jueves, 27 de septiembre de 2012

Del inoportuno énfasis


Llega a mis manos un libro. No es uno nuevo esta vez. Es un ejemplar bastante usado de una edición agotada, fechada allá por 1983. Desde sus bordes grisáceos hasta su interior marfileño, sus páginas ofrecen una amplia gama de amarillos. Por fuera ha ganado pátina como de libro antiguo y al airear sus páginas desprende ese peculiar aroma a cerrado, a cuarto oscuro. Por el librero que me lo ha enviado, supe que venía con subrayados y anotaciones, que le llegó deslomado y que procedía del saldo de una biblioteca pública. Es un ejemplar de esos que los libreros llaman fatigado, bastante fatigado añadiría. Desde luego no es el primero que recibo en estas condiciones. Suelo comprar libros usados, así que lo de esa fatiga no me resulta particularmente raro. Además fui advertido de su estado antes de encargarlo. Ha sido al revisarlo cuando he observado algunas curiosidades —tampoco las calificaría de sorpresas—, que hacen del libro un caso digno de estudio. No, no estoy hablando de una dedicatoria afectuosa, ni de un autógrafo del autor, ni de algún exlibris, marca de agua o cuño no catalogado, ni de una foto enigmática, ni de una carta perdida en el fondo de sus páginas centrales.

En otros libros había visto líneas y párrafos subrayados así como anotaciones variopintas, pero en éste son tantos que crean sobre el original toda una red semántica con el correspondiente refuerzo gráfico. Esta profusión se explica si tenemos en cuenta que procede de una biblioteca concurrida, la misma razón probablemente por la que esas «intervenciones espontáneas sobre el texto» parecen llegar de la mano de varios lectores. Aparte de las proporciones y el volumen alcanzados por esa intervención colegiada es llamativo que se ejecute siempre a bolígrafo. Generalmente el lector propietario suele ser más pudoroso. Puede que opte por el lápiz, por intercalar papelitos en el canto, por doblar la esquina de la página o por anotar su número en un índice al final del libro, rara vez se ensaña con el texto marcando a diestro y siniestro las páginas interiores. Sin embargo aquí, da la impresión de que algunos de sus lectores han actuado frente al libro con ánimo de tomar posesión manu calami de lo más suculento de sus contenidos, ignorando desde luego su propiedad pública y dejando traza de su particular lectura a sus futuros lectores. Como en otras intervenciones abusivas, no es aquí difícil suponer que detrás de cada uno de esos abusos hay un tipo de lector. Que nadie piense que estamos hablando de un libro con amplio espectro de lectores potenciales, sino de un ensayo filosófico, obra de un autor ya fallecido. Pese a ello ha tenido lectores, lectores que parecen haber ido abriendo su mente actuando sobre las páginas como quien acota terreno y dejando la petulancia insoportable de sus rayas como prueba.


«Didáctica» del subrayado en libros nuevos
En el anonimato, bajo esa penumbra cómplice de la biblioteca, es fácil tirar de bolígrafo para fijar ideas, aun a costa de dejar huella indeleble, para seguidamente absolverse uno mismo diciendo que es para cuando las dudas obliguen a volver a la fuente. No hay que ser muy largo para ver que esas prácticas aceleran como pocas el deterioro y posterior saldo del libro y la pérdida definitiva de esa fuente. En cualquier caso, a mí esta fuente filosófica me ha llegado un poco por azar, finalmente algo turbia, aunque confío que sea de lectura potable. El libro recién llegado resulta hoja a hoja, como espectáculo digo, algo poco edificante, sobre todo si miramos por lo público, y de lectura difícil al someter a su lector a permanente distracción en geometrías. Si lo miramos desde otro punto de vista y logramos pasar de contaminaciones y abusos, el libro puede ser en su estado actual hasta instructivo, porque ofrece en esa sobreescritura todo un catálogo de sistemas de notación y recordatorios, un avance de citas importantes, un despliegue de apuntes marginales y en definitiva una propuesta heterodoxa, aunque algo inducida, de lectura.

Entre los lectores que tanto atormentaron sus limpias páginas los hubo metódicos y perseverantes, al lado de otros en los que se adivina un espíritu igualmente devorador pero quizá más creativo. A los primeros habrá que atribuir esos subrayados a regla, que más parecen a escuadra y cartabón en algunos casos, apurando obstinados su propio orden, mientras se saltan la primera regla de la librería cuando ésta se disfruta en común. Son esos que alguna vez hemos visto apoyando la herramienta con fuerza sobre el ejemplar y atinando con la punta de la lengua entre dientes hasta que éste cruje en su lomo dolorido. En cuanto localizan la presa, digo la cita, se aplican a mantener el pulso a medida que subrayan con esmero, aunque sin manifestar por esa licencia remordimiento alguno. Gustan estos mucho de los márgenes, para dejar sentado lo que el autor desatendió. Unas veces son palabras «de vocación estructural», como dando título a un tema menor, en otras se destaca una oposición conceptual implícita y en las menos se enumeran los enfoques, casos o variantes dispersos en el texto. Todo esto podría ayudar si fuera medianamente fiable, pero cualquier lectura es de parte y queda un poco forzado o pedante intentar réplicas con las que enmendar a bote pronto lo escrito por el autor.


Luego están los que machacan a vuela pluma el texto. Tan pronto abruman las páginas como se cansan, o simplemente van y pierden el bolígrafo. A estos no les puedes seguir con facilidad. Son amigos de los efectos y se les ve actuar más intrigados por las expresiones afortunadas que por los enunciados concluyentes. Sus rectas nunca son rectas, porque no van con su registro mental. No por aproximativo su énfasis deja de ser visible, pero el trazo es airoso, o sea va al aire que lo lleva, como dando tumbos. En los márgenes pueden dejar largas rayas verticales señalando de ese modo algo a bulto, incapaces de concretar en esa nube un punto o una referencia, y dejando suspenso y oculto en ella un indefinido interés. Más patentes resultan sus modos cuando colocan en el margen un interrogante, y qué decir de cuando recurren al par «¿?» completo o a una serie de ellos como en «????». En un subrayador esos intentos ponen de hecho en cuestión su capacidad para señalar y hacen abrigar más dudas sobre su comprensión lectora que sobre la competencia literaria o filosófica del autor. Cuando se dejan ver en alguna nota, suelen ser de caligrafía desbocada y sintética, con ocasionales incursiones en el grafismo simbólico (que si un ojo, que si un nabo, que si un zurullo...), para que el gesto de su trazo resulte inequívoco por lo recio o por lo artístico.


No todos los asaltantes de este libro son fáciles de identificar como lectores. Hay gentes que apuntan aficiones curiosas y que han dado rienda suelta a su expresión más colorida atropellando el texto de lleno. Entre los más principales estarían los que echan mano de esos rotuladores fosforescentes con los que van tiñendo las frases alternativamente de rosa, de verde, de naranja o de amarillo, según código propio casi siempre indescifrable. Uno siempre puede armar su teoría y seguir a esos ángeles iluminadores en su lectura, a sabiendas de que tarde o temprano caerán en algún desmayo y nosotros con ellos en el desconcierto. Otro estilo, visualmente más enriquecedor, es el que imponen los que colocan ciertas palabras bajo sospecha, cercándolas como en las voces de historieta con redondeles o bocadillos. Es verdad que las líneas de texto se prestan mal a la inclusión de esos globitos, pero el círculo siempre consigue que la palabra destaque respecto al resto, ya sea como su centro de gravedad o como motivo de peligro. Más tímidamente, otros se contentan con crear nuevos tipos de subrayado a base de líneas intermitentes, de improvisados corchetes o de tortuosas flechas. Si hay un poco de cuidado el texto sobrevive. Algunos de estos subrayan el texto como quien lo mima, poniéndolo a recaudo bajo techo o dejándolo flotar sobre un trenecillo de animadas ondas. No obstante, todos ellos parecen aprendices o meritorios frente a los maestros subrayadores del más alto nivel. Es en estos donde verdaderamente se manifiesta un carácter problemático que los convierte en genios transgresores del libro y su formato. Son ellos los que consiguen, a partir de los subrayados existentes en diversas líneas y lugares de la página, enlazarlos en una tremenda estructura reticular sin temor a atravesar el sacrosanto texto con ostensibles e inquietantes rayas oblicuas. Entiendo su intención de imprimir sobre la página una suerte de sutil interpretación espacial, llevando las conexiones conceptuales a su más viva expresión, pero francamente creo que aún no estamos hechos para estas florituras semánticas. Quizá la próxima generación vea todo esto inscrito en páginas versátiles, en las que el texto quede cubierto por sucesivas capas que contengan sobreimpresiones opcionales de énfasis y también marcaciones con códigos de lectura variable universalmente aceptados. Creo, sin embargo, que nos queda aún un buen trecho para eso, así que quizá me baste para leer tranquilamente mi nuevo libro con mirarlo y mirar todo este asunto con ojos más indulgentes.

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