lunes, 7 de enero de 2013

El tejo y las hayas viudas


Tejo de Lartze
La ciudad se desperezaba hoy como en esos días crudos de finales del otoño, intentando ver desvanecerse unas nieblas casi opresivas. No han durado mucho, pues mientras la cruzábamos para salir, se han ido disipando hasta ofrecernos una mañana limpia y resplandeciente. Para cuando hemos llegado al pueblecito de Zilbeti, allá arriba rodeado de sus montañas, el sol iluminaba desde el sureste el pequeño valle y todo su caserío. Después de rebasarlo, tirando decididamente hacia las montañas del fondo, hemos visto cómo a los verdes prados sucedían las primeras y oscuras lomas boscosas. El carretil ha continuado un rato junto a un riachuelo y se ha internado a cobijo de las hayas, en unos ambientes aún fríos y sombríos. Finalmente hemos llegado a un cruce en el que confluían las aguas provenientes de un estrecho barranco, de fondo tan profundo que parecía prolongarse hasta las laderas del Adi. Allí hemos echado pie a tierra y dejado a un lado el camino hacia ese imponente monte, confiando que algún día dispongamos de tiempo y empuje como para subir hasta allí. El nuestro seguía a la vera de la regata, avanzando derecho y con leve desnivel hacia los primeros repechos. En el transcurso íbamos asistiendo a la llegada de aguas que se abrían paso por los barrancos desde sus fuentes en las soleadas vertientes de la montaña. Los variados nombres de todas estas regatas —Mindegi, Leñari, Eluts, Lartze, Ollarmendi, Antzeri— corresponden propiamente a los de los bosques, hondonadas y parajes que avenan. Ese mosaico paisajístico cubre buena parte de la falda Sur de la cresta montañosa que va desde el monte Zotalar hasta el Adi.

El bosque de Antzeri, por el que poco a poco comenzamos a ascender, es un enorme hayedo asentado en una de las solanas de la cabecera del valle. Bajo la solina matinal todo ese mundo carece del misterio que suele envolverlo cuando las brumas prenden en él. Desgraciadamente este bosque, de arbolado todavía nutrido y denso, ha recibido sentencia de desaparición. En él se ha abierto ya una profusa red de pistas y buena parte de los troncos están marcados para la tala con señales de pintura rosa. Todos ellos están condenados, los señalados sólo indican los límites de cada uno de los lotes madereros que se obtendrán. A pesar del radiante sol que luce, el silencio confiere al arbolado un aire fúnebre, como de espera de la ejecución. Nada se oye, más allá del rítmico chasquido de nuestros pasos sobre la hojarasca. La idea es abrir aquí una mina a cielo abierto. Supongo que las dimensiones del boquete y el consiguiente destrozo que se avecina irán ampliándose a medida que la rentabilidad de la inversión caiga y urja la obtención de mineral y la apertura de nuevas canteras. Para lograr los permisos ha bastado la promesa de una docena de puestos de trabajo así como unos kilómetros de carretera para que Zilbeti tenga una salida más cómoda al mundo. No es fácil de entender que el valor de lo intangible, de ese sustrato invisible, pero feraz y casi inagotable, a través del cual la tierra se nos ofrece, no se llegue a ver. Y es que hay aspectos que en el análisis inmediato, en el análisis ramplón del valor financiero atribuible, que nunca deberíamos confundir con su riqueza, no se quieren ver. Hablo de riqueza como fecundidad, esa fecundidad que debe ser cuidada y protegida, porque nunca será ilimitada. Confundimos con frecuencia la estabilidad del medio natural con su facilidad para el cambio y la adaptación, creyendo viable y seguro su retorno al equilibrio de partida, todo ello sin pensar que los equilibrios son estados demasiado frágiles.

En cualquier caso, nada de lo que conocemos como bosque de Antzeri sobrevivirá al afloramiento aquí de una mina de magnesita. Sin la cubierta vegetal y con el terreno entregado a la actividad minera cambiarán irreversiblemente el paisaje, las laderas, las fuentes, los cursos de agua y se esfumará la fauna que alberga hoy el bosque. En ese mapa nuevo, el sector Antzeri no acogerá ya un bosque de valor tan impreciso como incalculable, sino una unidad de producción con diez puestos de trabajo y otros veinte repercutidos que contribuye de forma directa y activa al PIB. En un rellano de la parte superior de la ladera, ha querido dejar manifiesta su protesta un grupo de gente que, irritada por la insensibilidad observada ante este expolio, ha pintado sobre una serie de hayas, a modo de collage, el Gernika de Picasso. Desde ese punto la reciente pista va descarnando el monte y dejando brillar entre el ripio los prometedores cristales del mineral. Bajo el sol mañanero el escenario tiene algo de cegador. El pedregoso camino sigue en penosa pendiente hasta el collado en que descresta la montaña para desde allí precipitarse confiado en busca de otros parajes más halagüeños y acogedores. En vez de escapar y explorar esas otras vertientes, hemos preferido seguir sin perder de vista Zilbeti por la cresta, donde al menos nos mantenemos al calorcillo de este sol invernal. Hemos almorzado en la pequeña cima de Lizartxipi, una arboleda medio despejada, entre rocas dispersas, almohadilladas con musgos y esfagnos, y aliviados de vez en cuando por el canto de los pájaros, pero sin francas vistas.

Comenzamos después a bajar atajando por sendas a media ladera, mientras advertimos que el bosque comienza a clarear y abrirse. Cruzamos la ladera hasta llegar a la vertiente de otro barranco contiguo, una zona que parece haber sido intensamente explotada hace unos años. El camino que encontramos, y que alguna vez fue vía de saca maderera, está siendo invadido por helechos, retamas y brezos. A su lado crecen en corros espesos regimientos de plantones, aunque se observan también claros donde los árboles escasean. Como emblemáticos supervivientes de las talas han ido quedando entre los rebrotes fallidos algunas hayas que se yerguen majestuosas y bien tiesas, buscando la luz, como cuando competían y formaban multitud. Viendo el entorno desolado que las rodea, uno tiene la impresión de verlas condenadas a servir de testigo de lo que ese bosque un día fue. A sus pies resisten, sin otra asistencia que sol, agua y viento, unos medrosos retoños, entre los cuales se alzan las desamparadas hayas como solemnes viudas. En las proximidades del regacho que baja por el barranco, los árboles se multiplican y el marrón de la hojarasca desplaza a los verdes escobones de las retamas. Más abajo, en una pequeña explanada, el bosque parece comenzar a reponerse. Como si de un emblema de perdurabilidad y resistencia vegetal se tratara, se presenta ante nosotros un robusto tejo. No es un árbol fácil de encontrar. Con ese porte impone además cierta autoridad, probablemente porque también es el árbol más veterano del bosque. Podemos imaginar que ha visto pasar ante sí a varias generaciones de hayas. Incluso puede que las que aún aguantan hayan recibido su discreto consejo. Mirando entre las ramas del tejo la ladera se va cubriendo de un bosque, que bajo su patriarcal figura parece quedar protegido. Es curiosa la percepción que se puede tener de estas soledades. Las hayas son aquí muy numerosas, pero cuando quedan aisladas de sus semejantes, por altivas que se levanten, se las siente viudas. El tejo, en cambio, se sabe solo, pero casi siempre vive en compañía. En medio de la fragilidad del arbolado que lo rodea, parece tener la misión más modesta, pero también la más vital de todas, puesto que ya sólo le cabe ser para los demás ejemplo de tenacidad en la supervivencia.


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