jueves, 13 de septiembre de 2012

Algo firme


Desde nuestra cómoda posición parece como si todo consistiera en ir acostumbrándonos a contemplar atónitos atentados, ejecuciones y asesinatos, individuales o colectivos, en nombre de la fe, de alguna fe vindicativa. Lejos de conseguirlo, cada uno de estos episodios hace que nos invada la desazón, seguida de una amarga sensación al ver que el fanatismo ciego se extiende imparable en amplios sectores de la población. La chispa que enciende esas llamaradas no es lo de menos, pero señalarla como causa del incendio me parece una conclusión más bien alicorta. El terreno que ahora vemos abrasado se ha ido acondicionando para ese oficio de sangre y fuego desde hace mucho tiempo. Pretenderse árbitro desde el lado de las libertades después de irrumpir, en interés propio y con manifiesta arrogancia, en sociedades blindadas de antiguo por una mentalidad teocrática es un aventurado ejercicio pedagógico que combina la sobremestima con la subestima. En muchos de estos pueblos el colonialismo ha dejado viejos resquemores por los abusos del pasado y en esos rescoldos han ido formando de sí mismos una imagen humillada, lo que ha alimentado de prejuicios su relación con los pueblos extraños. Estos a su vez se presentan a sus puertas con los intereses comerciales como único instrumento de persuasión para la creación de un interés común. El rechazo social hacia este tipo de contratos, casi siempre asimétrico, viene acabando últimamente con desacuerdos y conflictos, y condena de ese modo al fracaso las posibles estrategias persuasivas que buscan la comprensión y el beneficio mutuos.

Por lo que vemos en los noticieros, parece como si fuéramos a una nueva guerra de religiones, esta vez de carácter global. De ser así, hay algunos puntos en los que deberíamos de apoyar nuestros argumentos contra este enfrentamiento. El más significativo es que una parte importante de la población inmersa en el conflicto no acepta verse representada bajo ninguna de las banderas que actualmente se enarbolan. Por otro lado, así ha sucedido casi siempre sin que eso haya conseguido evitar su consecuencias. Además, muchos pensamos que los intereses comerciales han convertido en asunto de Estado algo como las creencias, que debería por principio ser asunto privado de sus ciudadanos. Que esos intereses se vean respaldados por ejércitos, tras ponerse en entredicho la dignidad nacional o la integridad personal de agentes que en muchos casos encabezan maniobras de control político más que de persuasión comercial o cultural, es una última consecuencia monstruosa.

Sigo viendo necesario acudir también al contrapunto. El celo comercial arrasa en no pocas ocasiones las endebles estructuras de las sociedades tradicionales con efectos dramáticos. En vez de servir de impulso al desarrollo de sociedades más abiertas, esto trae como consecuencia la consolidación de los resortes típicos del autoritarismo, generalmente bien anclado en un entramado político-religioso de confusa legitimidad y de marcada ineficiencia para el interés público. Seguramente cada una de estas sociedades tiene su propio patrón evolutivo y también una demanda de modernidad propia. Las incursiones ajenas, animadas de mejor o peor voluntad y realizadas demasiadas veces con el único ánimo de colocara la gente en una órbita económica clientelar, cambian el estilo de vida de sus habitantes, pero no siempre son revitalizantes y beneficiosas para todos.

Las propias guerras de religión europeas de los siglos XV al XVII muestran en paralelo para cada uno de los países desarrollos diversos y conclusiones distintas. En algunos casos cercanos, podríamos incluso hablar en ese asunto de fórmulas inconclusas. No obstante, se tiene por un tópico común en la mayoría de los casos la distinción del interés común y del privado, y como una consecuencia —es verdad que históricamente no inmediata— la distinción entre entre el interés público y las creencias religiosas. Muestro ahora, a modo de colofón, la distinción entre lo civil y lo religioso en la forma que John Locke propuso en su Carta sobre la tolerancia de 1689, entendiendo que todavía sirve como base general para la construcción sociedades más participativas y justas.

»La república (commonwealth) es una sociedad de hombres construida sólo para procurar, preservar y hacer progresar sus propios intereses civiles. Llamo intereses civiles a la vida, la libertad, la salud, la quietud del cuerpo y la posesión de cosas externas tales como el dinero, las tierras, las casas, los muebles y otras similares. Es deber de todo gobernante, mediante la ejecución imparcial de las mismas leyes, garantizar a todos en general, y a cada uno de sus súbditos en particular, la posesión justa de las cosas que pertenecen a esta vida.

»Una iglesia es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que les es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas. Repito, es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de ninguna iglesia. Si esto sucediera, la religión de los padres se transmitiría a los hijos por el mismo derecho de sucesión que el de sus bienes temporales, y todos detentarían su fe por los mismos títulos que sus bienes, no pudiendo concebirse nada más absurdo que esto.


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