miércoles, 17 de octubre de 2012

Dos límites


Al experimentar nuestros límites, cobramos dimensión propia dentro de la realidad y de ese modo tomamos conciencia de nosotros mismos, de lo que nos distingue respecto a lo que nos rodea. De hecho, puede que haya sido esta conciencia de los límites el primer rasgo sensible de nuestra humanidad. No es esta una experiencia de contacto con lo que nos supera, es una experiencia interior y ofrece también una dimensión interior. A través de esa dimensión crecemos y ese impulso nos empuja a desbordar límites y a aventurarnos donde estos se pierden, en lo ilimitado, porque la impotencia y el dolor que esos límites acarrean no invitan a permanecer resignados. Sin embargo, mientras avanzamos, el territorio se adivina más incierto e indeterminado que ilimitado, habitado por seres de dimensión mayúscula, de comportamiento poco predecible y tan sólo imaginables como fruto de nuestra genuina limitación. Sería esa limitación, por lo tanto, la primera escala en que se midieron los fenómenos, la que dio alas, en forma de potestades diversas, a esos espíritus noéticos que parecían flotar en lo inaccesible. De ellos surgieron seres anclados en el tiempo, visibles a perpetuidad en esa nueva dimensión, unos seres vivos por y para siempre. Hacia ese mundo imperecedero, hacia la tierra de los vivos, se encamina Gilgamesh tras reconocer que «el más alto de entre los hombres no puede alcanzar el cielo y el más grande no puede abarcar la tierra». Que esta confesión aparezca en uno de los primeros testimonios escritos, que en la entonces recién nacida escritura se capte con rigor ese estado de conciencia, no hace sino confirmar la importancia que atribuíamos a aquella primera sensación humana de finitud. El cielo es indudablemente un límite claro, puesto que bajo la bóveda celeste está todo nuestro mundo, pero lo llamativo del pasaje es que también la tierra puede ser vista como una frontera ante lo incierto. Y es llamativo porque esa frontera la pisamos, es nuestro sostén, es la materia de la que estamos hechos. Encontrarle recorrido es un empeño reconocible y radicalmente vital, y es además el único modo de determinarla, de darle contorno y de definirla a fin de rebasarla y sentirla como nuestra. Recorrerla requiere, pues, reconocerla como un dominio de incertidumbre, como una red de lugares secretos cuya trama y profundidad se nos ofrecen como desafío. No debería uno medirse frente a ese excesivo poder que la tradición ha ido otorgando de los dioses. Que el cielo se mida a sí mismo. Donde aún podemos medirnos y fijar posiciones es en esta frontera inferior, inagotable fuente de certezas, todas ellas al alcance paulatino de nuestra capacidad. En esa cadena de conocimiento puede uno seguir fácilmente el rastro a los límites que quedaron atrás. No se trata de dominar lo ilimitado sino de explorar lo indeterminado. No parece posible otro modo de hacer frente a esa penosa conciencia de la finitud tan elocuentemente expresada por Gilgamesh en su poema.

No hay comentarios: