sábado, 7 de julio de 2012

La ciudad y los perros



No está tan lejos Lima. De manera que he repasado la opera prima del augusto Nobel para ver si con su agudo magisterio me sacaba del lío y me ayudaba a dar con la clave. No he encontrado en la novela cita que me oriente en este asunto. En Santiago, la realidad de las calles, que por primera vez pateo, es bastante más elocuente: Perros en los rincones y en las esquinas, perros en marcha o mansamente tumbados, perros arropados frente a los desnudos, perros en las aceras, en las calzadas y atentos también ante los semáforos, perros de alzada, de baja planta y otros de risa, perros ingenuos y sin embargo libres e inmunes al ridículo, perros rabiosamente cínicos, perros desdentados y sonrientes, perros flojos y con gesto humillado, perros perdidos, de mirada vidriosa, huyendo del recuerdo. Metidos en el trasiego cotidiano como urbanitas de hecho, quizá se les vea poco diligentes, incluso atacados de desidia y pereza, pero parecen bien dueños de sus espacios y de sus rutas, y sobre todo, bien avisados de donde viven sus amigos. Además, no estando sujetos a derecho, nada en la ciudad les obliga. Alimentados y protegidos por su instinto, viven en las calles de los hombres su propia vida.

¿Quién les protege? Ese es otro tema. No he visto en acción a la mano amiga, pero lo cierto es que sobreviven. A algunos se les ve con raídas o escuetas prendas de abrigo, dando a ver que, más allá de la tolerancia, hay condescendencia, e incluso apoyo declarado de un sector, que anónimamente redime al hombre de la acusación de desprecio del perro, alejándole de las de persecución y exterminio. En esto valen las pautas culturales de procedencia de quienes hoy transitan por las calles de Santiago. No es momento de elevar cantos de gloria ni de fomentar el cómico orgullo nacional. Sólo diré que, por muy encanallado que haya sido el comportamiento del británico, por ejemplo frente a sus iguales africanos, ha sabido crear una relación sensible y deferente hacia los animales. No me sirve el chiste de que han acabado por preferir las mascotas a sus semejantes. En esta plaza, donde ellos y los de muy diversas latitudes han acordado por libre compromiso vivir juntos, ese respeto por lo que la naturaleza espontáneamente ofrece puede que se haya acabado notando. Es verdad que aquí mismo otros, atendiendo a normas de higiene o eugenésicas o siguiendo su tradición original, abogan y suspiran, de momento sin éxito, por sacarlos de la calle y depurarlos.

Si seguimos con las pautas culturales, sería absurdo creer que, por muy variopinto que parezca el público que circula, su actitud en este punto depende en mayor medida de quienes llegaron de fuera. Contra esta creencia, es probable que algunas de las costumbres deban más a cierta continuidad cultural asociada al territorio que a los usos de quienes llegaban. ¿Qué piensan, pues, los naturales, aquellos cuya tradición está directamente ligada a esta tierra? No lo sé, la verdad. Puesto a imaginar, imagino en la tolerancia observada un signo de reconocimiento de la vida en todas sus formas. Aquel ciudadano cuyos antecesores han vivido hasta hace bien poco en medio de la naturaleza, y en América esto es bien común, tiende a ver los animales de otro modo. El animismo imperante en muchos pueblos americanos conduce de forma natural a la creencia en la transmigración de los espíritus, lo que convierte a los animales en nuestros prójimos y llama no sólo a su respeto sino a su cuidado. Quizá algunos suponen que el perro que pasea libre por la acera encarna el espíritu de un amigo o de un familiar, y a otros, que durante años convivieron con pacíficos animales, su presencia les trae feliz recuerdo, quién sabe si el de una compañía fiel o el de un sincero y perdido afecto. No es que valga como conclusión, pero quiero creer que buena parte de los transeúntes admite y siente presente en esos perros algo parecido al espíritu de los desterrados, de los que un día contra su voluntad fueron obligados a irse o de los que sencillamente y en silencio se fueron.


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