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Copihues (2010), acuarela de Iván Contreras R. |
A la cálida gentileza siguió un chispazo de sorpresa y alegría cuando Neruda habló de Baudelaire y de que se proponía traducir Les fleurs du mal.
«—¡Baudelaire! —exclamaron—. Es quizá la primera vez, desde que el mundo existe, que se pronuncia ese nombre en estas soledades. Aquí tenemos sus Fleurs du mal. Solamente nosotras podemos leer sus maravillosas páginas en 500 kilómetros a la redonda. Nadie sabe francés en estas montañas».
Neruda solicitó entonces a la más joven de ellas si podría recitar alguno de los poemas. «¿Cuál preferís?», le preguntó allegándole el libro. Él, sin muchas contemplaciones, abrió el libro al azar y se lo ofreció. Con voz algo trémula la viuda comenzó a leer J'ai plus de souvenirs que si j'avais mille ans. Sostenida a duras penas por un hilo de contenida emoción, fue continuando con el poema hasta
Je suis un cimetière abhorré de la lune,
Où comme des remords se traînent de longs vers
Qui s'acharnent toujours sur mes morts les plus chers
Ahí su voz se quebró y enmudeció, mientras unas lágrimas encendían sus ojos.
A la soledad del lejano poeta, rememorada por el propio Neruda como una de sus primeras experiencias, pareció seguirle el desamparo desolador inspirado por una poesía todavía ardiente en aquel crisol, pero en estas tierras peregrina. Queda para el poeta, entonces en ciernes y ahora al escribir ya talludo, el obligado homenaje a las «tres mujeres melancólicas que en su salvaje soledad lucharon sin utilidad ninguna para mantener un antiguo decoro. Defendían lo que supieron hacer las manos de sus antepasados, es decir, las últimas gotas de una cultura deliciosa, allá lejos, en el último límite de las montañas más impenetrables y más solitarias del mundo».
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