martes, 10 de julio de 2012

Los frutos del error


Las autoridades aduaneras chilenas son verdaderamente beligerantes con la llegada de flora o fauna alóctona, incluso en su acepción más próxima, con particular obsesión por las prometedoras semillas y los sustanciosos embutidos. Uno se pregunta dónde obtuvieron licencia de paso los numerosos aromos que bordean los campos y los frondosos bosques de eucaliptos plantados por las papeleras, por no hablar de las vacas suizas que pastan en sus praderas. Nada impide el tráfico de semen, me apuntan desde aquel lado. En todo caso, las razones serán sabias, no lo dudo, y el empeño tenaz de los aduaneros bien que se las merece. Mal haría Chile en admitir el fruto prohibido, las malas hierbas o el huevo de la serpiente para que despierten en su suelo. Pero entonces hay precedentes que deberían merecer mínima explicación.

Lo del huevo de la serpiente llegó como una metáfora, pero en realidad nunca hubo definitivo obstáculo para conceder a sus serpentines pase y sitio en su territorio. Huevos de esos, venidos de Europa, entraron en abundancia a finales de los 40 y alcanzaron con tipos como Paul Schäfer o Horst Paulmann, odiosa relevancia a partir de los 70. Lo menos que puede decirse es que la Aduana o sus responsables no hilaron en este asunto tan fino como suelen. Por no seguir con el tema, y distender el comentario, me vienen a la cabeza otros dos casos emblemáticos que incumplirían flagrantemente, y sin dar pie a oscuras metáforas, los actuales reglamentos.

Al cerro de San Cristóbal suben un funicular, una carretera, unos cuantos caminos, y una nube de santiaguinos en sus domingos. Lo corona una descomunal y tosca imagen de la Virgen que se impone como una ilusión ingrávida, a fuerza de asomarse hacia el vacío. En un lateral, a sus pies, metido en un recoleto txoko queda un roble de buen aspecto, dicen que de impecable estirpe vasca, como las viejas familias patricias. No fueron, sin embargo, aquellas primeras familias quienes lo trajeron. Fue Marcos de Iruarrizaga, quien personalmente o mediante transportista delegado, introdujo de matute en Chile 12 bellotas del roble sagrado de Guernica, en fecha indeterminada entre 1931 y 1932. Recibió el envío e hizo que fructificaran en los pagos del cerro su tío don Alfonso de Iruarrizaga y Musatadi, vecino de Valparaíso. Y yo me pregunto y os pregunto, ¿dónde estaban, qué hacían y porqué fueron burlados los agentes aduaneros?

Algunas de las campiñas más feraces de Chile se cubren a comienzos de otoño con pámpanos y racimos, originarios evidentemente de cepas ultramarinas más o menos selectas. Nada que objetar a lo que trajeran los emigrantes en su baúl con el fin de hacer prueba y quizá fortuna en estas tierras. Las viñas dan fe de que se ganaron su jornal y de que en este caso hubo suerte. Yo hablo de la última cepa que se introdujo, cuando ya esto de colar flora invasiva estaba mal visto. La cepa Carménère debió hacer su entrada clandestina en las bodegas de algún carguero atracado en Valparaíso procedente de Burdeos a finales del XIX. Era de difícil aclimatación, dicen, pero prosperó..., y sin que se enteraran de ello los estrictos aduaneros. Hoy los caldos que se obtienen de esas cepas son el orgullo del vino chileno.

Por estos dos sonoros fallos, el Cuerpo de Aduanas merece, sin embargo, una de esas placas grabadas con prosa florida, que bien podría lucir, dada su significación, en el mismísimo aeropuerto de Santiago. Les rendirían tributo en el acto de inauguración los más conspicuos representantes de las comunidades vasco-chilena y franco-chilena para dar a conocer además al mundo que gracias a la relajada observancia de los aduaneros pudieron salvarse en tierra chilena dos bienes dispares, pero sumamente apreciados en origen. El viejo roble de Guernica, del que el santiaguino es aún feliz retoño, es a día de hoy un leño, orgulloso pero leño, acogido a honores y fervores patróticos en Guernica, bajo un solemne templete. La cepa Carménère que un día salió de Francia con rumbo a las Indias, donde fructificó, desapareció unos diez años más tarde de Europa, a consecuencia de la tremenda plaga de la filoxera, que diezmó todos los viñedos del Mediterráneo y aledaños. La placa debería decir algo así como: «Gracias a los clarividentes oficios del Cuerpo de Aduanas, Chile atesora hoy lo que Europa añora, y bla bla bla».


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