jueves, 11 de octubre de 2012

Érase


«Esta es la historia de un hombre que cada día contaba una historia», así comienza la monótona historia de quien nunca llegó a historiador sino a aburrido cronista de sus cosas. En cuanto advertía algo distinto en su cavilar diario, lo reinventaba como si fuera una novedad patética e iba aderezando esas rutinas con unos toques de épica doméstica. Como personaje, él mismo era sobre todo previsible, propenso a la quietud por no decir que a la rumia, poco amigo de los sobresaltos y metido por su gusto en espirales meditativas de las que sacaba la cabeza algo aturdido y sin embargo convencido de su profundo talante pensador. Los días nunca lograron darle colorido al gris ceniciento con el que su árida y triste pluma iba ofreciendo su testimonio. A él le daba por imaginar que ese continuo grisáceo era la huella visible de que su mente permanecía viva. Rara vez hubo personajes que le dieran réplica y las intrigas más bien escasas parecían artimañas de aficionado cuentista. Por lo común abría su historieta con un monólogo destinado a hacer sus propias delicias, en el que se veía soberano, como si las olas esculpieran el discurso removidas por su fino soplo literario. Suspendidas siempre las historias ante ese soberbio espectáculo, sucedía con ellas lo mismo que con lo que aquí se escribe, que en nada sustancioso concluían. De mala gana se releía, normalmente para intentar dictarse un punto final. Sin demasiado éxito, al menos hasta el día en que comprendió que todo se acababa al contemplar cómo «ese hombre que cada día se lanzaba a hacer historia embarcado en una simple y frágil idea, nunca conseguía hacerse a la odiosa idea de que ese recuento diario repetía una y otra vez la misma historia, una historia más bien trivial, su propia historia».

No hay comentarios: