martes, 17 de julio de 2012

Florilegios entre el bien y el mal


Copihues (2010), acuarela de Iván Contreras R.
De los episodios de juventud que Neruda cuenta en sus memorias, ninguno refleja mejor la mágica atmósfera del abigarrado y devorador entorno araucano de Temuco y el vívido contraste que marca con el testimonio casi agónico de los viejos sueños traídos de Europa, como aquel en el que cuenta cómo una tarde dirigiéndose a caballo a la finca de unos conocidos para colaborar en la trilla tuvo la impresión, a medida que el día se apagaba, de encontrarse perdido en el bosque, como uno de esos niños de Hoffmann en sus cuentos. Aconsejado aquí por un providencial huaso, es decir por un morador de esos bosques, golpeó en la puerta de una apartada casa que parecía olvidada frente a unos prados fuera de rutas y caminos. Tres bondadosas mujeres enlutadas, dueñas de largas y sobrecogedoras historias, le acogieron generosamente y le sentaron a su bien provista mesa.

A la cálida gentileza siguió un chispazo de sorpresa y alegría cuando Neruda habló de Baudelaire y de que se proponía traducir Les fleurs du mal.
«—¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez, desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos leer sus maravillosas páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas».
Neruda solicitó entonces a la más joven de ellas si podría recitar alguno de los poemas. «¿Cuál preferís?», le preguntó allegándole el libro. Él, sin muchas contemplaciones, abrió el libro al azar y se lo ofreció. Con voz algo trémula la viuda comenzó a leer J'ai plus de souvenirs que si j'avais mille ans. Sostenida a duras penas por un hilo de contenida emoción, fue continuando con el poema hasta
      Je suis un cimetière abhorré de la lune,
      Où comme des remords se traînent de longs vers
      Qui s'acharnent toujours sur mes morts les plus chers

Ahí su voz se quebró y enmudeció, mientras unas lágrimas encendían sus ojos.

A la soledad del lejano poeta, rememorada por el propio Neruda como una de sus primeras experiencias, pareció seguirle el desamparo desolador inspirado por una poesía todavía ardiente en aquel crisol, pero en estas tierras peregrina. Queda para el poeta, entonces en ciernes y ahora al escribir ya talludo, el obligado homenaje a las «tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon sin utilidad ninguna para mantener un antiguo decoro. Defendían lo que supieron hacer las manos de sus antepasados, es decir, las últimas gotas de una cultura deliciosa, allá lejos, en el último límite de las montañas más impenetrables y más solitarias del mundo».


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