domingo, 27 de enero de 2013

Subir a respirar


El pueblo de Zenborain se alza al final de una alargada loma que parte hacia el sur desde los montes que circundan Aranguren y desciende lentamente hasta los verdes trigales del valle de Unziti. De los dos barrancos que según subimos van quedando a cada lado, nuestra ruta se decanta por el que trae las aguas del río Alondo. Supongo que en otras épocas el caudal que baja del monte en estas regatas escasea, pero hoy desde luego no falta. Para entender esta avenida extraordinaria no hay más que ver cómo la nieve cubre la parte más alta de la cabecera. No tardaremos en pisar esa nieve, si bien antes cruzamos un largo tramo en que los deshielos han inundado el camino creando un ancho torrente. Curiosamente, a su lado el cauce natural se ha acabado convirtiendo en una cadena de pozas donde las aguas han ido quedando estancadas entre las zarzas y el abundante ramaje caído de la hilera de álamos que lo flanquea.

El paisaje es algo áspero. Sobreviven en la ladera derecha chaparros y quejigos de escaso porte. Forman un bosque tupido donde los árboles se confunden con el matorral, bojes sobre todo, creando un muro vegetal prácticamente impenetrable. Por el otro lado crecen los monótonos pinos de repoblación, más bien escuálidos, sin mucho vigor y muy tocados además por la plaga de procesionaria. A sus pies se entrevé un sotobosque sucio y bastante oscuro. De modo que el camino, por muy anegado que esté en toda este área del barranco, parece la única vía realmente expedita hacia el objetivo en la parte más alta. El ambiente invernal, con un día nuboso y amenazante, acentúa aún más los tonos sombríos. Está el marrón por el lado de los chaparros cuyo follaje seco aún sigue en parte pegado a las ramas, y el verde grisáceo, si se mira a esos pinares tristes y alineados que pueblan la ladera contraria. Sólo la nieve, cada vez más abundante conforme subimos, lleva al fondo del barranco cierto resplandor. El contraste entre el blanco níveo y la oscura vegetación que emerge al azar resulta hasta violento. Lejos de aquí, en otros lugares más abiertos, la nieve tiene un efecto calmante y nos devuelve una estampa amable cubriendo ese mundo invisible que duerme su silencioso sueño. Aquí, sin embargo, la sensación que uno tiene es más bien de naufragio, con el medroso bosque haciéndose ver ante nosotros como si aguantara a duras penas a flote rodeado por ese manto helador. Todo contribuye a entenebrecer el cuadro: no se observan grandes signos de vida, si acaso algún pájaro solitario y la estela no muy reciente de un jabalí.

No llega a llover, pero la marcha marcando huella sobre la nieve se llega a hacer penosa. Pronto alcanzamos la divisoria de aguas en el portillo y allí topamos de frente con el camino que sube desde Gongora. A un lado un vetusto mojón marca la muga entre los dos valles. A pesar de que se puede bajar hacia Pamplona, no creo que fuera éste un paso muy frecuentado, teniendo en cuenta que la montaña ofrece un collado mucho más franco un poco más al oeste, a la altura de Andrikain. Por lo que se adivina echando una ojeada por donde llega el camino, esta ladera parece bastante más frondosa. Se ven hayas, algo normal al tratarse de una vertiente que encara al norte. Ahí han estado siempre, dando su nombre, Pagadi (hayedo), al propio monte. Recuperamos el aliento y nuestra intención de partida, y siguiendo próximos a la cresta divisoria por la ladera sur tenemos la fortuna de encontrar huellas de anteriores paseantes que nos llevan cómodamente hacia nuestro objetivo. El arbolado empieza a ser ralo, sólo en las cercanías del punto más alto los robles empiezan a despuntar por su altura entre la maraña del bojedal. La senda, muy pisada, se abre paso por vericuetos sin afrontar grandes desniveles hasta dar con el punto culminante, en el que un montón de piedras sirven de hito para hacer la cima reconocible. Nos encontramos frente a un recoleto rincón abierto entre los arbustos. Más allá de ese túmulo, aquí nada nos distrae, es como encontrar refugio y excusa para sacudirnos pesares y angustias al aire libre, ese aire que mece y hace crujir los robles de la cumbre. No hay vistas pasmosas a los valles, simplemente más arriba ya no queda nada, sólo ese aire soberano. Durante un buen rato lo respiramos honda y libremente, con la sensación de que nos ensancha el ánimo, de que nos vivifica.


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