domingo, 22 de abril de 2012

¿Decidimos, o no sabemos?


A pesar de que el volumen de datos a nuestro alcance parece enorme, es complicado estimar si la información de la que disponemos es mucha o poca. Generalmente estimamos que es escasa cuando nos urge tomar una decisión, y tanto más escasa cuanto más importante sea esa decisión. Se diría que nuestra percepción del volumen de información y de la urgencia de su empleo funciona en proporción inversa: a mayor necesidad, menos nos parece que sabemos. El asunto es aún peor, porque en las escalas de medir información y urgencia las referencias nunca están claras. Como punto de referencia para lo que tenemos que saber nos solemos fijar en lo que en cada momento necesitamos, rara vez en lo que ya sabíamos. Esto viene a demostrar que, pese a que el conocimiento es acumulativo, es determinante en su adquisición el apremio inducido por otros factores tales como la necesidad, o en otros casos la emulación o la belleza. Valoramos sobre todo la capacidad de colocarnos rápidamente a la altura de los acontecimientos, lo demás nos parece un beneficio regular de carácter vegetativo. En el aprendizaje apreciamos más la aceleración o la flexibilidad que la velocidad o la regularidad, sin reparar demasiado en esos períodos en que el conocimiento, movido por el desánimo, decae o se enturbia. De ese aprecio por la aceleración del aprendizaje se hace además un valor absoluto, del que se espera crecimiento continuo con independencia de su repercusión en otro tipo de capacidades personales.

He querido subrayar estas tendencias del conocimiento en su evolución, para oponerlas a lo que sucede con nuestros márgenes de decisión personal. Para ciertos ámbitos de decisión, pienso en los más personales, el conocimiento útil parece quedar fijo y estañado en nuestro carácter pronto. Sin embargo, cuando las decisiones comprometen otros ámbitos, digamos de orden social, los conocimientos se organizan e inculcan con arreglo a planes de estudio más o menos tradicionales. En teoría son muchos los jóvenes a los que cada año se declara competentes para tomar decisiones complejas, alejadas de lo estrictamente personal. Pero es notorio que la mayoría no llegan a decidir más que de forma muy discreta y ocasional, y casi siempre sujetos a enmienda sin revisión. Se nos asegura que con el voto es diferente, que la delegación de nuestra voluntad política es una decisión genuina que debe colmar nuestro interés de participación social. Para muchos no es así, y ven su voluntad muy por encima del restringido interés que los representantes le conceden. Esto es más evidente cuando las cuestiones sobre las que se decide son de su interés, porque la capacidad de decisión que mantienen, delegada a través de su voto, les parece mínima e irrelevante. Incluso inmerso en una mayoría parlamentaria, el voto, como cota superior de decisión política, es ridículo para quien dedica media vida a formarse en la asunción de decisiones o para quien ha sabido afrontar decisiones personales comprometidas. La desproporción entre el nivel de decisión —de participación se denomina— ofrecido por el sistema y el nivel de conocimiento que se nos exige para mantenerlo es manifiesto. Del estado de necesidad habría que esperar cambios, porque agudiza esa desproporción. Por el momento no viene siendo así. En vez de corregirse el desequilibrio, comprobamos que el aumento del conocimiento en boca de portavoces autorizados, y no una expresión amplia de la voluntad, es tomado como la única palanca regeneradora del sistema.


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