viernes, 18 de mayo de 2012

A bordo del "Narcissus"


Para el que sale a cubierta del "Narcissus" el espectáculo es sobrecogedor. Las olas emergen entre la bruma silenciosas, se empinan lentamente como torres y amenazan con desplomarse sobre nuestras cabezas. Es ahí donde habría que detener en seco nuestro relato de tripulantes para mejor embebernos en esa belleza efímera y portentosa. Eleva nuestro espíritu, tan propenso a flaquezas, dirigir la mirada desafiante frente a esos peligros que descuellan. Poco cuesta entonces sentirse cabalgando mares sobre el puente, raptado por formas imponentes, de trazo delicado y de soberbia rudeza. Las imágenes revolotean inasequibles con enorme estruendo de fondo y envueltas en festones de fina espuma. Tanta y tan titánica belleza invade nuestro cuadro, que da pena mancillarlo con nuestros miedos ruines.

En realidad, si seguimos a bordo de la zarandeada nave, tardaremos poco en salir de esos ensueños estéticos. Basta contemplar el tren de olas devastadoras que se acerca para comprender lo mal que encajamos fascinados como lunáticos en esas acabadas estampas tempestuosas. De nada sirve en semejante trance componer gestas, llamando audaz a quien solo fue temerario o esperando que ese mismo tipo aguante firme e impasible el inminente embate de las olas. Pasaremos a la posteridad, con épica o sin ella. Dicho esto y si tenemos que contarlo, dejémoslo en que igual todo se complica, el temor nos atenaza y nuestro azotado barco se hunde. Así de escueto debería ser el informe de cómo todo se fue a pique. El sentido énfasis en todo caso hay que reservarlo para el epitafio, donde un mar benévolo acoge a los náufragos, que siguen, en medio de la marejada y con la mirada extraviada, el rumbo airoso de su goleta fugitiva.


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