jueves, 15 de noviembre de 2012

¿Qué mejoran o desmejoran los genes?



Un investigador de la muy acreditada Universidad de Stanford, Gerald Crabtree, nos pone ante la siguiente tesitura: los humanos podrían estar perdiendo lentamente sus habilidades intelectuales y emocionales debido a que hoy no existe la misma presión para ser inteligentes que cuando comenzamos a vivir en comunidades hace miles de años. Casi sin acabar de leerlo, sentimos que nuestras neuronas se sulfuran ante esa hipotética, por más que solo gradual, pérdida. Pasado el berrinche, toca interpretar en su justo tono el anuncio del Trends in Genetics. Y para ello será mejor que entremos antes a valorar el meollo científico que sus efectos y trascendencia informativa.

No es nada nuevo esto de dejar caer señales apocalípticas como severas advertencias a «los humanos». La única novedad está en el modo en que se ofrecen. Hoy sólo se juzgan admisibles si son presentadas con el sugerente formato de las proyecciones estadísticas, y siempre bajo los auspicios de un intachable método científico. Atrapados entre la alarma y la ciencia, lo habitual es mirar hacia la primera y dejar por impenetrable la segunda. Pero, si uno quiere sacudirse el espantajo, es conveniente que sea un poco más escrupuloso y fije su atención en los dos extremos de todo ese proceso inventivo. En principio, la dramática pérdida sugerida viene a encontrar apoyo en tres factores: la capacidad mutante de los genes que supuestamente determinan nuestra actividad social y consecuentemente las habilidades citadas, un progreso temporal de esas mutaciones que es de muy difícil determinación y una prefijada idea de inteligencia que actúa en ese cambio como valor patrón.

Solo el primero de esos factores constituye propiamente un hecho constatable, aunque basado en unos plazos temporales muy distintos de los propuestos para las proyecciones a futuro. Calcular en base al comportamiento lineal de un reducido número de parámetros cambios de carácter evolutivo, aun sabiendo que la interacción entre los factores dispara la complejidad del modelo, es un error solapado. Es también el típico modo de hacerle un traje a medida a un llamamiento ideológico o a una intuición previa con el fin de ofrecerlo como una verdad científica. Sospecho, por otro lado, que a efectos evolutivos el tiempo se mide en un escala diferente a la que es relevante en los experimentos de laboratorio y que la traslación de resultados del segundo al primero produce algo más ruidoso que nítido. Hablar del efecto probabilístico de las mutaciones en el plazo de 3000 años o de 120 generaciones servirá para encuadrar lo que hoy parece un problema, pero no mucho más. Digo que parece un problema, porque tras todo este asunto está una idea de inteligencia que parece incontrovertible y no lo es.

Podemos aceptar que las habilidades o los patrones de respuesta social que hoy denominamos inteligencia «surgieron en un ambiente no verbal en grupos dispersos de personas antes de que nuestros ancestros salieran de África», tal y como dice el autor del anuncio. Indudablemente también la capacidad de adaptación a un entorno físico en constante transformación indujo unos patrones de supervivencia que parecen estar de hecho reflejados en nuestros genes. Por la misma podemos pensar que la creciente adaptación a entornos menos exigentes desde un punto de vista físico va a ir variando los patrones de supervivencia y consiguientemente de inteligencia. Evidentemente la genética de la inteligencia no tiene por qué estabilizarse en torno a las habilidades del cazador-recolector. Lo probable es que como cazadores-recolectores tengamos cada vez menos futuro y que no persista ese patrón de inteligencia en los genes durante el ciclo evolutivo. Menos aceptable resulta que en la versión comentada el cambio y las mutaciones que lo impulsan aparezcan como deterioro del patrimonio genético ligado a la inteligencia, algo que además es difícilmente observable, casi indefinible. De ser constatable, tampoco veo por qué esas mutaciones no pueden ser consideradas una mejora si mutan en la línea que los cambios del medio físico le van estableciendo. Tendremos otras habilidades, por utilizar el término del artículo, lo de mejores o peores debe considerarse un añadido un tanto moral.

Esto me lleva de las cuestiones de principio al otro extremo, a las que marcan el final. No voy a entrar en el propósito del artículo, me mantendré en la propuesta científica. Aplazar, como se hace en este y en otros casos, la verificación o rechazo de una hipótesis —que se hace llamar una teoría tentativa— prácticamente sine die y dejarla mientras tanto prendida de un aparato proyectivo de carácter estadístico, es servirse del armamento científico para oscurecer y poblar de fantasmas numéricos el futuro. Afirmar —haciendo de la afirmación la causa eficiente de la teoría— que hoy no existe presión para ser inteligentes no deja de ser un sarcasmo y una confirmación retroactiva del valor concedido a un determinado tipo de respuesta social conocida como inteligencia. No sabemos realmente si esa es la inteligencia requerida para avanzar hacia el futuro. Por otro lado, denunciar que está en peligro es una obviedad. Todo está en peligro, lo está en la misma medida que está en permanente cambio. Esto ya es viejo, en otro tiempo hablaba el sabio de la generación y la corrupción. Entiendo que se quiere ver peligro, porque de por medio hay algo valioso que preservar. Sin embargo, el propio valor de lo amenazado es algo mudable, un factor adaptativo. No le toca al científico actuar como administrador de valores, sino atender en todo caso al curso evolutivo de la inteligencia a través de los indicios genéticos, neurológicos o psicológicos, pero sin dejarse llevar por sentencias proféticas ni por los patrones intelectuales y emocionales actualmente favoritos.


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