domingo, 9 de septiembre de 2012

Cambios profundos


Nuestro camino interior alcanza momentos cruciales cuando las referencias externas que nos habían servido de guía en la vida cotidiana, y que tantas veces tiraban de nosotros con ligereza sin más que apelar a nuestra inmediata sensibilidad, pierden pulso y parecen ocultarse a nuestros sentidos. Es entonces, al enfrentarnos a nosotros mismos para encontrar a oscuras un último sentido, por extraño que éste resulte a lo sensible, cuando se manifiesta nuestra perplejidad y también nuestra angustia. No es cómodo suponerse perdido y menos aún cuando, al ver que el tiempo se prolonga, nos empezamos a sentir hundidos. La impresión que tenemos sobre nuestra situación es además equívoca, porque el pozo que nos acoge parece hecho a la medida de nosotros mismos, no en vano esa medida no es otra que la de nuestros propios errores.

Llegados a ese momento de zozobra intentar articular posibles estrategias es un propósito prácticamente imposible. Para estos casos hay que fiarse de la experiencia de otros que consiguieron salir adelante. Esas experiencias hablan casi siempre de dos caminos: uno que intenta enmendar el error y otro más audaz que propone directamente el olvido. Por radical y eficaz que aparente ser esta segunda solución en la que uno se olvida de sí mismo o renuncia por completo a su memoria para aliviarse de un pasado muchas veces infame, es una apuesta sumamente arriesgada. Y no sólo es una apuesta arriesgada, sino que tampoco asegura un camino mejor; realmente ni siquiera nos asegura un camino. Los pitagóricos veían en la muerte, en el paso por el Hades y por el río del olvido, el único modo de lograr la palingenesia, ese renacimiento como nuevos seres vivos, consecuencia de una transmutación que unos llamaron metempsicosis y otros metensomatosis, según pusieran el acento en el alma migratoria o en el cuerpo receptor.

La posibilidad de que la palingenesia pudiera obrar su virtud revitalizante en el individuo sin necesidad de recurrir al olvido y a transmutaciones, y consecuentemente sin pérdida de la identidad propia o bien reforzándola a base de marcarle un nuevo camino, fue un empeño muy propio del cristianismo, que basó en esta hipótesis del renacimiento personal en el seno de una nueva fe su sacramento del bautismo. Con la misma intención de mantener la identidad tras ese renacer, mucho antes, a partir de Sócrates, se habían apuntado vías de superación personal que buscaban evitar el temible y letal olvido. Sin embargo, en todas ellas la superación exigía a cambio que el individuo se enfrentara a sus errores anteriores. Afrontar el error evidentemente obliga a revisar el pasado y a adoptar cambios de conducta profundos. Quería llegar a este punto libre de las salvaguardas e interpretaciones cristianas, porque si no todo el problema del cambio de rumbo personal, al ir asociado a la idea de regeneración, puede quedar reducido al arrepentimiento y al subsiguiente perdón divino.

Para evitar esos caminos trillados, empezaremos por recordar que la superación del error y la apertura de un nuevo camino tiene en los autores clásicos una expresión conceptual algo distinta. Lo que hoy entendemos como cambio de actitud está ligado a los conceptos de metameleia y metanoia, si no en su forma literal al menos a través de sus verbos derivados. No se trata de dos conceptos intercambiables, la diferencia semántica es sutil, así que intentaré explicarla. El primero, metameleia, no supone propiamente un cambio de actitud ni una rectificación del error. Representa más bien ese estado en que se lamenta el hecho que ha conducido al error y se admite la conveniencia de no repetirlo. En este marco puede aparecer también el remordimiento, como un sentimiento que apenas alcanza a expresarse. Evidentemente no es este de la metameleia un concepto que pueda traducirse por arrepentimiento, sino que conviene más bien a ese lamento que de forma más o menos convencional expresamos cuando creemos haber tenido un desliz. Puede que nos propongamos evitar nuevos episodios, pero nos mantenemos como únicos jueces de la situación.

En el caso de la metanoia se vislumbra la necesidad de corregir y de cambiar el modo de actuar a la vista de los errores cometidos. Supone, por tanto, una revisión profunda de la conducta, que puede dar paso a un cambio de actitud. Si todo esto lo entendemos como una rectificación en el modo de conducirse frente a los demás quizá pueda hablarse de arrepentimiento. Más difícil es aceptar que ese arrepentimiento vaya más allá de nosotros mismos y que suponga interponer jueces que sancionen el error y nos dirijan hacia caminos de virtud. En esa vía es donde el cristianismo incorpora la figura divina con la calificación de ofensa para los errores y la promesa de regeneración espiritual a través del perdón divino. Sin embargo, la metanoia, de la que todo esa doctrina procede, tiene intenciones menos ambiciosas. Cuando uno considera la metanoia sin desprenderse del prisma cristiano habitual, uno se siente forzado a buscar ante quién reconocerá su error el individuo. Se nos ha hecho creer que si no hay testigo del reconocimiento del error no hay garantía de que no se volverá a producir y de que la rectificación que sigue al examen bajo la fórmula del arrepentimiento no será firme. Parece que en los clásicos ese examen puede también conllevar arrepentimiento, pero a diferencia de la interpretación anterior es entendido como un acto reflexivo, privado y sin testigos, que obliga a revisar la actitud que dio lugar a los errores y a actuar en consecuencia a la hora de reemprender el camino.

Es verdad que venimos barajando dos planos. Probablemente hay más claridad en el que separa metameleia de metanoia que en el que separa la versión cristiana de este último concepto de su versión digamos clásica. Para reconstruir este segundo plano habría que proceder seguramente a un análisis minucioso de los textos, pero lo cierto es que aquí no he ido mucho más allá del señalamiento de diferencias. Por su parte, con el primer plano se marca una distinción que me sigue pareciendo sumamente relevante desde el punto de vista personal y con independencia de credos. Siguiendo el criterio literario clásico, metameleia nos habla de la sensación de haber fallado y no necesariamente de la aparición de nuevos propósitos. Parece claro que para que se produzca la llegada de ellos es necesario un cambio más profundo, un cambio que habitualmente pasa por el arrepentimiento. Pero la cuestión en este punto no es saber ante quién rendimos cuentas, si ante uno mismo o ante una figura que actúe como espejo de nuestras carencias. Resulta más acorde con la tradición filosófica clásica, y bastante más útil también, admitir el arrepentimiento como una fórmula de reorganización de valores y prioridades que facilita un cambio en nuestra forma de entender las cosas. No olvidemos que etimológicamente la metanoia representa una nueva forma de conocer, un ir más allá del conocimiento del que se disponía antes de su irrupción. En ese sentido la metanoia supone una completa regeneración conceptual. Además de ser aceptada con agrado por los filósofos cognitivistas, entronca sin problemas con la tradición filosófica del renacimiento personal y pasa a ser hoy entendida, con cierta pompa académica aunque sin trabas religiosas, como la vía de ascenso a un nuevo orden conceptual.

Si todo esto se parece o no a encontrar un nuevo camino, es algo difícil de precisar, porque nos obligaría a explorar las vertientes masónicas, animistas, psicológicas o simplemente metafóricas de lo que debe entenderse por camino. Desgraciadamente esa tarea se anuncia tan oscura en mi propio camino, que de momento no creo disponer para él de mayores luces que las exhibidas.


No hay comentarios: