viernes, 19 de octubre de 2012

Estación término


Estación de Jaramillo en la
línea a Puerto Deseado (Patagonia)
Viendo la estación de Jaramillo y pensando en la triste suerte de quienes allí cerca perecieron en las olvidadas revueltas de 1921, se me ocurre si no sería un buen subtítulo para lo que sigue el de Cómo liquidar un debate. Como allí, aquí también de liquidar se trata, pero no quisiera confundir a nadie, mi propuesta no se dirige a la historia, sino a la confrontación entre discursos y a algunos ardides empleados para trucarlos.

La experiencia nos dice que esperar conclusiones de un debate puede ser en muchos casos ilusorio. Basta repasar el elenco de intervinientes para hacerse una primera idea de lo que nos espera y en su caso renunciar al espectáculo. Cuando las piezas que aparecen dan un juego de suma cero, hay que ir a la temática prevista para crearse alguna expectativa. Podríamos ciertamente entrar en algunos otros aspectos que también condicionan el debate, pero su incidencia comparada con la de los anteriores debería ser mucho menor.

En principio la idea de mostrar y contrastar argumentos no encaja del todo en el mundo del espectáculo. No digo que no tengan peso dramático actos tales como los juicios de carácter penal. Tampoco entiendo el debate como una contienda olímpica con laureles, aunque es cierto que en un momento dado la lógica puede ser suficientemente aplastante como para hacer inútil más argumentaciones. Incluso en ese caso, no hablaría yo de victoria sino de esclarecimiento de la conclusión. Porque, tras la exposición de las distintas posturas sobre los temas en litigio y de las consecuencias que de ellas se derivan, las intervenciones deberían ir paulatinamente al encuentro de una conclusión. Esa, y no una representación escénica o propagandística, sería la única posible justificación.

Si los espectadores se rigieran por la lógica, quizá ese formato concluyente fuera el único a considerar en los debates. Es frecuente, sin embargo, que algunos de los factores desestimados al principio, por extraños que parezcan al debate, acaben fijando los términos del mismo. Partimos de un hecho: son muchos los espectadores a los que les aburre el paso a paso por las cadenas deductivas y no lo siguen. Se recurre entonces a la retórica y a la compostura de una imagen personal para darle al argumento el colorido necesario, un colorido que algunos entienden como la mejor verificación. Aun disponiendo de estos medios de doble filo, existen polemistas que apuran más y optan por atajar a base de golpes de efecto. Con tanto tino que, si los demás no andan listos, liquidan el debate.

Algunos de ellos apadrinan el método como si fuera un legítimo ejercicio de síntesis. El fenómeno, que no método, es más fácil de observar en las discusiones en línea mantenidas en la red, donde las posturas se ofrecen secuencialmente por razones técnicas. La urgencia hace que la construcción de argumentos sea vista como un peaje insoportable. Además, como se depende absolutamente del texto, la retórica y la imagen que le sirve de respaldo parecen aquí excluidas. Con esas premisas o parecidas, hay quien, en vez de visitar una a una las sucesivas estaciones del camino hacia la conclusión, prefiere acudir a una estación-término metida en un desvío y fuera de ruta para exhibirse desde allí como si hubiera completado el camino. El uso de estos trucos lleva el debate a vía muerta y hace prácticamente imposible retornar y seguir el camino hasta su final.

Buscando el efecto, uno de los trucos más habituales es optar por el argumento tremendista. Basta con desfigurar la situación, proponiendo por ejemplo una analogía de traída por los pelos, para colegir a través de ella consecuencias y conclusiones sorprendentes, casi siempre descalificadoras y catastróficas. El golpe de efecto tiene un interés sobre todo emocional, por eso se escogen analogías de impacto inmediato. En esto los liquidadores del debate suelen ser poco originales. Apelar al terrorismo, sean cuales sean las circunstancias, es un modo común de presentarse en la estación término y esperar a que los demás diluciden si aceptan como única conclusión lo que no puede ser sino la descalificación de lo obvio.

Debido a su infame popularidad, una de estas prácticas tremendistas ha merecido la atención de algunos observadores de la red, aunque surge también en otros medios. Y, desde luego, no se libran de ella los parlamentarios. Hablo de la llamada regla de Godwin, de la que podrían detectarse numerosas versiones, algunas idiosincráticas que se sirven de un monstruo local. Mike Godwin acertó a identificar como monstruo global a Hitler, y tomándolo como referencia decía en un mensaje, allá por 1989: «Se puede deducir que una discusión en USENET caduca cuando uno de los participantes menciona a Hitler y los nazis». La observación, que sigue gozando de enorme soporte empírico, fue presentada en sociedad como una regla de «interacción social» y posteriormente como una ley «evolutiva» propia de los debates. Puede que ese renombre sea la única forma de dar a conocer y empezar a proscribir lo que ha sido siempre ejemplo en algunos de extravío mental y en casi todos de pésima retórica.

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