A quien se pasea junto a los muy recios muros de los palacios, iglesias y conventos del antiguo Cáceres, nada le hace imaginar que en las alturas puede encontrar algo más que la absolución de sus pecados y menos aún que en ellas puede haber sitio para la sensualidad y el desenfado. Por mucho que prometan, bien poco deparan sus ventanas enrejadas, sus balcones cerrados o sus galerías vacías. A nada conduce plantarse frente a ellos, porque nadie se va a asomar para regalarte ni una mirada ni una sonrisa. Tan apretado y hermético se ha quedado el monumental caserío de la ciudad vieja, rodeado de su muralla, que apenas cabe dentro un soplo de vida. Sólo los turistas desfilan circunspectos por sus plazas y callejas poniendo la barbilla en alto y llevando su folleto en mano. Por las salas, patios y habitaciones interiores cruzan como sombras curas, militares y funcionarios, para quienes esos edificios son hoy un dominio exclusivo. Da la impresión de que cuanto más grueso se ha ido haciendo su caparazón granítico, más hueco suena todo en su interior, como si de todo ese rígido y reticulado espacio hubiera sido desterrada cualquier alegría.
Dicho esto, ¿y si te anunciara que por la calle de la Amargura se sale de ese ambiente plomizo a una amplia plaza, quizá la más luminosa, donde una sobria portada se abre bajo un friso que sostienen dos airosas columnas toscanas? En medio de todo, supongo que eso te parecería un respiro. Pero, si además levantas la vista, puede que incluso te arranque un suspiro y que te sorprenda descubrir en una de sus enjutas un medallón en el que luce una joven y radiante princesa india. Para mayor sorpresa el palacio que la exhibe no es el de un noble ni el de un indiano. La leyenda del friso dice que estás ante la sede episcopal mandada levantar en 1587 por el obispo de Coria Don García de Galarza. En el ángulo izquierdo, al otro lado de la puerta, encontramos un segundo medallón. La figura que se enfrenta a la de la princesa es la de un anciano sumido en una especie de torbellino. Con él se completa la simetría y se entra en un juego interpretativo abierto a las metáforas.
Medallón bajo el friso de la portada del Palacio episcopal de Cáceres |
Pero, más allá de esa conjunción de geografías, ambas imágenes evocan el tránsito vital, un tránsito potenciado por la innegable fascinación de la representación. Es probable que el anciano fuera asimilado por la mayoría al viejo mundo, pero es seguro que la princesa personificaba ante todos a América como tierra fértil y pródiga. Por entonces había ido creciendo a este lado del océano, en medio de la miseria, un mito fecundante que cifraba toda esperanza de futuro en las Indias. Una vez sometidos sus príncipes y caciques, de Hatuey a Moctezuma, entraron en la historia sus mujeres. Más allá del caprichoso y siempre escaso oro, en ellas se quería confirmar una posesión inmediata, muchas veces la última. Cortés lo intentó con la intrigante Malintzin, que gobernó como pocas, sin llegar a ser nunca suya. Quiso después investirse de aires regios con Tecuichpo, mujer del vencido Cuauhtémoc, hija del propio Moctezuma. Quizá ninguna otra haya representado mejor que ella el empuje de la nueva progenie americana. A su vida irán llegando uno tras otro hombres que se verán rebasados como sucesivos jalones en su camino. De su quebrada dignidad resurgirá un dominio soterrado y sutil a medida que crece su descendencia mestiza. Finalmente, un aura de respeto la envolverá para que sea recordada, con el nombre de Isabel de Moctezuma, como la última princesa de las Indias.
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