martes, 20 de noviembre de 2012

Sirenas librescas


Ex libris por Frank Ritter
Hace tiempo que al visitar librerías me puede una extraña sensación, un malestar creciente que se lleva por delante la curiosidad que me ha llevado hasta allí. En cuanto entro en el local noto un leve ruido de fondo, una especie de murmullo parecido a un suave revoloteo de hojas. Poco tiene que ver con el ambiente casi litúrgico que en esos lugares normalmente se respira; no se trata del tímido bisbiseo que el librero dedica a su cliente, ni de los cuchicheos que intercambian unos bibliófilos al fondo, ni de las ahogadas voces que discuten animadamente en la trastienda. Ese ruido es muy distinto, se difunde en un registro, según voy viendo, imperceptible para muchos. Tiene que ver con el letargo al que están sometidos los libros, con las largas estanterías en que esperan mejor suerte, con esa fina lluvia de polvo y olvido que el tiempo deposita en ellos. Aunque ese fondo sonoro es continuo y quedo, cuesta poco hacerlo más vivo y acabar por tenerlo casi presente. Supongo que lo que viaja sumido en él son solo palabras, palabras quién sabe si escapadas de esos muros repletos de libros. Nadie puede verlas mientras se alzan leves para entrecruzarse al azar formando un discurso ininteligible, pero el resultado es ese rumor que a muchos tanto nos seduce. Si se quiere escuchar más de cerca, solo hay que refugiarse en algún rincón, escoger y entreabrir allí alguno de los libros e ir pasando lentamente sus páginas. En cuanto empezamos a leer nos llega más claro el eco de todo lo que en él ha ido permaneciendo retenido y escrito. Construídas con un registro creciente de nombres olvidados, un aluvión de motivos y temas dislocados y un sobrecargado caudal de palabras equívocas, las ideas parecen haberse posado indolentes y burlonas entre esas blancas páginas, y lo peor es que en su vuelo libre nos pasan de largo, prácticamente nos ignoran. Aunque ahora el sonido es más directo, como una extraña voz interior que nos habla, la jerga es tan difícil de desentrañar que nos deja en suspenso por un instante, atroz instante en que no sabemos qué es lo que el libro nos quiere decir ni tampoco lo que contiene. Es como si en ese instante las páginas se hubieran abierto devoradoras como una sima en la que van cayendo una a una nuestras frágiles interpretaciones y cábalas hasta dejarnos con la mirada fija, solos y cegados por nuestra oscura ignorancia. Sentirse atrapado por ese ominoso desconocimiento podría ser tenido por una falta mínima y, sin embargo, lo vivimos como una derrota intelectual. Cuando uno empieza a saber que no sabe, que no entiende, le gana repentinamente la vergüenza y no es raro verse arrastrado al delirio. Ese delirio tampoco es casual, al fin y al cabo ha sido alimentado desde su juventud por un desmedido y omnívoro apetito de lecturas, por un ávido deseo de contar entre la gente ilustrada, por un afán de sobrevolar este insulso mundo.

Con este guion los merodeos por las librerías, antes tan estimulantes, han pasado a convertirse en una auténtica odisea, aunque sólo sea porque nada más entrar en ellas uno se siente arrastrado por ese canto de sirenas. Del eco de un libro, cuando es mudo e indescifrable, sale uno normalmente cariacontecido, pasada la docena de libros aquel agradable murmullo de entrada en el que se confunden sus ecos se convierte en un tremendo griterío que nos hace huir amedrentados y llevados por el diablo de nuestra necedad. Fuera cunde la vergüenza y el desentendimiento, la urgente sensación de que para lo sucesivo hay que evitar esa trampa y nos alivia pensar que nadie puede seguir con la cabeza erguida, mínimamente lúcido, si decide atravesar de punta a cabo esa monstruosa corriente de papel. Con todo, al paso por la siguiente estación librera, las insinuaciones se repiten, los cánticos insistentes nunca cesan hasta que nos dejamos llevar de nuevo al redil. A poco leído que seas, entendiendo por leído lo que tu honra mejor estime, no podrás permanecer del todo insensible a esos autores noveles en los que dicen que se anuncia ya otra cultura, a aquellos clásicos que un día decidiste aparcar y que tantas veces citas, a las obras de referencia imprescindible para darle cuerpo y buen gusto a la salsa de tu propia olla, a lo último en poesía o lo de siempre en prosa, a esa lectura que tan honda y duradera huella dejó en aquel a quien tu más admiras. Luego están las recomendaciones ineludibles, los amigos generalmente sabios, las obras de culto y hasta el alegre color de los anuncios. En fin, todo lo que se te ofrece como un sendero inteligente para llegar a ser culto. Si renuncias, algo dentro te dirá que no ha sido muy inteligente tu decisión, y no solo por lo que haces, sino por lo que lees y escribes, sobre todo si sigues a todo esto sin sentirte verdaderamente culto, o no lo bastante culto. La visita al gremio de libreros debería espabilarte y tienes que aceptar sin excusa que si vas para ilustrado estás haciendo el ridículo. No tienes más que mirarte: atrincherado en tus libros de siempre, escribiendo un poco al galope sin mirar demasiado a tu alrededor, porque temes descubrir que lo tuyo poco vale, que vas en una dirección contraria a la moda, preso de un estilo que nadie más que tu puede seguir. Si te empeñas en lo que ya no se lleva e insistes en beber de fuentes ya muy estancadas, no de un día para otro pero sí con el tiempo, dejarás de expresarte en nombre de este mundo. Y lo peor es que nada de eso se percibe con claridad, llegado el momento sólo el cruel canto de esas sirenas que se sientan en los estantes de las librerías llegará nítido a tus oídos.

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