lunes, 30 de abril de 2012

Retorno a mí


Como lector, me pongo de vez en cuando frente a mí mismo para conocer mejor el sacrificio que para el visitante ocasional, en este caso yo mismo, supone la sufrida lectura de estos tormentos episódicos y aburridos. En teoría los espasmos literarios de cualquiera, por mediocres que sean, ganan en garra si se muestran despiadados y suficientemente autodestructivos, en la creencia de que plantándose uno en su cruz traslada a los demás interesantes interrogantes. Sin embargo, esa convocatoria compasiva no siempre logra los apoyos deseados, más bien produce en el lector un fundado temor de verse atrapado en la vorágine, y también una extraña sensación de pudor violado al sentirlo compartido. Como cualquier otro lector, yo mismo me dirijo a los libros, más que a la pantalla resplandeciente, en busca de sintonía, de consuelo, de consejo o de ánimo, y en demanda urgente de algún gesto generoso y comprensivo. Pero, al entrar como autor en mi propio círculo lector e intentar con mis propias palabras animarme a mí mismo, la demanda de generosidad y comprensión se torna algo bien distinto. Frente a la pantalla siempre puede el lector pellizcarse con alivio para volver a ser autor indulgente, pero cuando seguidamente el autor se contempla como lector compadecido quisiera desembarazarse de tanta retórica frondosa y de todas esas complacientes palabras que lo ocultan de sí mismo.

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