jueves, 17 de mayo de 2012

Por una creatividad astringente


Si no es dogma, lo dejaremos en verdad empírica: el aspirante a visionario se ha venido dando, obsesionado por los poderes divinos, a la desmesura espiritual y también al derroche material con eso de fabricarse su propio mundo. Preso casi siempre de atroces fantasías nocturnas, resto de traumas infantiles mal sofocados, nadie necesita más que él de espacios abiertos al mundo con amplios ventanales desde los que escoger dominio a su modo y arbitrio. Algunos han abierto esos ventanales, extremando la escala humana, desde estancias palaciegas, por creer que rodeados de la atmósfera adecuada darían mejor cobertura y expresión a su espíritu apocado y por darle a sus rugidos cierta amplitud de salida. Es difícil para un creador de mundos, que en ese ambiente ha conseguido tantear sólidas raíces nutricias, que acepte luego codearse con sus creadores iguales ateniéndose a presupuesto público. Su obra creativa paulatinamente le devora y llega a repercutir en su interior mismo, creándole expectativas difíciles de reconducir en cada momento. Ve con claridad meridiana, por ejemplo, que su ansiedad ensancha canales que serán de uso común entre los habitantes del futuro. Y como no hay producto que tenga mejor venta en tiempos de trazo escueto que los mundos transfigurados por una mente golosa, vemos al visionario arrasar imparable cualquier previsión razonable. Con independencia de si su mundo es contrastable, fiable o habitable, esa transgresión, esa incursión en lo imprevisto, lo eleva directamente a la categoría de intocable visionario. Aunque visto finalmente el resultado, quizá debamos pensar en cambiar el Dios de referencia, para dotarnos de una creatividad un poco más astringente, menos explosiva.

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