jueves, 19 de julio de 2012

Buses y pasajes


Yo sabía que el autobús, ineludible en este viaje, te da cierta movilidad, pero reclamaba para mí, más por temor que por firmeza, ser autónomo para fijar en mi viaje parada y ocasión. Es la filosofía fácilmente reconocible del viajero espectador, del imposible actor. En teoría, si planificas y te subes a cuatro ruedas, tienes a tu alcance el mundo, pero en la realidad ese mundo acaba convertido en cierto mundo, en el que te aguarda al término de esos tiempos muertos que el transporte compartido impone. Es lo que hay, me dije resignado. La única posibilidad, así que tómatela como haces con la vida misma, donde no siempre podemos elegir medios ni compañeros y donde tantas veces nos vemos metidos en una corriente imparable, alejados de las palancas de control.

Si la toma del bus ponía en peligro mi autonomía soberana, dónde quedaría mi curiosidad, pensaba escandalizado. En esta circunstancia, haces por ver tu curiosidad como insaciable, como si a cada minuto fuera a surgir la necesidad de ir a posarte en una nueva y deslumbrante flor, cuando lo cierto es que la curiosidad no es todo, que no es el viaje, sino la chispa que enciende el deseo de viajar. Escoger transporte, me repetía, no es más que cuestión de precios y de aceptar, a través de las inevitables renuncias, los márgenes en que se moverá tu curiosidad. Siempre será mejor aceptar el reto de lo ocasional, donde siempre se encuentra campo para que las visitas, incidencias y sorpresas vengan a multiplicar, que volver a casa con ese sospechoso y manido cuento de quienes apelan al camino interior recorrido, mientras acudían en tropel y previo peaje a los obligados lugares de peregrinación.


Uno de los seis trolleys Pullman Standard supervivientes
en Valparaíso  de los 130 de la primera remesa de 1953
Lleno de prevenciones vas rumiando este asunto de los omnibuses sin que las teorías sobre uno y otro tema logren encubrir tu punto de fragilidad. No es raro, pues, que en ese derrotero veas enfrentados tus flacos ánimos a la mezquina rigidez de la máquina. Vine hasta aquí viendo en todos los buses una y la misma celda rodante. Sin embargo, a lo largo de estos días he ido descubriendo que forman una progenie no sólo numerosa sino lo bastante diversa como para encontrar en ellos sitio donde viajar cómodo, a veces sin sofocos. He visto al natural especies de bus de otros tiempos, verdaderamente troglodíticas, como los mastodónticos trolebuses de Valparaíso, con sus largas pértigas rastreando el tendido eléctrico, especímenes raros de encontrar y disfrutar en el ancho mundo. En el mismo municipio he llegado a subir, y repetidas veces, a los pequeños microbuses colectivos, a las veloces “liebres”, que ágiles recorren todos los vericuetos, cuestas y quebradas de sus cerros laberínticos. Compartes en ellos el trago con otros 28 audaces que se dejan llevar con gesto ausente por cornisas imposibles, curvas hiperbólicas y cuestas vertiginosas sin aparente temor a acabar el animado trayecto en las frías aguas del puerto. No les van a la zaga esos camarotes de madera en los que se asciende y se desciende de los cerros. El crujido y traquetreo de la caja y el chirrido de la polea inquieta ya un poco y te lleva a pensar, tontamente quizá, que el artefacto se mueve a tirones de una soga que aguanta sin demasiada convicción una cuadrilla de fuerzas invisibles e imprevisibles. Volviendo a los buses llega una división nada trivial. Es difícil a simple vista distinguir las especies diurnas de las nocturnas. Así, por ejemplo, nada te dirá al respecto que luzcan etiqueta de Pullman, de Lighter o de Luxe, y no deberíamos dejarnos confundir si vemos estampada en sus laterales la palabra Semicamas. El bus que la lleva suele ser especie normalmente diurna y no genuinamente nocturna, y si por tal la tomas estate seguro de que no pegarás ojo.

El caso es que ahí me veo de nuevo, en Temuco, en otra jornada nocturna del periplo, en medio de la estación de autobuses, con la mochila a cuestas y repasando los horarios de salida, con un equívoco aire de trotamundos. El tiempo transcurre entre esperas, que son la base de este oficio, pero se me siguen haciendo eternas. A última hora, pronto a tomar el bus, en el recurrente paso por los aseos, lanzas un mirada fugaz al espejo donde aturdido y atemorizado te reconoces en tu condición de extraviado, algo evidente para casi todos y abiertamente reñido con tus talabartes de trotero excursionista. Es tontería, vestirte de ave de paso no te hace realmente volátil, cuando a duras penas arrastras las cargas que tu cabeza fabrica en falso. Si consigues que el tiempo pase a fuerza de mirar a diestro y siniestro, pues vale. Ya sabes, no dejes caer tus miradas como señales de socorro, algo has debido aprender de tu oficio, así que empléate como un naturalista conspicuo e inquisitivo y mantendrás a todos a raya. Mejor que te pille la llamada final en esos descuidos, para que tu trote sea alegre y distendido y para que te aúpe al autobús. Sin darte cuenta avanzaréis todos desbocados y al galope, y tu en esas tirando inútilmente de las riendas de tu ansiedad, cuando encastrado en tu asiento buscas alivio en una ventana oscura, como si de algo valiera seguir viaje junto a ese transparente escotillón que cierra tu suerte en la hermética carreta.


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