Ante la sorpresa de todos, se abalanzó sobre la repisa, enganchó la botella con ambas manos y, después de amorrarse a ella, con un largo y sostenido trago la apuró. Al ver las caras de estupor y bochorno a su alrededor, aun se defendió puntualizando: «Yo nunca llamaría a esto abuso, en todo caso deberíamos considerarlo un exceso reparador».
viernes, 31 de agosto de 2012
Salida triunfal
Ante la sorpresa de todos, se abalanzó sobre la repisa, enganchó la botella con ambas manos y, después de amorrarse a ella, con un largo y sostenido trago la apuró. Al ver las caras de estupor y bochorno a su alrededor, aun se defendió puntualizando: «Yo nunca llamaría a esto abuso, en todo caso deberíamos considerarlo un exceso reparador».
jueves, 30 de agosto de 2012
La casta de los vigías
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Watchtower (2012), Timothy J. Reynolds |
domingo, 26 de agosto de 2012
Muy verde y muy bonito
Bosque de Otxazañeta, Leazkue (valle de Anue) |
sábado, 25 de agosto de 2012
La familia y sus padrinos
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Núcleo duro de los Corleone |
viernes, 24 de agosto de 2012
Nacimiento del dominio
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Giño del robot, fotograma de Metropolis (1927), F. Lang |
jueves, 23 de agosto de 2012
¿Por dónde se escapa?
Si cada día nos aporta su modesto gramito de sabiduría, a estas alturas casi todos deberíamos de ser sabios. Como no parece que en ese censo entremos todos, será cuestión de indagar por dónde se esfuman esos saberes. Propongo tres direcciones, a ver si así no me pierdo. Puede que nuestros organismos, genéticamente fatigados o por alguna disfunción merecedora de más amplio estudio, no sean ya capaces de asimilar ni esas ínfimas cantidades. Sería esta la hipótesis de los organismos reactivos o alérgicos. Aun siendo capaces de asimilación, puede también que asimilemos por otro lado y sin esfuerzo hasta un kilo de estupidez, medida que contrarresta cualquier logro y nos educa sensu adverso. Hablaríamos entonces de un caso claro de balance negativo. Por último estaría la hipótesis que tengo por más probable entre todas. A saber, para no caer en catastrofismos penitenciales, preguntémosnos si sabemos de lo que hablamos. Y, si ya sabemos qué es sabiduría, preguntémonos a continuación si podemos saber cuánta es nuestra sabiduría. Quizá sea mejor seguir por la senda de las preguntas que pretender lo que no se puede llegar a saber, y es que nadie puede realmente saberse sabio sin venir a parar en estúpido. Bueno, dije tres, y ahí lo dejo.
miércoles, 22 de agosto de 2012
Perder caminos
Si se hace difícil de seguir un camino por el que sabes que ya nunca volverás, a quién puede extrañar que a veces la vida te pese, te retenga en la duda y te paralice, que todo se convierta en un continuo mirar adelante y atrás en espera de un tiempo decisivo que nos haga dueños de nosotros y de nuestro camino.
martes, 21 de agosto de 2012
El genio rodio
No hay rastro ni mención al Genio Rodio, ni en Siracusa ni en la abundante literatura sobre el pasado griego de la ciudad. Del famoso cuadro que los siracusanos guardaban en su Poecilium —lugar del que se dice que rivalizaba en tesoros, estatuas y pinturas con el de la propia Atenas— no nos ha llegado prácticamente testimonio alguno. Si tuvo espectadores, ninguno, salvo Epicarmo, quedó suficientemente impresionado como para animarse a informarnos. A ojos de los espectadores que tuviera, bien pudo pasar su figura central por una propuesta enigmática, puesto que, contra lo que era costumbre, no representaba a ninguna divinidad olímpica. Fascinado por ese enigma hubo quien le otorgó un carácter simbólico, o mejor emblemático. Nos cuentan que Epicarmo interpretó la pintura como un conjunto alegórico cuando nada parecía decir el cuadro a sus conciudadanos. Él era un seguidor de Pitágoras y como tal puede que no se rindiera con facilidad a lo divino, al culto que reclamaban la imagen de Zeus o la de Apolo. Seguramente en la imagen del cuadro veía él otra cosa, quizá un alma reencarnada o un genio llegado desde algún mundo armónico e iluminado. Más nómada que extraviado, fuera o no genio, lo representado en la pintura había arribado a la costa siciliana tras vagar por el mar Egeo, entre los restos de un naufragio. Los que examinaron el barco dijeron que seguramente procedía de Rodas.
Del aspecto y contenido del cuadro nada sabemos directamente por Epicarmo, cuyos libros se han perdido, sino por lo que un informador de excepción nos transmite. Según nos cuenta, en escena aparecía un conjunto de jóvenes, efebos y doncellas que reflejan en su desnudez el lustre y el esplendor de sus cuerpos, reunidos a la espera de alguna señal decisiva y sumidos en una indolencia tan ardiente que parecía confundir fatiga y deseo. Sus miradas sombrías y agotadas convergían en la preminente figura que desde lo alto presidía la asamblea. Es un individuo de aspecto andrógino e infantil, delicadamente vestido sin otro terciopelo que el de su piel sonrosada. Sonríe inocentemente y recoge con su mirada profunda el brillo de la antorcha que enarbola encendida en su diestra. A su espalda se asoma una mariposa azulada que obstinada en aletear pone una nota de colorido y liviandad haciendo flotar al genio en medio de la luz con soberbia majestad.
Como decíamos, nadie supo dar sentido a esa escena multitudinaria y captar el carácter del personaje. Alejada del enfático caudillaje de los mitos al uso, la efigie parecía irradiar una feliz alianza del espíritu y la luz. A pesar de ello, carecía la pintura del tono épico que se había visto en maestros como Apeles, no había en ella tampoco un pronunciamiento decididamente dramático o festivo, más bien parecía un presagio, un presagio suspendido en un instante fronterizo. Entre las dificultades para entenderla y la pérdida de su pista en palacios arruinados y sucesivos traslados, de la obra no se conoce más intérprete que Epicarmo. Ni él mismo acertó en un principio a ver lo que en ella se ocultaba. Hubo de aparecer un segundo cuadro, procedente también de Rodas, que complementando el primero sirvió de contrapunto. Tal fue el contraste, que el enigma encerrado en el emblema se le reveló a Epicarmo como algo diáfano. El escenario del nuevo cuadro era similar al anterior, pero la mariposa había desaparecido y la antorcha yacía apagada a la vista de un desolado genio, que se veía rodeado por el plácido abrazo de los jóvenes, cuyas «miradas no eran ya sombrías y sumisas, sino que revelaban, por el contrario, el delirio de la emancipación y la satisfacción de deseos reprimidos por largo tiempo», en palabras de nuestro informante.
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Alexander von Humboldt |
Ese clasicismo queda bien reflejado en una historia natural celosa catalogadora la diversidad de la vida. Fue una etapa etapa imprescindible en el estudio de la biología, emprendida con entusiasmo por los ilustrados con Linneo a la cabeza. Lo que ya no pareció tan sencillo a sus sucesores fue definir el propio concepto de vida sin reducir en el intento la complejidad de las formas en que se manifestaba. La búsqueda de fundamento definitorio resulta ser generalmente más tortuosa que los alambiques y retortas del laboratorio, porque nos obliga a bucear en nuestra trama conceptual. No es viable fijar, operando exclusivamente sobre el frío mármol de la poyata, las razones que impulsan la vida. Antes es preciso examinar lo que se mueve y alienta en el fondo de nosotros mismos. Mas quienes lo han intentado han aprendido pronto que todo es ahí más impreciso, que todo es un constante oleaje de imágenes e impulsos y que sólo un emblema puede a nuestros ojos ser guía útil, por poco fiable que sea.
Por más que Epicarmo diga ver en aquel genio rodio del primer cuadro, con su antorcha y su mariposa, la expresión de la fuerza y la juventud, o más exactamente «el símbolo de la fuerza vital que anima a cada germen de la creación orgánica», sólo el segundo cuadro da verdadero relieve a esa fuerza vital. Como fiel reflejo del instinto satisfecho, la siguiente escena muestra el abandono y la molicie que han seguido al mudo estallido. Por contraste natural, algunos pretenden calibrar en ese estado de letargo la primitiva fuerza del instinto retenido. Esa lectura de la secuencia formada por ambos cuadros alimenta solapadamente la nostalgia del orden moral frente a las tendencias disolventes. Pero descifrar el emblema como manifestación de la primacía de la lucidez y la razón frente al asedio de los bajos instintos no deja de ser un enfoque tan cargado de moralismo que queda desprovisto de realismo. Es poco probable que ese sea el enfoque escogido por Humboldt, nadie piensa que su búsqueda de principios en el emblema debería entenderse teñido por ese tono moral. Si lo que está encarnado en el genio es el impulso vital, de hacer caso a su portavoz Epicarmo y sus convicciones, la secuencia representaría con mayor probabilidad una alegoría de la vida y la muerte. En ella la creación y la corrupción sólo estarían separadas por un impulso certero, por un estela fugaz que denominamos vida. «El día de la muerte es un día de himeneo», nos dice Epicarmo al respecto. La fuerza vital representada en el cuadro sería entonces para Humboldt el testigo de paso de las sucesivas generaciones y declinaciones en las que la vida encuentra su difícil definición.
Pocos años después, Alexander von Humboldt, el auténtico autor, con permiso de Epicarmo y su trastienda pitagórica, de este emblema pictórico, tan nebuloso en referencias como atractivo en ideas, abogará en favor de una sistematización de los fenómenos vitales partiendo de sus avanzados estudios anatómicos. Con ello parece dar un giro decisivo a su concepción de la ciencia y quizá otro menos radical a su concepción de la vida. Ningún pintor acudió esta vez en su ayuda, ni recurrió en esta nueva etapa a las licencias y analogías poéticas. Puede que la ciencia se hubiera abierto definitivamente paso con nuevos instrumentos y superado la brumosa época heroica. Y sin embargo, nada parece empañar la profunda verdad reflejada en la imagen virtual del Genio Rodio y su singular contienda entre muerte y vida.
lunes, 20 de agosto de 2012
Tiempo de bodas
El dibujo que marca una tendencia nos invita a seguirla para volver luego a repasar el recorrido una vez que se ha avanzado hasta su extremo. Llegados a ese punto dibujo en mano, mientras unos parecen hablar del futuro como malpensados, otros con parecido discurso son reconocidos como visionarios. Estos últimos anuncian, por ejemplo, con sonoros lamentos el fin de los tiempos del matrimonio. Seguramente estaré de acuerdo, pero puedo atreverme a ser más específico atendiendo a las tendencias. El Estado no se limitará simplemente a registrar los emparejamientos para restringir la poligamia y las edades. No habrá bodas en el futuro sin su decisiva mediación en el contrato —para el mutuo disfrute de los cuerpos, que decía Kant— y se tenderá a controlar esa actividad perseguiendo por malsanas las coyundas libres o espontáneas. Para legitimarlas se impondrá a los participantes un período de formación obligatoria con clases de anatomía masculina y femenina, se exigirá un certificado que confirme su estado físico y psicomédico y por último se aportará un informe completo de cuentas con especificación clara de sus deudas, muy especialmente las contraídas con el fisco. El temor a tener que responder, como depositario y valedor del contrato, de los fraudes que en nombre de él sobrevengan, con los elevados costos que eso suponga, será visto como motivo suficiente para que el Estado regularice el derecho de la ciudadanía a emparejarse. De ser así, los novios saltarán al tálamo nupcial con su precinto de garantía en regla y debidamente higienizados —o excepcionalmente esterilizados, en caso de fecundación peligrosa— con el fin de lograr un ejercicio regular de su derecho al goce, que nunca podrá ser ya indiscriminado, ilimitado o emprendido con desprecio de sus conciudadanos. Es probable que para cuando la ley se promulgue el Estado deba hacer frente a otro tipo de demandas. Un deseo de muchos es que el acto íntimo sea público y transparente, y que el pretendido goce —de la pareja, se entiende— sea perfectamente visible y comprobable. A este seguirán con seguridad otros. Y es que, como bien se ve, las nuevas tendencias van por la senda de anteriores tendencias dando curso a una evolución que sólo los más malpensados saben a dónde lleva. Bueno, ellos y el poder que empeñado en controlar las alimenta.
domingo, 19 de agosto de 2012
La pared
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Foto de Giulia en Le Marche Photo Blog |
Para los curiosos, por ejemplo, el aburrimiento pronto caduca, porque metidos en la pared lo que ven ante sí es un enorme cuadro. No necesitan de la visión de un artista para ir encontrando en ella manchas de color de distintas dimensiones y grados así como formas y texturas diversas. Es cuestión de volver a mirar con otros ojos no sólo las manchas sino las grietas, los grafitos y las desconchaduras. Como el material que forma la pared permanece durante un buen rato a la vista, siempre puede uno entretenerse en las irregularidades, en aquellos detalles que se salen de la norma, cosa que en una obra humana está asegurado. Si la tapia es de ladrillo, raro será que todos sean exactamente iguales y que estén perfectamente dispuestos. Y lo que vale para los ladrillos, vale también para los sillares, para las mamposterías o para los empedrados. Además hay otros motivos de examen. Cuanto mayor es el tamaño de los bloques de la pared, menos preocupan las excepciones coloristas y más intriga la solidez de la estructura. Un ladrillo requemado en una pared rojiza parecerá quizá una chocante novedad, pero un sillar fuera de sitio es un signo de inestabilidad. En este sentido, es bastante común que el curioso quede inicialmente atraído por la estética y acabe preocupado por la arquitectura.
Cuando todos esos fallos de estructura están encubiertos bajo una o varias capas de revoco, la intriga no desaparece del todo. En esos casos suele ser el lento trabajo del tiempo el que más luce en la pared. Con él entramos en el apasionante mundo de las desconchaduras, donde el lienzo queda rasgado y abierto al material de fondo, que se muestra sin pudor a los intrusos. Frente a una pared durante largo tiempo abandonada, hablar de deterioro creciente es casi como presumir de obra plástica. A poca gente le interesa el lienzo en blanco impoluto. Ese es el terreno del muralista, un interventor al fin y al cabo, y, a falta de él, el espectáculo en blanco duro es del todo abrasivo. Queda la esperanza, incluso en este caso extremo, de que las grietas hayan abierto sus caminos o hayan desplegado algún abanico de finas dendritas lo bastante interesante como para no echar en falta ni colores ni materiales. Si ni siquiera hay esos claroscuros, sólo cabe esperar que aún mantenga la pared pegados trozos y jirones de los muchos carteles que la han ido cubriendo en continuas transiciones a capricho. Con todo ese empapelado el enfrentamiento es distinto. Ante sí tiene uno el reto de imaginar cuál pudo ser aquel concierto, dónde fue esa otra película o qué producto se anunciaba con ese logotipo. Y tras ese primer estrato de papel, el viento va haciendo aparecer otros nuevos que aún aguantan pegados. Metidos en esas profundidades, las conjeturas anteriores se quedan cortas y empiezan a competir con sorprendentes y extrañas componendas, en las que nos llegan reclamos y visiones fragmentarias de otras épocas.
De toda esa locura, que es sobre todo un premio, algunos hacen castigo y tuercen la cara hacia la pared enfurruñados como niños. Cuando consiguen contemplarse enfrente, se ven como en presidio, con la única misión, si la suerte quiere acompañarles, de dar sombra al muro y a partir de ella proponerse en perfiles insólitos como su fantasma favorito. Este juego de luces y sombras les distrae algo, pero no impide que les invada la sensación de vivir condenados al ostracismo. Quizá por eso, estos espíritus, si llegan a la contemplación, son los que acaban casi absortos en el platonismo. Nunca olvidan lo que dejaron atrás. Escuchan todas las voces, distinguen personajes y desentrañan todos y cada uno de los ruidos. Cuidadosamente los comparan con las escasas sombras que llegan a su pared y con todo ello siguen en su empeño de reconstruir su viejo mundo. La pared acaba por ser para ellos una íntima pantalla frente a la que se interrogan a sí mismos. Aquí cada matiz, cada rugosidad, cada gris, puede dar pie a un descubrimiento, a una faceta incomprendida del mundo que los rodea. A fuerza de perseguir esos detalles, tienden a olvidar que la única clave de interpretación del mundo que dejaron, nunca podrá ser esa pared mutante, sino lo que les anima a ellos mismos.
sábado, 18 de agosto de 2012
¿Dónde cabe toda la belleza?
Para dar respuesta a la cuestión lo más inmediato sería ir imaginando espacios y dimensiones en los que albergar los museos, las bibliotecas, los paisajes vegetales y minerales, y también los ejemplares de excepción de las distintas especies, y determinar si lo incluido en esa operación encaja en el canon. Pero frente a esto, lo más efectivo es ir a nuestra cabeza, que es donde toda la belleza se concentra. A partir de ahí, la regla es también simple: tantas cabezas, tantos canones de belleza. Aun así, no hay motivo para hacerse ilusiones. Casi todos creemos que algunas cabezas tienen más cabida, o son más abiertas, que otras a las que se ve refractarias a cualquier tipo de equilibrio. Esto lleva a sospechar que en ese equilibrio, que pronto asociamos a la idea de armonía, de regularidad o de contrapunto, habría que buscar el origen de nuestros intentos de conquista de espacios interiores. Dudo mucho que esos espacios puedan presentarse como fortalezas, como reductos defensivos en los que poder resistirnos a los sinsabores de la realidad. La idea de que el mundo de la belleza nos protege del real tiene más que ver con las hostilidades que uno percibe en su entorno. Nuestras bellezas parecen ser hijas de ese temor, de un específico temor al desorden y de un genérico miedo lo desconocido. Desgraciadamente con la misma eficiencia con la que esa ansiedad va labrando cánones para el sosiego, la vida real amenaza de ruina a todas y cada una de las obras adquiridas con sus reglas.
Por educación cultural hay que entender un tipo de carrera bien conocida en la que recorremos el catálogo heredado sin apenas detenernos en las estancias, como quien recorre, apremiado por sus alucinaciones, las salas de un gigantesco museo. Pero nadie retiene realmente la belleza; de aceptarse como valor, resulta un valor extremadamente volátil. A lo sumo retenemos una impresión, que asociamos a la sorpresa y al goce. Esto puede que explique la querencia posesiva por lo bello, aunque nada diga sobre la inutilidad de cualquier intento por retenerlo. Cada generación se abre a imágenes distintas en las que la belleza surge de extrañas e inexplicables sintonías. Acogerse a patrones históricamente consolidados, como si en ellos la belleza se asentara con firmeza, es una ilusión de la que nuestro hijos casi siempre nos despiertan. Para algunos la belleza es la sorpresa, lo que destaca en medio de la monotonía; para otros la belleza es el refugio, un panteón de sombras amigas, un memorial de ecos registrados, una expresión sintética y certera a través de la cual nuevos mundos emergen.
Quizá por todo eso yo había empezado hoy por escribir: A nadie sorprende la belleza; sorprende que un ciego la disfrute y que el vidente se niegue a verla. Yo venía de la música, en concreto de un aria de Nicola Porpora, uno de los músicos más brillantes del barroco napolitano. Podrá residir la sorpresa en el hecho de desconocer la obra, pero quien llega a conocerla no puede negarle aprobación a su belleza. Muchas veces se alega el principio de lejanía, de lejanía temporal se entiende, para desdeñar la invitación, para hacer literalmente oídos sordos, pero la lejanía tiene también sus virtudes. Una de las primeras es que crea una ilusión de profundidad. Que esa profundidad no responda a la sensibilidad del que escucha o, peor aún, que se reciba como indicación de reverencia es motivo más que suficiente para desconectar. Yo hablo de profundidad pensando más en los matices que uno va encontrando a medida que penetra en la obra que en el grado de elevación que cree haber alcanzado sobre el banal mundo. En realidad mi profundidad no es deudora de la lejanía. La lejanía parece concitar formas y sintonías que en nuestra sensibilidad alcanzaron respuesta sensible. Como nuestra mente mantiene estratos enterrados a los que estos estímulos responden y como la amplitud de las formas no es infinita, puede que el reconocimiento de lo que nos atrae como luz de fondo valga más que el efecto de esos destellos que tanto nos sorprenden.
Bella diva, aria de L'Angelica, serenata de N. Porpora, libreto de P. Metastasio, Olga Pitarch, soprano, Real Compañía de Ópera de Camara, dir. J. B. Otero.
viernes, 17 de agosto de 2012
Vivirse a la contra
Puesto a escribir historias, probablemente las únicas de algún interés sean aquellas en que te presentas o en que das voz —es difícil saber dónde empieza esto— a personajes con los que en vivo ni te molestarías en cruzar palabra, porque, al hacerlo, con quien acabas conversando en nombre de tu hemisferio real es con el reverso de tí mismo, con ese hemisferio de posibles en el que ocultas tu lado oscuro y retorcido. El interés que concedo a las historias es ante todo terapéutico, no me arriesgaría a hablar del artístico. Al fin y al cabo puedes de ese modo enviarte por escrito esas llamadas a la sensatez que nunca oyes entre tanto ruido y aplicarte además a hacer las paces contigo mismo. Decir que el experimento te da más, otro o mejor cuerpo es exagerado; es cierto, sin embargo, que todo ese coro de personajes, oportunamente engranados en acciones, acaba por integrarte en la historia como otro personaje más, si bien algo especial, porque ahí propiamente no te manifiestas. Visto desde la realidad, lo que engendras es un capricho, un juego polifacético en el que te reconoces; dentro de la historia vives los hechos desde tu camaleónico contrapersonaje. Pero lo mejor de todo es que, quieras que no, con ese truco de hablar a los fantasmas ves que felizmente te reinventas.
jueves, 16 de agosto de 2012
Caperuzón y la prensa feroz
Como todos los jueves, sale hoy de nuevo a su balcón virtual para ponerse a disposición de sus lectores y pulsar su «insustituible» opinión un «influyente crítico de cine y feroz columnista de televisión y de la vida» al que cubriremos con un caperuzón para salvar su identidad. Así lo presenta El País, periódico que le paga y que a su vez saca renta de su «influyente» pluma y sus «feroces» humoradas. En principio ser crítico carece de mérito, todo depende del tamaño del salón. Serlo con plataforma y altavoces es diferente y si entraña riesgos puede ser heroico. No calibro del todo los peligros que pueda llegar a correr nuestro hombre, pero tiendo a creer que, pese a sus desabridas críticas, es visto por sus lectores como un entrañable funcionario de esa casa y poco más. Su lanzamiento en portada como cascarrabias inflexible debe formar parte de esas exigencias del guión a las que el crítico se aviene sin mayor apuro. Eso no quita para que, si el personal sintoniza con sus críticas, pase a ser cabecilla de una corriente de opinión y hasta su primer portavoz en esos teatrales debates en que se enredan a diario las cabeceras madrileñas. No obstante, nada de lo anterior justificaría estas líneas. Lo que me ha puesto definitivamente en guardia es saber que un órgano de prensa tan comedido ha dado suelta, para vigilar desde sus páginas, a este hombre como «columnista feroz». Algo está cambiando cuando gente tradicional y editorialmente proclive a la casuística, aunque algo reactiva al verdadero análisis, pasa a «poner en valor» la ferocidad periodística. Bien es verdad que estamos hablando de un simple reclamo, pero, amagando con foto y todo, la presentación de ese crítico depredador tiene algo del león rugiente de la Metro. Y aunque el susto se pasa, la perplejidad no cede. Que alguien vaya de columnista de televisión en negrilla entra dentro de la regla en prensa, porque bien lo merece quien se apresta a educar el gusto televidente, ¿o no va de eso?. Ahora bien, leo acto seguido «columnista de la vida». Sacada del soporte publicitario, así en crudo, la denominación es como de Gila. A ver, ¿qué sostiene éste con su columna? Pues la vida. Ahhh, tremendo oficio. Ni Hércules consiguió tanto, y mira que lo intentó, hasta que el tinglado se le vino encima. Espero que no le suceda a nuestro hombre lo mismo. La ferocidad puede ser su escudo, a menos que juegue como esos perros con dueño estricto, que acaban por defenderlo sin saber defenderse a sí mismos.
miércoles, 15 de agosto de 2012
Agosto al trote
Mapa isobárico de la semana pasada |
martes, 14 de agosto de 2012
Esto no es lo que quería
Es muy agradecida y fácil de llevar esa teoría según la cual los libros acuden a nuestras manos en el momento más oportuno. Es lo que algunos, siempre tan iluminados, han dado en llamar la providencia bíblica. Para servirse de ella no hay más que esperar, que ya hará la necesidad el resto. Si invertimos esa actitud pasiva y la pasamos a activa, dejaremos de ver al anhelante lector sorprendido gratamente por el libro y veremos al libro furiosamente perseguido por un lectorando desesperado. La versión pasiva es cuanto menos cómoda y también aceptable si el interesado es de buen conformar y sus pretensiones no van más allá de lo que en todas partes está a mano. Para el activo, la providencia tiene su prólogo iniciático, con oscuras galerías abiertas entre interminables estanterías, un asunto casi épico donde la ansiedad lectora bate sin cesar los secretos muros del saber. Como no estamos en estos días para estas gestas bibliopédicas, hay que volver al punto de partida, allá donde la necesidad se sirve del libro escogido al azar para hacer el resto. ¿Y qué es el resto una vez que tenemos libro? El resto es componer en torno a la cita disponible un discurso que la tome por premisa. Con él no se agotará la verdad, esa es la única verdad, pero tampoco la humillará. Quizá tampoco destaque ese discurso, será una verdad pequeña, de modesto autor. Algo en lo que, mira por donde, nadie había reparado. Una tesis curiosa, y respaldada con su cita, aseada, inapelable.
El sabio libericundo
Con estudiada parsimonia y a la vista de su público el sabio se destoca, birrete en mano levanta la cara y con gesto altivo gira lentamente en redondo al tiempo que saluda. Nada más entrar en la biblioteca se allega hasta las mesas para citar desde allí a los libros que desesperados aguardan su turno. Toma al azar al primero que le entra, lo revisa a voleo y casi sin mirarlo le pega una estampilla amarilla. Pronto lo pasea como un trofeo e intenta rematar la citada suerte en anónimo folio, con desprecio del respetable, que vigila y parece reclamarle autoría. Se revuelve entonces irritado, esconde en su cartera el secreto pasaje y como un vulgar furtivo hace mutis y se pira.
lunes, 13 de agosto de 2012
Dos interrogaciones veraniegas
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H. Trotin, Dejeuner sur l'herbe (1940) |
Recordemos brevemente. Inicia Horacio la tercera estrofa de su oda 11 del segundo libro glosando el triunfo siempre efímero de los planes de la naturaleza, su obligado sometimiento al cambio permanente y la lenta agonía en que se consuma periódicamente la desaparición de la belleza.
No siempre las flores mantienen su gloria primaveral
ni la luna brilla con un único rostro rojizo.
El vibrante canto hace que, a continuación, nos invada una amarga sensación. Toda esa ligereza natural parece despeñarse cuando nos alcanza la conciencia. Y con ella llega la hora de la economía moral.
¿Porqué fatigas tu limitado ánimo con proyectos eternos?
Tan aguda y dolorosa resulta esta interpelación, que penetra limpiamente en la carne, sin dificultad para eludir el contexto en que se interroga. Aligerar con un contexto de flores y lunas la gravedad del interrogante quizá sea signo de superficialidad, algo por otro lado muy propio tratándose de la naturaleza. Con todo, queda aún viva la cuestión. No parece, tal y como se sugiere, que permanecer impasible ante el mundo, mientras esos proyectos eternos se imponen a nuestro ánimo, sea el mejor modo de eludir el cambio, es más bien un modo de sucumbir a la ruina moral. Probablemente Nietzsche aceptó este punto en la interrogación y disintió para dar por frívola, que no por obscena, la que le sigue en la oda, donde el tono manifiestamente se relaja.
¿Porqué no podemos beber, mientras nos dejen,
tendidos tranquilamente bajo el alto plátano y el pino
Puede que en esta nueva pregunta se recree el epicúreo. Apartar a la naturaleza del conflicto moral, concediendo que sus ciclos irremisiblemente nos incluyen, también quiso en su día ser remedio frente al romanticismo. Ahora bien, por insoportable que sea aceptar proyectos para el infinito, mal se entiende en esa visión alternativa que el ánimo, revestido solo de gozo, pueda llegar a imponerse al mundo. Dominarlo es una quimera para quien no se domina a sí mismo.
sábado, 11 de agosto de 2012
Tingurucu, la estrella
Nada sirve mejor su propio propósito que una estrella. Ella nada refleja, es la luz. Y así campea, libre y sumida en el oscuro vértigo. Tingurucu no es menos que las demás, su brillo se multiplica en ellas cuando se ofrece puntual al concierto nocturno. Sin ese escudo radiante y risueño el cielo que admiramos apenas se sostendría y en su caída fulminante nos arrastraría a todos a la negrura. Hay ojos a cuyo capricho las estrellas dejan de titilar y consiguen vibrar animadas como un fascinante coro. Rodeada de tanta armonía, Tingurucu ardiente respira las ondas, ella es la fogosa solista que nos consume. Ante el cielo enigmático sus delicados destellos levantan por un momento el ánimo de quienes nos sabemos perdidos. Nuestra mirada, rebosante de anhelos, le sigue. En aquellos parpadeantes lampos, ven unos al testigo de un momento memorable donde otros persiguen su más evasivo sueño. Los primeros le confían la custodia de un secreto y silencioso instante, los segundos le piden que les guíe por los espacios abiertos. En su tímido fulgor, Tingurucu no llega a saber —tan dispar es el reclamo— que se le busca como puerto de paso. Para los mundos en que anida, ella es simplemente una remota fuente de luz. Para el observador, sin embargo, Tingurucu es su punto de inflexión, aquel en que recuerdos y sueños se confunden, allá donde su afilada mente tan pronto encuentra entrada como salida.
viernes, 10 de agosto de 2012
Cada ciudad crea su tirano
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Dionisio, tirano de Siracusa |
2. Las diferencias entre ciudades se perciben a simple vista. Está el territorio en que se asientan, su tejido urbano, el estilo de construcción, la singularidad de sus emblemas arquitectónicos. Esto por lo que respecta a lo externo, a lo definible, porque luego están sus habitantes, que representan con su diversidad un magma circulante y difícilmente definible, y que, sin embargo, marca el espíritu de la ciudad.
3. Suponer que la gente que habita una urbe es fruto sociológico directo de ella parece sencillo, establecer en qué medida es una cuestión complicada. En todas las ciudades la huella humana es patente, y más evidente quizá en las antiguas, en las que la población se ha acumulado en oleadas. Eso no significa, por muy visible que sea la huella, que sea fácil rastrearla y aún menos sopesar la importancia de lo que en ella se aprecia.
4. Decir que una ciudad tiene tal o cual carácter es un sinsentido si no se entiende la afirmación a través de su geografía o de la idiosincrasia de sus habitantes. El carácter marinero o portuario de una ciudad, por ejemplo, tiene su origen en el marco marítimo en que se encuentra, pero se traslada de manera insensible a todos los que viven en ella, sean o no pescadores, marineros, navegantes o comerciantes.
5. Esto invita a pensar que la elección del marco, además de ser un principio fundacional, marca decisivamente la evolución de un proyecto urbano y su eventual éxito. Es cierto que depende de la riqueza de su entorno y de su emplazamiento estratégico, pero no siempre son estos los factores más importantes. A veces resulta que las difíciles condiciones del escenario estimulan inexplicablemente la capacidad de respuesta de los actores.
6. No faltan casos en que principios de inspiración mitológica han marcado el destino urbano de un paisaje desvalido e inhóspito. Esto solo es posible si en ellos se redobla el vínculo que une los habitantes a su ciudad. Se sienten obligados a defender el símbolo fundacional en torno al cual se mantienen unidos, por creer que en reciprocidad sólo los poderes míticos que representa podrán salvarle de la decadencia o la destrucción.
7. Con mayor certeza el éxito depende de la afluencia de vecindario y de su participación en actividades como el comercio o la industria, o en tareas destinadas a mantener su cohesión. El modo en que las desarrollan es probablemente el más ajustado a las condiciones que el entorno urbano les impone. Nace entre esa ciudadanía un estilo propio, una forma de expresarse, que hace que, con intereses similares, unas ciudades resulten tan distintas a otras.
8. Frente a los vecinos que afluyen para prosperar desde lugares más o menos lejanos están los fundadores. Es frecuente oírlos manifestarse como augures o, si no, como estrategas. Son los miembros patricios de la ciudad, los garantes de su supervivencia y reviven en cada decisión la decisión institucional primera. Convertidos en legítima institución encarnan la ciudad como su triunfo o su derrota, en virtud del aprecio en que se tienen a sí mismos.
9. El tirano ve el acta de fundación como un acto de asunción de dominio y responsabilidad territorial. Con su ley convoca a un juicioso acuerdo de respeto a esa autoridad bautismal. En el ejercicio del gobierno se obliga a acoger a todos y a ofrecerles en su beneficio los avances de la prosperidad. Pero la deuda real es para los de su sangre, llamada a conservar el impulso primero y a activar todos los órganos de la ciudad.
10. Cuentan que un día el ciudadano abolió el patrocinio de tiranos, aristócratas y demás familias. Habrá que preguntarse, pues, quiénes son estos que hoy vuelven vistiendo toga senatorial y envolviendo la ciudad con sus ensueños. Se dicen herederos del viejo espíritu democrático para usarnos como capital propio. En nombre de quien dicta, el resto de ellos busca su dominio y beneficio convirtiendo nuestro patrimonio ciudadano en su providencial empresa.
jueves, 9 de agosto de 2012
Colocando lo exótico
Para una vez que tienes película que contar, aunque sea en calidad de figurante, te entusiasmas sin remedio, sin tasa alguna, sin acudir a la asistencia protectora del ridículo. Son días de mucho hablar, con versiones repetitivas de misiones previsibles y escasamente intrépidas, vendiendo tu paso por los hoteles como hazañas aventureras. Y aún si lo cuentas con gracia y contagias tu entusiasmo, colocado frente el oyente pero con las imágenes exóticas de fondo, puede que haya quien te escuche. Porque ese contraste de algún modo les sosiega, al tiempo que te favorece. No en vano, eres tu con todo lo cotidiano lo que ven por un momento alejarse, y son tus sobresaltos en ese horizonte hostil lo que sienten en carne propia. Mejor no te infundas aires de personaje. La literatura puede ayudarte, pero no te salgas de la crónica, tu a los hechos. De poeta y sin la foto, dejando tu mirada extraviarse en evocación aproximada de aquel rapto gozoso ante el Taj Mahal de turno, cargas las tintas y aburres. El drama, sin heridas o cicatrices fehacientes que mostrar, tampoco viene al caso. ¿Te robaron? Claro, por bobo, pensarán los de enfrente. No olvides que el hastío de quien permanece a la espera, de quien te regala cortesía, se aviva rápido. Serás muy libre de confundirlo con sus frustraciones y envidias, pero si encima te envaras y pides reverencia como si se encontraran ante Livingstone redivivo, te equivocas. Conozco uno que empeñado en cantar grandezas aburrió sañudamente y abusó de la condescendencia ajena hasta que quiso la fortuna que ya sin aliento concediera una pausa providencial. Entonces uno de los torturados amigos puso cara de repentino interés, decidió alabar el tono épico del relato y propuso que lo completara, y sin decaer, con los atroces peligros que le habían perseguido por las aceras, las escaleras y los pasillos más próximos, obligándole a refugiarse e ir con su temible cuento a los amigos.
miércoles, 8 de agosto de 2012
El embrujo de la voluntad solidaria
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Pirámide negra, Dahshur, Egipto |
martes, 7 de agosto de 2012
Merodeando por los bosques
Bosque de Mugadena, Quinto Real |
Sin dar en angosturas, el camino tallado en la ladera es lo bastante amplio como para dar vista al valle en toda su profundidad y con él a las montañas que lo rodean. Sólo la regata sigue al fondo rumorosa pero invisible. Las cumbres de la ladera de enfrente van formando una cresta que mantiene una línea relativamente regular, interrumpida en algunos tramos por las brumas. A nuestro lado la cercana ladera deja ver al fondo entre los árboles las luces que marcan la línea cimera. Con todo ese alto contorno a la vista, el valle parece protegido por un gigantesco lucernario que se apoyara en los montañosos estribos. Cobijado dentro de esa urna, el paseante cree, en nombre de los bosques y criaturas que alberga, vivir en un espacio intemporal y ajeno al mundo de la excavadora. Decidimos, como casi siempre, explorar las cimas, en concreto la de Otxaberri, y nos internamos por el bosque cuesta arriba siguiendo la bajante de una vaguada y las claridades visibles entre las hayas. Nadie debería esperar que un camino de cuatro metros, como el que hemos abandonado, se haya abierto para los curiosos. El canal por el que ascendemos parece haber sido empleado para la entresaca de madera. La impresión se confirma al llegar a las inmediaciones de la cresta, desarboladas y actualmente reforestadas con unos plantones de haya un tanto aislados y aun sujetos por bancales. Sin embargo, en la cresta propiamente, la vegetación se conserva. Una cerca discurre por ella marcando la divisoria y a su lado una senda la recorre en paralelo. Sin demasiados contratiempos continuamos por ese lomo como quien camina por un tejado a dos aguas, movidos por una cadencia que alterna suaves elevaciones con leves collados, dejándonos llevar siempre por las pendientes más cómodas. Guiarse ciegamente por la cerca tiene también su riesgo, porque es de ilusos seguir aquí la temible lógica de la línea recta. Aún así, conviene no perderla como referencia para los casos de urgencia. A lo largo de ella los bosquetes se concentran y se disuelven, a veces separados por breves claros que nos sirven de oteros para contemplar desde arriba el verde valle recogido en su rincón, acurrucado bajo la mole enorme del Okoro. En algunos puntos las nieblas se adueñan de la escena dando al visitante un aire fantasmagórico, como si se moviera por el bosque intentando sortear secretas fumarolas, como si temiera soliviantar a los genios que por ellas alientan, como si quisiera evitar verse atrapado en su espesura infranqueable. Con esos andares cautelosos y esos pasos bien medidos, los fantasmas que nos acompañan recrean imaginarias danzas, extrayendo de las brumas sordos ritmos de locura en los que es fácil perderse. Seguramente para los avisados ciervos formamos una extraña comitiva de ruidosas y grotescas sombras de las que es mejor alejarse. A estas horas es difícil verlos. Nos conocen, porque el humano frecuenta la zona, e incluso ha hincado hace mucho por aquí la marca de su dominio. Pasamos junto a Hiru Kantoneko Mugarria, un mojón con sus tres caras labradas, en el que concurren las divisorias de los tres valles pirenaicos occidentales, Erro, Esteribar y Baztan, una referencia importante en su día, hoy bastante desconocida. Aunque nuestra marcha discurre sin sobresaltos por esa senda lomera, la pendiente parece acentuarse. No estamos realmente para el trote. Pese a nuestras precauciones, no faltan tropiezos, resbalones y hasta caídas. De cuerpo entero, no obstante, alcanzamos la pista de partida y a través de ella el pórtico arbolado de entrada. Al fragor de nuestras furiosas pisadas allá arriba en la hojarasca le sigue ahora el amable arrullo de las aguas de la regata. Hoy no se han hecho notar los pájaros.
lunes, 6 de agosto de 2012
Mundos fugitivos
Casi todos compartimos una sensación relativamente frecuente, tanto que nos resulta familiar: el mundo, imparable en sus ciclos, parece alejarse e ir a esconderse en la distancia. Para esta sensación hay versiones múltiples, tan variadas como las edades que la experimentan. Surgen atizadas por la incomprensión y el desamparo, como brotes repentinos de rabiosa soledad. No es necesario un escenario especialmente inhóspito, basta con abrir ciertos días el periódico. El joven puede en su extravío sentir que el viejo mundo no le sigue, el viejo lo ve marchar por delante sospechando que sigue ya sin él.
domingo, 5 de agosto de 2012
Reconocido prestigio
En el ámbito público lo reconocido no es una repetición de lo ya conocido sino de aquello cuyo conocimiento rinde algún provecho. Y el provecho público es algo consustancial a la política. De ahí que el reconocimiento quede sujeto normalmente a la libre interpretación de los políticos. Por no decir que no es sino un instrumento más en sus manos, un medio del que se valen para demarcar la línea que separa la lealtad del azar, para alinear voluntades, para fijar posiciones en el tablero. A nadie de la calle se le pide reconocer algo o a alguien, pero si lo hace será amparado en algún criterio de autoridad. En realidad lo reconocido no es lo que reconocemos nosotros sino lo que reconocen en nuestro nombre para que asumamos con ello una escala de valores y con ella las personas que coronan la cúspide de la ejemplaridad social. Ser ejemplo no sale gratis, hace falta una “larga y consolidada ejecutoria”; en el peor de los casos al servicio de intereses mendaces y en el mejor haciendo camino propio, movido a veces por la curiosidad y otras por afanes más o menos altruistas. Para la promoción de lo que merece ser reconocido no basta con facilitar su conocimiento, hay que dotarlo de un aura de méritos en la que se re-conozca. Sería ingenuo admitir como órgano calificador de alguna virtud a alguno de los tentáculos de alguno de los gobiernos. ¿Qué tal uno independiente y depositario de verdades incuestionables? Si sus verdades están fuera de duda, sus decisiones pueden aspirar a indiscutibles. Entrar en discusión sería como mancillar el buen nombre del soberano tribunal. Sin embargo, estas credenciales, generalmente universitarias, no siempre funcionan. Entre los candidatos meritorios son muchos los que se conocen de sobra los entresijos y las palancas que el poder acciona para lograr la anuencia de esos complacientes organismos. Como no siempre parece oportuno mermar su crédito, a veces porque esas instituciones apenas si disponen de él, se hace necesario un último recurso prácticamente inapelable. El lenguaje oficial puede ser en muchos casos mucho más persuasivo que el favor de los orates. En boca de un particular el brillo y el prestigio son percepciones sospechosas. Si calificas a alguien de brillante y prestigioso, es creíble que te sirvas de él como apoyo. Pero si lo hace una declaración oficial, atribuyendo al anónimo escudero el título de “profesional de reconocido prestigio”, inmediatamente aparece como por encanto una soberbia carrera que le avala como paladín. En realidad, nació para ello, te dirán. Así que no hablamos de una carrera cualquiera, sino de una animada por una decidida vocación de servicio, que felizmente el buen gobierno que le otorga el título ha conseguido atraer. La publicidad hará del así nombrado una figura providencial, y como por encanto político pasará a reconocido sin necesidad de haber sido conocido. No rebusques dónde pusiste tu voto de confianza; aunque no lo sepas, lo tiene él.
sábado, 4 de agosto de 2012
Sentimientos sobrevenidos
Es frecuente que a un viaje intenso le sigan 'revelaciones' posteriores, muchas de ellas nacidas del intento por comprender, entre los documentos, reportajes y libros de los que allí no disponías, todo aquello que has visto en él y que pasados los días sigue imborrable en tu memoria. Estaba escasamente familiarizado con la literatura chilena. Poco más allá de Neruda, Mistral, Edwards, Sepúlveda y Bolaño, y con una o dos obras en cada uno de los casos, salvo la Mistral de la que sólo he leído algún texto suelto.
Cuando estuve en Valparaíso, al pasar por la librería Crisis, frente al Congreso, entré atraído por el escaparate y por la escenografía típicamente libresca de su interior. Sentado ante un ancho pupitre y completamente rodeado de libros, en su pequeño reino, estaba su dueño, un hombrecillo de pequeña estatura, vestido con un guardapolvo azul mahón y calado con una gorrilla gris. Su mirada pareció afilarse cuando le pregunté por un libro de Edwards Bello. Me corrigió —era Joaquín, no Jorge— esbozando una piadosa sonrisa, que se me hizo un poco extraña al entrever su anárquica y sólida dentadura. Con todo, era de esos libreros a los que te confías sin temor para obtener el dato, la referencia y sobre todo la libre opinión sobre lo que obra en sus estantes. Quería, así le dije, alguna obra que reflejara el mundo rural, el arraigo de los habitantes del Chile profundo a su naturaleza. Una petición, he de confesarlo, un tanto vaga, pretenciosa, un punto desafiante. Él calló y se quedó pensativo, pronto se dirigió a una de las estanterías y extrajo de ella un libro. Era un obra de pequeño formato: El chilote Otey y otros relatos, se titulaba. Su autor, Francisco Coloane, no me sonaba y así se lo comenté, aun a riesgo de pasar ante su clientela y aquí mismo por un indocumentado. Una vez en el hostal, el libro me duró poco. Ahora, unos días después, vuelvo una y otra vez a repasar sus pasajes más eléctricos, esas vigorosas descripciones de cordilleras, hielos y canales, el temple acerado de personajes como Facón Grande, Novak o el patrón Fernández en sus andanzas por esos inhóspitos parajes australes.
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Francisco Coloane |
«Hasta hoy día nunca he tenido un sentido claro de la muerte. Me parece una cosa gris, confusa, como un sueño. Como cuando uno se emborracha y duerme su borrachera, que es una pequeña muerte. Y la resurrección del día siguiente con la 'malura del cuerpo' me ha encadenado siempre a la vida. Pero hay un sueño que se me ha repetido siempre: voy caminando con mi padre por unas colinas donde divisamos una especie de tierra prometida, con arbustos, lagunas y arroyuelos. Cuando estamos mirando ese paisaje oigo una voz que me dice: 'Volvamos al mar'».
Tras tomar la mano de su hijo, esas habían sido de hecho las últimas palabras de Juan Agustín Coloane en su lecho de muerte, con ellas puso fin a su azarosa vida de piloto y capitán de balleneros. El episodio en crudo y alejado de veleidades oníricas lo cuenta Coloane en sus memorias, donde continúa: «Su rostro ceniciento se inclinó hacia la pared y sus dedos se soltaron de los míos como si fueran la cabilla de un timón, dejándolo a la deriva».
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Coloane
jueves, 2 de agosto de 2012
El narigón
En público aquel hombre narigón esgrimía una curiosa teoría rapaz y como de perro viejo, algo canalla en el fondo, pero muy de hoy según la contaba, y sobre todo competitiva. «Sin nariz», decía, «de nada vales, juegas siempre a la defensiva; uno debe de poder adelantarse sigiloso para oler la presencia del otro, de la presa. No se puede exhibir auténtico carácter e imponer respeto sin una nariz poderosa y bien armada». Del coloquio posterior, en el que dió muestras de infalible olfato para eludir acometidas, salió como un mastín de feria, orondo, temido y muy aplaudido.
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