sábado, 20 de octubre de 2012

Mirar al otoño


Ante un paisaje real poco hay que entender, basta impregnarse de emociones. O eso dicen, porque eso será siempre y cuando lo que vemos, lo que oímos y lo que olemos les remueva el sensorio y algo nos llegue. Si el paisaje no lo vemos directamente, sino a través de otros ojos, la cosa cambia. A las emociones del mensajero, mientras mira y pinta su cuadro, uniremos las propias, todo frente a un paisaje que por un momento llegamos a sentir como si nos fuera enviado por la naturaleza. Tan notorio es ese rapto que es natural preguntarse qué clase de simpatía nos lleva a emocionarnos con las emociones ajenas o cómo logran estas imponer su arte para llegar a ser sentidas como nuestras. Da la impresión de que cuando quedamos expuestos a emociones más sutiles, poderosas o agresivas que las nuestras, si vienen además bien patrocinadan, nos envuelven y llenan de estímulos, un ropaje anímico que pronto nos resulta extraño y abrumador.

El otoño es un tiempo problemático, pero muchos paisajistas prefieren dorarlo o ofrecerlo al mercado en colores pastel. La pincelada suave y untuosa abunda, acompañada normalmente por una paleta desbordante de mezclas. Más que mirar, esa gente evoca. Evoca primaveras pujantes, evoca veranos frondosos, evoca inviernos misteriosos y para los otoños reserva los colores más cálidos y amables. El paisaje como armonía consoladora. Nadie nos enseña a oler el aire espeso y dulzón de la ciénaga, ni a oír el crispado crujido de los troncos mecidos por el vendaval, ni a ver el despojo del follaje que es siempre violento y amargo. Nadie nos hace mirar al barrizal. Y quien lo hace, se imagina un mullido camastro desde el que mirar el cielo y ver contraluces entre las ramas. Ese recreo de la vista, al menos tal y como llega a los cuadros, suele responder más a un estado de ánimo que al estado de cosas. El otoño se vive como la vuelta a uno mismo, como el apogeo de la madurez, como el confortable reposo al arrullo del hogar. A las puertas del bosque, porque pocos se adentran, los ojos se quedan entretenidos en tonos y matices ahora que aquella fogosidad veraniega que tanto deslumbraba parece haber desaparecido.

Kurt Jackson, In the hide. Oprey nest
Alguien debería hacernos ver frontalmente la realidad en el paisaje y, si fuera posible, no inducirnos a consentir imágenes vanas con él. De lo contrario acabaremos mirando los paisajes como escenarios de tragedia o de comedia, según le vaya al autor, o como su autorretrato, intentando reconocer en el dibujo y en el color su peripecia vital. Para mí que eso no es realista ni innovador, cuando contamos con la literatura para esos viajes. Pero no parece que reflejar fielmente el desabrido paisaje otoñal sea la opción mayoritaria ni que se tenga por artística. Generalmente esa fidelidad acaba revirtendo en una fidelidad del paisajista a sí mismo. Así es como una y otra vez renace la imagen de un otoño meloso y contemplativo, donde quedan felizmente emparejados la postal acaramelada y el espíritu ambiguo. Ante semejante burla es legítimo pedir que el otoño se muestre con toda su aspereza. Ese compromiso es bastante patente en imágenes como la de arriba. Me quedo con ese trazo brusco que se adentra como un hacha en el caos desolador y del que despuntan como oscuros augurios las peladas ramas. Y también con ese coro de árboles alzándose severo frente a la confusión, mientras sus hojas resisten el azote de los temporales temblorosas y cada día que pasa más volátiles y frías. La obra es de Kurt Jackson y como esa, en que se concilia sin adornos la fragilidad y la crudeza otoñales, hay afortunadamente muchas más.


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