martes, 22 de mayo de 2012

Angeles dopaminantes


Con la edad las reencarnaciones de los mitos son cada vez más estilizadas y sorprendentes. Ya no pueden ser esas que poco a poco se han ido trasladando a pantalla desde los comics de mediados del siglo pasado, con argumentos de variable fortuna y siempre con gran profusión de efectos. Menos aún esos héroes de videojuego, cuyas progresivas facultades virtuales parecen parametrizadas por los hallazgos punteros en rendimiento de microprocesadores y en miniaturización de memorias. De esas memorias, precisamente, y de las máquinas que se levantan sobre ellas se viene hablando mucho, poniendo al carbono por delante del silicio y a la física cuántica por delante de la clásica. En este nivel de discusión me detendré en las moléculas, tanto me dan las proteínas como entes más minerales e inorgánicos. Con la atribución de propiedades que los investigadores les conceden tras largos años de estudio, esos modelos abstractos son presentados ante el el público como agentes salvadores o como maléficos ejecutores. Sin embargo, ni la bondad ni la maldad son en ellos recursos del todo directos sino que actúan más bien en combinaciones insólitas, lo que nos deja en los inciertos brazos de agentes tentaculares. Leo sobre la dopamina, que es a lo que iba, que tan pronto es causante de adicciones como del mal de Parkinson. El mal no crece aquí linealmente con la cuota, sino que surge como guardián de los extremos. Restringirla o aumentarla es irresponsable, sólo el equilibrio, por escurridizo que resulte, conseguirá mantenernos enteros. Para encontrar el rumbo entre los peligros de Escila y de Caribdis hay que ponerse en manos de un timonel enérgico. ¿No podríamos poner a nuestro servicio, previo pago naturalmente, a algún fármaco o en su defecto a un terapeuta que, si no desinteresado, fuera lo bastante leal para sujetar nuestra dopamina bajo su estrecha y firme horquilla? Dejemos pasar de largo a Jasón, a Teseo o al mismísimo San Jorge con su pesada armadura y su triste jamelgo. Los héroes que nos empiezan a llegar son agentes casi elípticos que han conseguido sublimar la ilusión e instalarse anónimamente, como ángeles o como duendes, en fórmulas magistrales llenas de virtudes, en aguas de manantiales milagrosos, en entrañables supositorios tan suaves como directos, en amenos pildoreos con grageas de colorines, en metódicas lechugas y calabazas de nuestro huerto. Respiramos muy hondo bajo esa celestial bóveda, creyéndonos defendidos por todo un zodiaco protector, que en definitiva no es otro que el que acoge y guía nuestros sueños.

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