jueves, 4 de octubre de 2012

Un superviviente


Tratándose de una persona, cualquier intento de retratarla contendrá evidencias de cómo afronta la vida, de su modo de ser. Como éstas suelen apuntar en direcciones poco concurrentes, es frecuente que ofrezcan al espectador una visión dispersa y que lo entretengan en la anécdota. No parece que la montura dorada de las gafas que luce el retratado deba quedar a la misma altura que una mueca de desdén o que una mirada fiera. No es lo mismo desvelar su personalidad que quedarse, como con las gafas, en la mera curiosidad. A partir de ahí, si en la imagen uno consigue entrever un carácter, adivinar un estado de ánimo o, llevado por su perspicacia, componer un estilo de vida, bien podrá decir que ha hecho prosperar aquellas primeras evidencias. Y yendo más allá de la imagen ofrecida, podrá alardear de haberle encontrado sitio al personaje y hasta de haberse movido con él por el tiempo y el espacio. Ese es el valor de un retrato: lo que realmente pone en evidencia.

El experimento alcanza aún mejores cotas si el retrato congrega detalles y marca con ellos una dirección concreta al espectador. De eso justamente se trata cuando hablamos de poner en evidencia, de que un rasgo del retratado nos abra paso a su interior, a lo que no es tan evidente. Para ello habrá que contar también con la imaginación del espectador y confiar en que sea lo bastante fértil como para no arruinar la visión y dejar todo en un catálogo de aspectos, temas o cuestiones interesantes. Quien no penetra en un retrato, apenas ve. Y quien penetra, corre el riesgo lógico de equivocarse. Para evitar deslices es normal buscarse asistencia, acudir a fuentes autorizadas. Tomadas como impulso para traspasar aquel primer umbral, las asistencias y su literatura pueden valer; tomadas como salvaguarda y rigurosa guía, distorsionan nuestra visión y a veces directamente nos la hurtan sin saberlo.

El punto de vista de Klaus A. Schröder, director del Museo Albertina de Viena, sobre Egon Schiele, pintor ampliamente representado en las paredes de su galería, siempre será valioso. Pero su dictamen no queda libre de sombras, por proceder de alguien que está demasiado embebido en el mundo del autor. Cuando uno ha llegado a una familiaridad tal que ha hecho de él un personaje, la obra y los motivos escogidos quieren verse como consecuencias o corolarios. Y si hablamos de los retratos humanos, todos parecen acabar reflejando en mayor medida al autor que al retratado. Es verdad que casi nadie llega a un cuadro con una mirada libre o limpia, y que acaba reconduciendo sus sensaciones hacia su mejor conocimiento. También es verdad que ese efecto aumenta proporcionalmente en la gente que más sabe, hasta el punto de llegar a descartar interpretaciones muy sentidas por poco razonables. La tentación es reducir ese abanico y poner la obra del autor a la sombra de una lapidaria y única frase. En una entrevista, Schröder resumía el trabajo del Schiele retratista como una vía de liquidación del viejo humanismo pictórico y venía a describirla diciendo que Schiele refleja en sus cuadros a un hombre que «está roto y al final del día está solo».

Heinrich Wagner, Leutnant i. d. Reserve (1917)
Heeresgeschichtliches Museum, Wien.
No es ahora cuestión de discutir si en realidad está el hombre solo porque está roto o está roto porque está solo. Antes que empezar a estimar ese balance metafísico, que Schröder ofrece sintéticamente como punto de llegada, prefiero encontrar otro punto, el punto dramático que se trasluce en las evidencias retratadas por Schiele. Propondré un ejemplo, no como contrapunto a su posición, sino probablemente para corroborarla. Es un dibujo que siempre me ha impresionado y cuyo código emocional, por decirlo de algún modo, va mucho más allá de la soledad del hombre contemporáneo. Me refiero al retrato del Teniente Wagner. Hay alguna diferencia entre mostrar la soledad y retratar la supervivencia. En común tienen ese aire de desolación y la huella cierta y bien visible de quienes han sufrido un daño profundo. El superviviente es evidentemente un solitario, un solitario que ha visto cómo le era arrebatado su mundo, en tanto que de muchos de los restantes solitarios habría que decir que se han perdido paulatinamente en él hasta sentirse solos. Nuestro teniente se nos presenta con una mirada fija y acerada que domina su rostro prematuramente envejecido. Su boca tan encendida y a la vez tan hermética encierra algún secreto inconfesable, pero su mente parece haber quedado estancada en su historia de héroe. Héroe de un mundo agotado, cuya cabeza, huidiza como su pasado y asomada sobre las estrellas de la guerrera, ha encontrado entre los hombros un último refugio. Cuelgan de su pecho medallas como marcas de pesadumbre y cubren sus atormentadas manos todo un espacio mudo e imposible. En él todo es un amargo y tenso reposo, sostenido por un halo de dignidad y gloria, y sumido en una soledad cada vez que se mira parece más remota.

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