sábado, 14 de julio de 2012

En medio del parque


Reloj de sol, Quinta Vergara, Viña del Mar
Para un condenado a muerte, y todos lo somos, no hay salida más cómica que declararse un valor insustituible en el patrimonio mundial, y más hacerlo por la incuestionable singularidad aportada al común de los mortales. Y más aún pretender luego que, si esa declaración no compete a la UNESCO, sea la ONU la que nos proteja y nos libre con su conjuro de todo mal. Aunque tenga mi singularidad por incuestionable, de seguir en medio de la multitud y con tan fácil reemplazo, temo que no merezca especial protección, por más que no lo crea justo. Si los cánones variables hacen que mi singular estética no sea digna de protección, qué virtud ofrecen esos parajes naturales que por singulares son sometidos a declaración patrimonial y a los que se congela en su fugaz esplendor, hurtándonos a los humanos, a diferencia de lo que sucede con nosotros, la posibilidad de verlos evolucionar hasta su definitiva degradación y consunción. ¿No habíamos quedado en que la naturaleza acaba siendo el mejor espejo de nuestra naturaleza? ¿A qué engañarnos, pues, al declarar con títulos y honores perpetuos algún escogido y mimado rincón como una obra única y a la vez diversa, sensual y a la vez geométrica, inconcebible y a la vez real? Más parecen estos parques trampas destinadas a atrapar o a estancar el tiempo. Lo que el visitante en realidad admira es ese tiempo, al que se exhibe como un triunfo, como un fruto de paradójica belleza en el que la vida permanece por una vez sumisa al poder de la ilustración.

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