viernes, 4 de mayo de 2012

Taumaturgos sociales


Son pocos los científicos que se han librado de las tentaciones taumatúrgicas y muchos los que ha sucumbido a ellas. Al fin y al cabo el progreso impulsado por la ciencia es el factor que más decisivamente ha incidido en los últimos siglos en la transformación del mundo. Pero mientras algunos dejaban que los nuevos conocimientos germinaran en el seno de la sociedad y veían después cómo ésta promovía con ellos el bienestar público, otro grupo importante, más condescendiente con aquellas tentaciones, además de admitirlas se embarcaba en la creación de futuros bien organizados y controlados desde la ciencia. En ese proyecto, el hombre común ha sido visto casi siempre con recelo, como un elemento activo de distorsión, como una fuente de indefinición y problemas, por lo que la acción correctora más directa, la patrocinada por ciertos científicos a finales del siglo XIX, fue una mejora de las características genéticas humanas, sacando partido a las leyes de la herencia. Con ella había quien trataba de salvar costes, e incluso el previsible fracaso de la educación, para aplicar esos medios de enseñanza forzadamente escasos a individuos seleccionados, a fin de crear de este modo una progenie bien dotada intelectualmente y sobre todo bien dispuesta.

De la misma manera que no hay proyecto ajeno a un fin, tampoco podía surgir un hombre mejorado sin un criterio que indicara hacia dónde se aspiraba a ir. En Occidente la vigencia indiscutible del patrón-inteligencia hizo que se tomara ésta como referencia universal del progreso personal y que en torno a ese patrón se creara un moderno juego estadístico de medidas. Más tarde estas medidas serían uno de los principales instrumentos empleados para dejar constancia de la mejora genética y de los avances eugenésicos. Es verdad que en lo que a inteligencia se refiere la disciplina eugenésica puede resultar tornadiza, puesto que nada impide que se promocione fortuitamente un tipo de mente cuya superdotación la haga susceptible de tornarse crítica con quienes fomentaron su promoción. En otras palabras, que surjan en el futuro mentes que no reconozcan como progreso la diferencia entre sus capacidades actuales y las pasadas. Al basarse ese progreso en un tipo de hombre, que se pretende óptimo pero necesitado de permanente adaptación a los cambios del medio, el objetivo está sujeto a caducidad y, sin embargo, su consecución bien puede darse pasada la fecha, haciendo al individuo dueño de un logro científico anticuado y estéril, y dejándolo indefenso ante un entorno hostil e incomprensible.

La eugenesia es en este sentido un instrumento científico sumamente arriesgado y la historia del siglo XX así lo demuestra. Siguiendo su evolución hasta su apogeo en el período de entreguerras, vemos cómo toma cuerpo la disciplina al calor de la ciencia, pero en el fondo alimentada por una desconfianza profunda en el avance libre y provechoso de la ilustración, cuando ésta no está pilotada por una aristocracia de sabios y científicos taumaturgos. No pocas veces, la arbitrariedad con que emplean la razón quienes en nombre de la ciencia se proclaman sus dueños, hace sospechar hasta de los beneficios que realmente procura. Y no porque la locura ofrezca mejores resultados, sino porque esos beneficios racionales se proyectan siempre de forma marcadamente selectiva e impositiva. Al hecho de sentirse uno dueño absoluto de su razón, le amparan los avales de una verdad, bajo cuya autoridad se responde razonadamente con exclusión y condena de cualquier otra lógica de fortuna. Pero los errores no siempre son fruto de una lógica descarriada, sino de un modelo equivocado. ¿Equivocado respecto a qué?, se dirá, cuando su lógica es sólida y está bien construida. Digamos, quizá mejor, que el modelo es evasivo respecto a las exigencias del medio en el que trata de intervenir. Como no estamos además ante una axiomática sino ante un modelo humano, por muy científico que se declare, el objeto de la ciencia, en este caso de la eugenesia, es permeable a una doctrina y se deja llevar fácilmente por su impronta teleológica.

Como muestra del desafortunado rumbo emprendido por la eugenesia podría servir el agitado debate suscitado en los años 20 con motivo de la campaña de esterilización voluntaria, promovida en Gran Bretaña por su Eugenics Society, que dio con la salida de ella de un grupo de importantes científicos y que fue un tímido anticipo del que condenó, tras la solución final del nacionalsocialismo, la mayoría de sus fines. Es curioso que la disciplina, o el convencimiento de que hay posibilidad de afrontar científicamente la cuestión, haya sobrevivido. Después de todo el marasmo de posguerra, B. Russell aún escribía en el año 1960 a D. Gabor: «Creo que la eugenesia adecuadamente aplicada podría hacer un inmenso bien, pero creo que haría daño en cualquier comunidad actual, porque el tipo de ser humano que se admira es incluso peor que lo que produce de media la naturaleza». El debate, sin embargo, no ha muerto. Sigue vivo, aunque trastocado. Está evidentemente el frente genético, ahora mejor fundamentado con los estudios del genoma, con todas sus derivaciones, algo pretenciosas, sobre la expresión génica y consiguiente identificación de patrones en los que se quieren «presentar» de forma inequívoca ciertos genes como causas primeras de muchas de las patologías reconocidas y también de tendencias psicológicas.

A este frente habría que añadir, en otro orden un poco más metafórico, pero más cercano también al espíritu original de la eugenesia, el diseño de máquinas que consigan emularnos. El ideario del que están infundidas y el modelo humano que a través de ellas trasciende son la mejor prueba de que aquellos intentos de proyección de una humanidad mejorada han sobrevivido tras el traslado de los taumaturgos al escenario de los autómatas. No faltan sociólogos que contemplan la inclusión de las máquinas en el ciclo evolutivo, con alcance similar al de aquellos superhombres proyectados por la eugenesia mediante la aplicación de cuidadosos criterios antropométricos y psicométricos. También habría que ahondar más en el papel prospectivo de la inteligencia artificial como generador de un estilo de robótica, tras la que se adivina el ideal de obediencia, diligencia e inteligencia con el que nos gustaría convivir, bien alejado por cierto del que rige en la sociedad que nos rodea. En cierta medida su auge refleja algo de lo que alimentó también la eugenesia: esa profunda desconfianza en la diseminación del conocimiento y el intento cada vez más evidente de concentrarlo en los autómatas como un valioso valor de mercado.

Fijándonos en los humanos, algunos queremos creer que su valor es bien distinto, que su capacidad de respuesta social es casi insondable, mucho más que su capacidad productiva. Esta agonía se manifiesta virulentamente a medida que la primera se reduce a la segunda, con una tendencia que desdeña la cultura frente al conocimiento como factor de mejora humana y ancla de supervivencia. De las críticas que J.B.S. Haldane, el famoso biólogo genetista, formuló contra las posiciones de la Eugenics Society, me quedo con este argumento, publicado en 1924 en la revista New Republic en un artículo titulado Eugenics and Social Reform. En cierto modo sigue estando de actualidad, ya que relativiza la importancia social de las mejoras selectivas frente a las expansivas: «Si deseas comprobar el aumento de una población o de parte de la población, o bien la masacras o bien le impones la mayor cantidad posible de libertad, educación y riqueza. La civilización entra en peligro real por sobreproducción de 'subhombres'. Pero, si perece por esta causa, será porque su clase dirigente estaba más preocupada por la riqueza que por la justicia».


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