miércoles, 14 de noviembre de 2012

La libertad de elegirse



Parece que Slavoj Zizek, el filósofo eslovaco, es considerado por la parroquia mediática del continente europeo como uno de los mantenedores de la sagrada llama de la crítica social. Realmente no puedo pronunciarme sobre su nervio filosófico, no desde luego con la rotundidad de la que él hace gala en sus declaraciones. Coincido, no obstante, con buena parte de sus diagnósticos, que tienen además la virtud de ser bastante accesibles. Digamos de entrada que no son muchos, en la Europa comunitaria, los críticos —me niego a emplear la etiqueta pretenciosa de intelectuales— que denuncian la progresiva dependencia y subordinación del poder estatal, y todas sus estructuras, para con las redes financieras y la consiguiente erosión de los fundamentos del Estado del bienestar. Nadie sabe a ciencia cierta quién defiende hoy en la palestra dialéctica a la socialdemocracia y al modelo de Estado creado bajo su influencia. Convendría saberlo, ahora que los retrocesos empiezan a ser visibles y que ese silencio resulta aún más sonoro. Aun sin esa guía filosófica, no se vislumbra en la ciudadanía un retorno espontáneo a las barricadas. Eso podría servir para un diagnóstico preliminar. «No soy un ingenuo, ni un utópico; sé que no habrá una gran revolución» decía Zizek el año pasado en una entrevista. Eso no significa que para explicar el cariz que van tomando los acontecimientos debamos obligarnos al estudio exclusivo de los ciclos erráticos de los mercados en detrimento de aquellas contradicciones dialécticas en las que antes veíamos la clave de la evolución de la sociedad. El problema es que esa clave, económica siempre, ya no se presenta en términos de conflicto entre capital y trabajo. Lo desconcertante de la situación actual es que sus dos polos más visibles, la tecnología y los servicios públicos, aparecen revestidos de una aureola igualmente positiva, y que sólo quienes detentan fondos de inversión advierten entre ellos abierta contradicción. Zizek subrayaba este punto al declarar: «Vivimos una época que promueve los sueños tecnológicos más delirantes, pero no quiere mantener los servicios públicos más necesarios». Por lo que vamos viendo, es difícil para la crítica europea llevar su punto de mira a un ente tan etéreo, además de opaco y participado, como un fondo de inversión. Quizá ahí esté la clave, pero el debate actual se sitúa preferentemente en el terreno de ese liberalismo en cuyo nombre se nos imponen todos los sacrificios. Habrá que preguntar a los pensadores afines a la socialdemocracia por qué con un éxito patrimonial público tan sólido nos vemos obligados a jugar hoy en día en campo contrario, como si la libertad que ellos pregonan no fuera asunto de nuestra incumbencia. Algo tuvo que ver en esto el liberalismo thacheriano cuyo primer principio estratégico Zizek resume: «La verdadera victoria sobre tu enemigo llega cuando comienza a usar tu lenguaje, de forma que tus ideas forman la base del campo de discusión». Es probable que la batalla decisiva, tal y como Zizek indica, se esté librando en EEUU y que la figura en la que se refleje el resultado sea Barack Obama. Se espera que su triunfo respalde la posición, no sólo financiera sino ideológica, del modelo social europeo. No obstante, la crisis ha abierto tal brecha en él que convendría recordar su fundamento y defenderse aquí también de quienes proponen una libertad de elección, y de evasión de responsabilidades sociales, profundamente insolidaria. En este sentido coincido con Zizek, cuando en un artículo de hoy mismo (Why Obama is more than Bush with a human face, The Guardian 14/11/2012) afirma que «lo que hay que aprender es que la libertad de elección sólo funciona si existe una compleja red de condiciones legales, educativas, éticas, económicas y demás como fundamento invisible para el ejercicio de nuestra libertad». Me ha parecido particularmente sugerente esa distinción metafórica que observa entre el fundamento de los edificios sociales europeo y estadounidense. En Europa la planta baja siempre se numerará como planta cero, mientras que en EEUU el nivel de la calle es ya la primera planta. En ello consigue adivinar alguna de las sensibles diferencias de modelo. Para el europeo «antes de empezar a contar —antes de tomar decisiones o hacer elecciones— tiene que haber una base de tradición, un nivel cero que siempre viene dado»; para el estadounidense «no hay propiamente una tradición histórica, se supone que se puede empezar con libertad autolegislativa —el pasado se borra». Pero esto supone sobre todo desdeñar todo lo que sirve de fundamento y es requisito previo a esa «libertad de elegir». Admito que esa alusión a la tradición me inquieta de veras, pero es cierto también que sin dotarnos de ese realce, de esa visión general, ciertas libertades pueden quedarse en simples caprichos.

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