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Poster de El verdugo de L. Gª Berlanga |
El hecho ha desatado opiniones diversas. Un sector de opinión coloca la prohibición en la corriente imperante de lo políticamente incorrecto y reclama la exhibición de toda esa fábrica de dolor como el mejor modo de asumir con normalidad el lado más atroz de la historia. Otro sector entiende que esos objetos evidencian conductas que, si en la actualidad permanecen soterradas, son lo bastante peligrosas como para evitar alentarlas al proponer esos dispositivos como mera mercancía. Rodean además a este asunto detalles que lo hacen aún más preocupante.
Generalmente un coleccionista vive su pasión obsesiva creándose con ayuda de ciertos objetos un mundo exclusivo y encerrándose no pocas veces en él. No es un detalle menor que Meyssonnier ejerciera como verdugo entre 1957 y 1962 en plena guerra de Argelia, alcanzando el pavoroso registro de 198 ejecuciones. Seguramente es imposible discernir en él o en los militares entre el celo profesional y la pulsión personal. Su actuación fue, según dicen, legal, pero con su colección Meyssonnier parece llevarnos sin pudor al tenebroso extrarradio de su profesión. Juzgarlo por la colección, por su fetichismo o por esa vocación, es inútil, pero atenuar el poder banalizador de lo que se quería poner en oferta, no.
Hay otro aspecto incuestionable, que muchos han subrayado. No es lo mismo disponer todo ese patrimonio en una muestra que realce su significación histórica y cuestione su legitimidad, que ofrecer esas piezas al mejor postor para convertirlas en objeto de un morboso culto personal. Que el culto sea privado, que quien puja diga sentirse atraído por la singularidad artística, por el carácter histórico, por la excelente mecánica o por la potencia funcional y amedrentadora del artilugio no parece argumento suficiente. Sería terrible que apoyándose en todos esos argumentos se exhiban esos aparatos como si tuvieran un valor apreciable y que el único asunto discutible sea el precio alcanzado en la subasta.
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