martes, 24 de julio de 2012

Paisajes fatales


Hay un experimento viejo que consiste en mandar a un veterano pintor a una altura no demasiado desmedida, desde donde la ciudad se domina, a intentar rescatar de su trazado urbano el paisaje que se esconde bajo él. La imaginación, que es libre, siempre se duele un poco de lo que pudo ser y no fue, de lo que el abandono ha ido arrinconando, de lo que la codicia ha ido cosechando y de lo que ha decaído dejando su huella parda en él. Sigue viendo cómo las líneas maestras vigilan, donde aún pueden, el apetito voraz de las calles, que ganan encrucijadas, posiciones y alturas en los mismos lugares en que las bestias tenían su cazadero. Con el tiempo, el espacio ha pasado de ser disputado a problemático: irrumpe lo silvestre irremediablemente, los vientos azotan el vacío cada vez más coléricos, las aguas van por sus fueros tozudas... Sólo la tierra parece ser capaz de aguantar serena el tormento de esos sueños urbanos y mediar pacientemente entre furias y caprichos. Con el mensaje reflejado en un pequeño óleo, próximo ya el ocaso, el ciudadano desciende una noche más a la vorágine.

Hay otro experimento, no tan viejo como el anterior, en el que se envía a un soñador a la cota más alta con el que encargo de contemplar asimismo el panorama. A continuación debe el muchacho preguntarse, por ingenuo que parezca, hasta qué punto hay algo de su carácter reconocible en ese tremendo laberinto que se extiende bajo sus pies. Incansable su mirada busca entre calles y plazas, entre campos y avenidas, entre rotondas y esquinas, entre barrios y distritos, trazas de su genio y también de su confusión y flaqueza. Pasa de largo por el abigarrado caserío, nadie querría verse reflejado en esas planicies, aprovechadas por el tiralíneas para el despiece y la geometría. Él naturalmente se imagina campando por las cuestas que aún se empinan, por los montículos que descuellan, por los paseos y las vaguadas arbolados o por las orillas de los serpenteantes ríos. Aún así, el carácter infundido por el paisaje pretérito a su territorio ciudadano se le antoja algo demasiado vago e indefinible. Por eso decide fijarlo casi simbólicamente en el papel con un trazo soberbio y firme. Concentra su atención en el casco antiguo, allá donde ha quedado inscrito un primer gesto de ciega determinación, el arma de supervivencia decisiva del hombre ante lo inhabitable. En el apresurado apunte, del que abajo hará entrega, la ciudad parece replegada frente a un paisaje entre amenazador y enigmático, y recreada como refugio de su propia voluntad.

Un último experimento vendrá a combinar la vana ilusión que los dos anteriores han creado. Ahora la tierra, siempre tan sufrida y tierna, tan maternal, simplemente se subleva y reclama que le devuelvan los espacios. Caen las sólidas columnas y armaduras bajo las cuales los ilusos ciudadanos creían disfrutar de lo que pasajeramente custodiaban. El suelo, que llegó a ser un órgano humano, se regenera violentamente sacudiéndose hasta la sombra de sus escamas y emitiendo crujidos lastimeros. El polvo se adueña del aire, cierra las perspectivas que aún seguían vivas y avanza imparable hasta entregarse a esa espesura verdiparda que ahora todo lo rodea. Todo es satisfacción y clemencia en el retorno a su ser de las tierras pródigas. Sueños que ahí surgieron amarrados al terreno han desaparecido en la oscuridad. Envían los ciudadanos a un niño con un candil y una mochila en busca del cielo. El astuto viento le guiará a las alturas. Para llegar hasta allí cruza las oscuras nubes. Cuando la luz se hace en lo más alto, gira y trata de ver el rastro de su mundo que, sumergido bajo el polvo, yace invisible a sus pies. Allí espera durante días a que se vaya poco a poco dibujando lo que queda de la ciudad, su cicatriz. El paisaje emerge y sobrevive, pero no será el vencedor de esta historia, es siempre el testigo amargo de las derrotas. El niño descubre asustado el triste escenario, es todo su futuro. Coge entonces su mochila y saca de ella un cuadro. Lo que abajo se le ofrece es, más descarnado y áspero, el mismo paisaje que su abuelo pintó, el paisaje que tantas veces le acunó y le susurró cuentos. Suspira con alivio y se lanza entonces a por el mapa que le metió su hermano en la mochila. En aquel extraño esquema, que tantas veces ha visto, reconoce la trama de su pasado, los lugares que alegremente recorría cada día. Esos mismos lugares guían su mirada en ese paisaje de escombros, hasta que vuelve al dibujo y de repente adivina, por primera vez, cuál es el rincón en que por fin se sentirá seguro.


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