domingo, 13 de mayo de 2012

El programa de la semana


En esos corralitos emocionales, en los que pastorean —a falta de cayado, con la billetera en mano— las televisiones privadas, sus portavoces se empeñan en asegurarnos que en su acotado se ofrece la representación más fiel de la juventud hasta el punto de haber conseguido llevar ante las cámaras todo el caudal de su espontaneidad natural, si bien poniendo la lente, por aquello de no ahuyentar a la audiencia, en sus efusiones eróticas más que en otros sinsabores vitales, digamos tristezas. Así de compleja y lucrativa es hoy la sociología verdadera. Mientras tanto, las plazas rebosantes de manifestantes, jóvenes en su mayoría, ofrecen otra evidencia, esta vez fuera de corrales y pastores, sólo explicable como fruto del mosqueo y resquemor que a diario muchos se ven obligados a rumiar sin cámaras ni prensa. ¿Cómo afrontan esta situación tan jugosa los comunicadores, en particular las televisiones? Pues desde un punto de vista rigurosa, indudable y responsablemente analítico, ¿cómo si no?. A tal fin los medios disponen su operativo de urgencia a base de una mesa de debate a cargo de un grupito de expertos, curtidos sin éxito como chusma mercenaria en no menos de cien combates de pago. Esta tropa de logómacos se asoma como desde la balconada a las imágenes que las cámaras muestran en directo de la multitud. Unos parecen reverdecer glorias sin salir de su maceta, otros adornan sus invectivas con insufrible paternalismo y los más con discreta repugnancia. Nada trasciende hasta la mesa de las inquietudes concretas de los congregados en las plazas, que permanecen encerrados a la vista del público televidente en un ostensible corralón mediático —por manías aprendidas en la producción de corralitos— para servir como materia de discusión a la cuadrilla de sabios. Habla de la juventud el mismo que dos días antes tildaba a esa gente en primera página de su gaceta de perezosos, aprovechados y gamberros, y eso por salir a la calle y porque no debe permitirse de ningún modo que la conviertan en su patrimonio privado. Quienes circulan en número mayor a veinte, según me entero, ejercen de iure un dominio particular ilícito sobre una parcela indefinida, que como la sombra es casi siempre imprevisible y móvil. Parece que el poder de la sombra, incluso después del crepúsculo de las 10 p.m., inquieta sobremanera a la autoridad, que ve en ella riesgo cierto de que se pierda en oscuras maquinaciones esa imagen fresca y emprendedora de nuestra ingenua muchachada. Es el afán de protegerlos de una deriva decadente y autodestructiva, y no otra cosa, lo que obliga a imponer el orden social, o sea el orden policial. De esta misma opinión son nuestros eruditos de micrófono y mesa, muy preocupados en mostrarse, además de ajenos por completo a cualquier connivencia con el poder, como analistas que todo lo juzgan desde la más absoluta libertad de su valiosa expresión. En un primer momento, este despliegue mediático, llamado a desdoblar al dispositivo policial disuasorio de la autoridad, quizá resulte al espectador algo fallido, al no conseguir el alto sanedrín enganchar del todo con el espíritu y las ideas manifestadas en la calle. Desde su ignorancia, el debate que los congregados mantienen se soporta con incómoda extrañeza, una extrañeza convertida en lejanía cuando el más franco de ellos asimila la bulliciosa asamblea de forma sintética, aunque solapada claro, a un denigrante espectáculo de fracasados. Después de esta humorada, que les abandona a su suerte por inútiles y equivocados, y para recuperar el tono de ponderación habitual y levantar un poco el ánimo polémico, el debate pasa a centrarse en cuestiones más concretas. Una entre todas se abre paso con fuerza y capta el decaído interés de la tertulia: en qué momento y con qué balance final cargará el orden, constitucional por supuesto, sobre esa turba exacerbada. La mesa queda presa de un contagioso anhelo cuando el moderador apostilla con sobriedad: «Eso sí que sería un verdadero espectáculo».

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