lunes, 5 de noviembre de 2012

Memoria del olmo


El 15 de enero de 1985 el diario El País informaba de los devastadores efectos de la plaga de grafiosis que afectaba a los olmos. Cepas más agresivas del hongo Ceratocystis ulmi, el causante de la epidemia, ya se habían detectado en 1980 en San Sebastián. La noticia daba ahora cuenta de la tala de 4.000 ejemplares en Segovia, pero señalaba también que con anterioridad había provocado la práctica extinción de la especie en los parques de Pamplona y Vitoria y en muchos bosques del norte peninsular. La misma suerte corrieron por estas fechas gran parte de los restantes olmos europeos y norteamericanos. Las nuevas cepas causantes de la grafiosis, provenientes de Asia y a las que los olmos de allí eran resistentes, resultaron ser mucho más agresivas que las conocidas en Europa, por donde, como cuentan las noticias, se extendieron con gran rapidez. A diferencia de la cepa común, éstas segregan una proporción mucho mayor de toxinas y hacen que la grafiosis acabe colapsando en unos 20 días los vasos conductores de savia del árbol y provoque su muerte. La propagación del hongo de los ejemplares enfermos a los sanos se atribuye a los escarabajos del género Scolytus que transportan de unos olmos a otros sus esporas.

El paseo central del parque de la Taconera en Pamplona, por el que tantas veces he jugado y paseado con bici, estuvo bordeado, hasta la aparición de esta plaga, por dos largas hileras de enormes y frondosos olmos. No eran frecuentes las olmedas, lo que si se veían era algunos caminos custodiados y cubiertos por el follaje de los olmos. Tras secarse, la tala dejó esos caminos al desnudo, inhóspitos, como si en su nuevo estado se perdieran sin ir a ninguna parte. Los bosques apenas tenían ejemplares y en las riberas de los ríos los que quedaban poco a poco fueron cayendo. Hubo un tiempo en que trepábamos a ellos y veíamos discurrir las aguas del ancho Ebro mientras pasábamos la tarde contando historias sentados en sus tremendas ramas. Ahora ya no es fácil encontrarlos, salvo en los memoriales de la infancia. Ahí y en los paisajes de algunos pintores, como Constable en su Estudio de un olmo. Creo de verdad que no deberíamos dar al olmo por perdido mientras contemos con este cuadro. Porque estamos además ante una obra notable, verdaderamente singular. Dicen que es fruto probable de un cambio de enfoque en sus paisajes hacia un estilo más marcadamente naturalista. Así será, no pretendo discutirlo, sólo comentar lo que el cuadro me dice.

J. Constable, Study of the trunk of an elm tree (c. 1821)
Victoria & Albert Museum, London

Lo primero que en él llama la atención es la minuciosa pincelada, el delicado dibujo de las rugosidades. El tronco del olmo además de copar el primer plano parece venir directamente a nuestro encuentro como centro y eje del cuadro. Cuando a partir de ahí derivamos nuestra mirada hacia los lados, empezamos a ver que esa entrada del olmo en escena, que ese efecto dinámico sólo es posible gracias al conjunto de planos laterales y de fondo que lo rodean. Algunos detalles son significativos. Más que el bosque que lo circunda destaca el profundo arraigo del árbol, que crece sólidamente asentado en la tierra. Como suele suceder con los árboles, el olmo viene a reflejar en cierto modo un carácter, un carácter firme y también generoso. Son sus ramas las que buscan y también las que abarcan y protegen. Con ellas se apunta al espacio que se abre detrás, donde la luz y la claridad regulan la intensidad de los tonos de los objetos circundantes. Como a través de una columna invisible el claro parece ascender hasta ese cielo del que se nutre, abierto a duras penas entre las ramas. El contraste principal no afecta propiamente a los tonos, sino a las dos columnas que emergen paralelas. Una nace como un objeto inmediato, aprensible, afirmado en la profundidad del suelo. La otra, más etérea, parece curiosamente obra nueva, claridad construida para alcanzar ese esquivo cielo. No se adivina dramatismo alguno, tampoco desolación ni silencio. No podría hablarse de claroscuro, sino de un modo de determinar espacialmente algún tipo de presencia. El lugar que se vislumbra no es propiamente un punto de observación, porque no existe centro al que dirigirse; tampoco es un canal de ascensión trascendente o una vía de comunicación con lo desconocido. El juego de las dos columnas habla más bien de un entorno artificial que se ofrece para acompasar, hacer concurrir y equilibrar todos los pulsos y ritmos del bosque y así conseguir que lo invisible se haga presente.

Decidir que esa presencia que se intuye es humana parece un poco osado, sería como ir a ganarle terreno al cuadro. Sin embargo es muy cierto, pese a que el trasfondo boscoso parece sombrío y confuso, que hay una morada que se insinúa tímidamente al fondo y sobre ella el cielo alcanzándola con su luz, que hay un vago camino discurriendo cercano con el que el claro sería un espacio de trabajo. Puede que estemos ante un nuevo naturalismo, ante una estampa que habla del hombre y la naturaleza, sin impostaciones dramáticas, incluso sin el hombre, y desde luego sin más arte que aquel que nos lanza a imaginar a través de lo que vemos para de ese modo creer que lo tenemos. Si volvemos a la actualidad, constatamos que en nuestro entorno esos olmos han desaparecido, ya prácticamente no los tenemos. Pero al estudiar el caso, a la manera en que Constable lo hace, vemos que el olmo del cuadro genera un impulso formidable que nos enseña a imaginar otros objetos como él desaparecidos y cuyo sentido nos empieza a resultar evasivo. En estos tiempos en que tanto se tiende a confundir presencia con visibilidad, pocos captan el sentido de las cosas desaparecidas, que dejan en la práctica de ser asumidas. Si ni con paisajes como el del cuadro se aprende a reconocer esas sutiles presencias, quizá sea mejor que los objetos permanezcan invisibles, forzar la intriga y la búsqueda para que puedan ser intuidos y lleguen a ser de ese modo asumidos. Evidentemente para todo esto necesitaremos a un hábil narrador o guionista, pero no a Constable.


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