miércoles, 18 de julio de 2012

Otro mar, otras sombras


Esa imagen idílica del Pacífico polinésico queda un poco empañada al contemplar estas costas continentales. En esta época del año son más por aquí las brumas que los radiantes soles. Despojadas de estos argumentos y de las selvas que en aquellas islas envuelven lujuriosas las playas, uno encuentra sus paisajes más realistas y humanizados. No aguardaban en sus ensenadas las bulliciosas barcazas que en otros lugares traían a la sorprendida tripulación de los navíos de paso hasta las playas, donde núbiles bailarinas les esperaban con guirnaldas al cuello y moviendo frenéticamente las caderas. Aquí los que se refugiaban eran buques fantasma que no dudaban en sorprender navegantes para llevarse la plata del Perú y en el mejor de los casos para dejarlos a su suerte y sin velas. Este mar es más bravo y también más despiadado de lo que nos enseñan. Es un mar demasiado profundo e inabarcable. Por eso ha resultado ser un escenario lleno de soledades, pero también un espacio abierto a la aventura. Lo cruzaron tanto Cook como La Perouse, lo recorrieron tanto Malaespina como Darwin, y también aquellos furiosos y desesperados viajeros que subieron costeando desde la Tierra de Fuego hasta California en busca de oro bastante para enterrar su miseria.

Bahías bien recogidas, como la de Valparaíso, quieren inspirar una seguridad, que se compadece mal con una historia plagada de terremotos, maremotos, asedios, asaltos y hasta crueles bombardeos. Por eso es imprescindible acudir al testimonio de los libros, para abrir mejor los ojos, o cuando menos para ver ese mar sin cautelas, allá donde se ofrece con anchura, a días impetuoso y a días rumoroso. Esa fue la idea que nos llevó hasta Mehuin, un pueblecito costero justo al norte de Valdivia. No fue la única intención, viniendo de Villarica y pudiendo contemplar al paso montes y praderas del suroeste de la Araucanía, pero sí la principal. El trayecto dió también ocasión de conocer los problemas que amenazan a las gentes de aquí y que imponen fecha de caducidad a su mundo, donde venían viviendo más o menos libres, aunque no fuera el paraíso. En algún lugar vimos carteles de No al ducto, sin que en un principio supiéramos del todo el motivo. Pasadas unas instalaciones industriales papeleras con sus humaredas, algo comprendimos.

Por el poblachón ferroviario de Loncoche nos dirigimos hacia San José de la Mariquina y de allí hacia la costa. La carretera queria encontrar paso entre las laderas boscosas que iban conformando un amplio y bucólico valle. Era ya la última hora de la tarde y las nieblas coronaban las alturas de los bosques con sus enormes masas de coigües. Algunos de ellos parecían haber escapado de las montañas y lucían con orgullo su planta en el prado llano, donde convivían con vacas, ovejas y la telegrafía moderna. De casi todas las viviendas, en su mayoría rústicas cabañas de madera, escapaba un penacho de humo y junto a ellas se veía otros chamizos menores para guardar aperos y herramientas entre las que correteaban confiadas las gallinas y algún que otro pato. Al otro lado de la carretera llegamos a ver, sumamente interesado en el corral, a un pequeño y rojizo zorro que aguardaba su ocasión al acecho.

A medida que en la cadena montañosa se agrandaba el ancho vano que llevaba al mar, comprobamos que las casas empezaban a aparecer montadas sobre pivotes. Pronto entendimos que el terreno estaba encharcado y que entrábamos en una zona más pantanosa que lacustre, donde el río Lingue se iba estancando y formaba un anchísimo estuario. Por el borde de esa marisma llegamos finalmente hasta el mar. A un lado quedaba La Caleta con un pequeño poblado de pescadores, reconstruido tras el maremoto de 1960 con el nombre de Missisipi en agradecimiento al apoyo solidario de sus ciudadanos. Hacia el otro, junto a la línea del mar, se adivinaba un panorama de mayor amplitud. Más tarde supimos que habíamos llegado a la playa de Pichicuyin. Ya el nombre da para toda clase evocaciones musicales y sintonizaba bien con el rumor inconfundible del mar, que repentinamente se nos presentó magnífico. El día decaía y la marea, aunque impetuosa, se veía de un gris severo con sus rizos iluminados por una invisible luz de fondo.


La costa de Mehuin, región de los Lagos, Chile
Tuvimos suerte de encontrar pronto una cabaña próxima a la playa en la que alojarnos. No pudieron darnos todas las calorías que el viento helador nos había arrancado en un ingenuo paseo por la orilla, pero a cambio nos dieron suficente leña para la estufa, gentil acogida en su comedor y una buena cena. Con la banda sonora de las cercanas olas, sumidos en los ritmos marinos gracias a su constante ir y venir, la noche resultó forzosamente húmeda y también algo agitada. Fue de madrugada cuando me vi repentinamente despierto y presa aún de un tormentoso sueño en el que veía una monumental ola abalanzarse sobre mí y tragarme sin remedio. La noche, después, ya no tuvo mucho más cuento. Seguía oyendo romper a las olas, como insistentes avisos de algo sombrío e indefinible y aunque no entendía el mensaje, me sentía obligado a mantenerme alerta. Finalmente, mi mente dejó atrás la playa y las sombras que amagaban con arrebatarle su paz a este mar, al tiempo que mis miedos caían en el olvido y confundidos en un sueño reparador.

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