martes, 31 de julio de 2012

Gladiadores, a la palestra



No teniendo el cartel nada de equívoco, tampoco creo que por mostrarlo a pelo se me pueda culpar de malintencionado. El lema era bien conocido, sólo falta el ein führer, por eso el mensaje es también diáfano: la bebida de los gladiadores y de los campeones es también alemana. En todo caso, y si se me tacha de revirado, lo sería menos sin duda que quienes vendían la estimulante pócima valiéndose directamente de reclamos políticos. El abuelito Santa Claus vestido de rojo y empuñando sonriente el botellín se queda, junto a otras imaginativas campañas, en anécdota pícara y simpática en los anales de la estrategia comercial de la todopoderosa compañía, sobre todo si lo comparamos con este respaldo explícito y venenoso a los lemas del régimen nazi. Debía ser difícil en el 36 venderles gaseosas a los alemanes. Para espuma ya tenían sobrada cerveza y seguramente en competencia había numerosas bebidas locales. Para penetrar en esa coraza y abrir mercados a América no bastaba con el fox-trot. Así que, ¿porqué no ir en este olímpico juego al copo, poniéndose a la vanguardia del nacionalismo feroz?

Casi un siglo después, reducir esos guiños al nivel de una inocente fórmula más en el juego comercial es como revalidar aquella pantomima marcial del 36 como juegos olímpicos. Lejos de quedar como un anticuado signo de aquellos dramáticos tiempos, el cartel muestra dos de los pilares básicos, junto a la ingenua ilusión de poderío físico, gracias a los cuales se asentó y se desarrolló el proyecto del barón. Me refiero al nacionalismo, más o menos militante, y al patronazgo comercial, más o menos irritante. Desde entonces, el público concurre con fervor a un espectáculo que, si bien es plásticamente fascinante, cultiva con descaro la estética tribal del vencedor. A estas alturas, sin las banderas y sin el respaldo de las marcas, las pugnas con el arco o del ping-pong, por poner dos casos, serían tan domésticas como las del parchís. Gloriosas y épicas, si se quiere; con facundos vencedores y agriados perdedores, gentes de barrio al fin, de chandal anónimo, pero poco cosmopolitas.

La dramatización de esas lides ha restringido las suertes finales a dos: ganadores, con medalla, y perdedores, el resto. La metafórica representación del juego a vida o muerte, con los gladiadores en la arena y las banderas al viento, vende más que las ñoñas premisas del olimpismo. Por la victoria, que es también la de las marcas país y la de las marcas registradas, se pueden adulterar fisiologías, sabotear crecimientos y trucar herramientas. Las apuestas corren ligeras en manos de los consejos de administración y nacionales, repartiendo becas impensables en otras áreas de los presupuestos. Encuadrados como tropa al servicio del estado-empresa e imbuidos de ardor guerrero van preparando su combate final. Si ganan, se les pasea con la bandera como palio, obligados a repetir el gesto de Santa Claus; si son vencidos comparecen, en el colmo de la burla, uniendo al sinsabor de la derrota la petición pública de perdón por haber arrastrado por el suelo una bandera.


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