a nuestra cabeza, que es donde toda la belleza se concentra. A partir de ahí, la regla es también simple: tantas cabezas, tantos canones de belleza. Aun así, no hay motivo para hacerse ilusiones. Casi todos creemos que algunas cabezas tienen más cabida, o son más abiertas, que otras a las que se ve refractarias a cualquier tipo de equilibrio. Esto lleva a sospechar que en ese equilibrio, que pronto asociamos a la idea de armonía, de regularidad o de contrapunto, habría que buscar el origen de nuestros intentos de conquista de espacios interiores. Dudo mucho que esos espacios puedan presentarse como fortalezas, como reductos defensivos en los que poder resistirnos a los sinsabores de la realidad. La idea de que el mundo de la belleza nos protege del real tiene más que ver con las hostilidades que uno percibe en su entorno. Nuestras bellezas parecen ser hijas de ese temor, de un específico temor al desorden y de un genérico miedo lo desconocido. Desgraciadamente con la misma eficiencia con la que esa ansiedad va labrando cánones para el sosiego, la vida real amenaza de ruina a todas y cada una de las obras adquiridas con sus reglas.

Por educación cultural hay que entender un tipo de carrera bien conocida en la que recorremos el catálogo heredado sin apenas detenernos en las estancias, como quien recorre, apremiado por sus alucinaciones, las salas de un gigantesco museo. Pero nadie retiene realmente la belleza; de aceptarse como valor, resulta un valor extremadamente volátil. A lo sumo retenemos una impresión, que asociamos a la sorpresa y al goce. Esto puede que explique la querencia posesiva por lo bello, aunque nada diga sobre la inutilidad de cualquier intento por retenerlo. Cada generación se abre a imágenes distintas en las que la belleza surge de extrañas e inexplicables sintonías. Acogerse a patrones históricamente consolidados, como si en ellos la belleza se asentara con firmeza, es una ilusión de la que nuestro hijos casi siempre nos despiertan. Para algunos la belleza es la sorpresa, lo que destaca en medio de la monotonía; para otros la belleza es el refugio, un panteón de sombras amigas, un memorial de ecos registrados, una expresión sintética y certera a través de la cual nuevos mundos emergen.

Quizá por todo eso yo había empezado hoy por escribir: A nadie sorprende la belleza; sorprende que un ciego la disfrute y que el vidente se niegue a verla. Yo venía de la música, en concreto de un aria de Nicola Porpora, uno de los músicos más brillantes del barroco napolitano. Podrá residir la sorpresa en el hecho de desconocer la obra, pero quien llega a conocerla no puede negarle aprobación a su belleza. Muchas veces se alega el principio de lejanía, de lejanía temporal se entiende, para desdeñar la invitación, para hacer literalmente oídos sordos, pero la lejanía tiene también sus virtudes. Una de las primeras es que crea una ilusión de profundidad. Que esa profundidad no responda a la sensibilidad del que escucha o, peor aún, que se reciba como indicación de reverencia es motivo más que suficiente para desconectar. Yo hablo de profundidad pensando más en los matices que uno va encontrando a medida que penetra en la obra que en el grado de elevación que cree haber alcanzado sobre el banal mundo. En realidad mi profundidad no es deudora de la lejanía. La lejanía parece concitar formas y sintonías que en nuestra sensibilidad alcanzaron respuesta sensible. Como nuestra mente mantiene estratos enterrados a los que estos estímulos responden y como la amplitud de las formas no es infinita, puede que el reconocimiento de lo que nos atrae como luz de fondo valga más que el efecto de esos destellos que tanto nos sorprenden.

 
Bella diva, aria de L'Angelica, serenata de N. Porpora, libreto de P. Metastasio,  Olga Pitarch, soprano,  Real Compañía de Ópera de Camara, dir. J. B. Otero.

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