miércoles, 9 de mayo de 2012

Sobrevivir o resistir


Llegados a este punto, debemos de concentrar nuestros esfuerzos en mantenernos a flote y, si es posible, seguir avanzando a contracorriente. En realidad el margen de maniobra empieza a ser tan estrecho que sólo nos queda escoger entre sobrevivir o resistir, con el agravante de que hay que aprender la lección con urgencia. A diferencia del manual de supervivencia, cargado de capítulos, algunos de ellos muy poco transparentes, el manual de resistencia es de capítulo único. Aparte de su lectura fácil, el principal atractivo de la resistencia es que el argumento sostenido con ella es casi siempre vocacional, carente de adornos y amarres lógicos, directo y claro como una cuestión de principios. Al hacer depender nuestra resistencia de la firmeza con que se mantienen dichos principios, cualquier análisis parece gratuito. Como consecuencia, el éxito del resistente es previsto como fruto de su grado de convicción, y como tal, aun cuando esa convicción sea alta, quedará expuesto a serios errores de cálculo, ya que nadie dispone de un método fiable para evaluar en cada momento el ajuste de su ánimo a principios siempre movedizos. Dichos errores podrían ser admisibles si la quiebra de la resistencia no produjera tanta conmoción, si no fuera un acontecimiento dramático, que convierte a la víctima, en la que se encarnaban los principios, en culpable de tibieza o de inteligencia. El propio valor de los principios, por no seguir con el valor personal, queda entonces empañado. Lo que en el mejor de los casos se recupera posteriormente es una imagen borrosa y desfigurada del resistente, de la que se echa mano para alentar mundos y futuros mal explorados, cuando se carece de salidas concretas en los mundos más próximos.

Del manual de supervivencia sorprende y atrae la variedad de sus soluciones. En principio las formas de sobrevivir podrían ser tantas como los tipos de techo que nos albergan, o como la variedad de dietas con que nos alimentamos, o como los caminos de la red en que nos movemos. La supervivencia instintiva, la resuelta en despiadada competencia con otros individuos o especies, se ha premiado de siempre con la vida. Sin embargo, la supervivencia cultivada, bien sea a base de subterfugios o la ganada directamente en la huida, ha sido considerada vergonzosa, por artera y falta de principios. Pero no todo en ese cultivo de la supervivencia debería ser condenado sin previo juicio. No está demostrado que la solución personal que uno adopta para protegerse se traduzca automáticamente en salidas evasivas o en un ataque a los principios comunes. Rechazar, por ejemplo, la creación de medios para prevenir y afrontar los cambios sería tanto como ignorar el papel de la ciencia en esa cultura de la supervivencia. Yendo a su origen vemos que, gracias a una adaptación al entorno cada vez más estudiada y razonable, la supervivencia empieza a apartarse del escenario evolutivo y de la prevalencia del más fuerte, aunque conservando como rasgo meritorio aquel nervio competitivo. Pese a no ser un rasgo definitorio, mantener la competición como base de la supervivencia ha sido tenido por honroso, incluso cuando resulta manifiestamente cruel. Esto ha creado en sociedad un régimen de supervivencia híbrido, en el que rasgos individuales agresivos conviven con medios de defensa de grupo.

A la larga hemos ido viendo que si se priman esas estrategias «naturales», frente al cultivo de métodos científicos o «artificiales» de supervivencia, el conjunto puede acabar teniendo un recorrido prácticamente criminal. La incorporación de las reglas de la competencia para montar una cultura «natural» de la supervivencia ha servido como encubrimiento de la actuación, en condiciones de ventaja casi siempre, de quien no quiere verse como agresor sino como genuino superviviente. No debería extrañar, porque es legítimo, que quien no puede protegerse de esas reglas asimétricas en las que el dominio se viste de supervivencia, opte por renunciar al combate, deshacerse del escudo y partir con otros en busca de un nuevo mundo. En contra de la opinión de los resistentes, que lo juzgan como signo de debilidad de la fe que ellos aún mantienen en inamovibles principios sociales, no se trata de un acto de abandono, sino de la rescisión de un contrato social caduco y desvirtuado. Se trata de mantenerse a flote y, si es posible, componer algo con los restos para intentar alcanzar aguas arriba otra orilla.


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