En el lupanar de los doctos todo parecía afectado de discreta y sabia intención. En el dintel que daba entrada a su luminosa biblioteca las viejas lobas habían dejado escrito: «Si los cursos que arrastran la semilla son sinuosos, las tierras que esas aguas separan nunca serán del todo estériles». Un poco más allá, a las puertas del diminuto gimnasio donde se practicaban las reglas sintéticas, un sencillo rótulo de parecido tono aconsejaba al sabio: «Nunca te mantengas en posturas insoportables y pretendas seguir en liza; no olvides que no hay diálogo posible si no consienten al menos dos». A la salida del lance, tras despedir a sus segundos, un estanque frío y profundo, de obligado paso, ponía a prueba el acabado temple del fogoso experimentador. Tan frecuentes eran los desfallecimientos, ahogos y renuncias que, por sabios que se tuvieran, pocos recibían de aquellas aguas empíricas decisiva confirmación. De los que fracasaban la mayoría prefería subterfugios o escapes laterales a una salida deshonrosa y cubierto de oprobio por las cloacas. Pero todas esas vías evasivas daban a un mismo y oscuro callejón, donde un neón luminoso les advertía en la despedida: «Lo que creías un plácido balneario ha sido para tí escenario de una triste confusión cuando animado por tu necio impulso perdiste cualquier rigor».
miércoles, 25 de julio de 2012
Consejos para el sabio fogoso
En el lupanar de los doctos todo parecía afectado de discreta y sabia intención. En el dintel que daba entrada a su luminosa biblioteca las viejas lobas habían dejado escrito: «Si los cursos que arrastran la semilla son sinuosos, las tierras que esas aguas separan nunca serán del todo estériles». Un poco más allá, a las puertas del diminuto gimnasio donde se practicaban las reglas sintéticas, un sencillo rótulo de parecido tono aconsejaba al sabio: «Nunca te mantengas en posturas insoportables y pretendas seguir en liza; no olvides que no hay diálogo posible si no consienten al menos dos». A la salida del lance, tras despedir a sus segundos, un estanque frío y profundo, de obligado paso, ponía a prueba el acabado temple del fogoso experimentador. Tan frecuentes eran los desfallecimientos, ahogos y renuncias que, por sabios que se tuvieran, pocos recibían de aquellas aguas empíricas decisiva confirmación. De los que fracasaban la mayoría prefería subterfugios o escapes laterales a una salida deshonrosa y cubierto de oprobio por las cloacas. Pero todas esas vías evasivas daban a un mismo y oscuro callejón, donde un neón luminoso les advertía en la despedida: «Lo que creías un plácido balneario ha sido para tí escenario de una triste confusión cuando animado por tu necio impulso perdiste cualquier rigor».
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