sábado, 3 de noviembre de 2012

Estrambote monárquico


Las aventuras americanas del europeo inquieto fueron desencadenando, desde su primera llegada allá por el siglo XVI, una larga serie de tragedias, particularmente entre la población nativa. Sin embargo, no se podría completar el relato aventurero sin hacer mención a la larga lista de comediantes que revestidos de conquistadores, colonos y predicadores o como simples buscones menudearon por aquellas tierras. Cada uno de estos intérpretes del oportunismo parece sacado del troquel de su época, unas veces como pícaro, otras como intrigante y casi siempre como ventajista. Su papel va ganando primer plano, y convirtiéndose en histriónico protagonista, a medida que el antiguo régimen recula en Europa ante la revolución francesa. Es curioso que al vendaval emancipador de las colonias, inspirado por esos ideales republicanos, le suceda a mediados del XIX, y en paralelo a lo sucedido en Europa, una reacción monárquica que tiene por aquí tintes cómicos. En los escenarios más importantes del viejo cuento colonial vemos a monarcas americanos apadrinados directamente desde Europa. Con ínfulas imperiales patrocinan un retorno del viejo estilo absolutista, remozado para la ocasión con los colores locales, en un intento de ganarse la colaboración de los indígenas frente a los liberales criollos. Aunque menos conocido, ese mismo chirriante implante monárquico alcanza en un país más apartado y discreto niveles estrambóticos, completando una cómica viñeta de lo que seriamente habría que calificar de historieta.

Lo singular de Aurelio Antonio I, que es aquí el caso, es que accede a la monarquía por voluntad propia y sin vínculo alguno con sangre azul europea. Nacido en 1825 como Orélie Antoine de Tounens en La Chaise, en Dordoña, este ciudadano francés se desempeña en sus primeros años como abogado, se acoge a la obediencia masónica y llevado por sus ideales aventureros incuba el propósito de hacerse un sitio en América. Con ese fin elige Chile, adonde se dirige en 1858. Recala en Valparaíso y allí encuentra apoyo entre sus paisanos y cofrades. El país está próximo a afrontar el reto de la colonización de los territorios situados más allá del Bío-Bío. Orélie vislumbra la oportunidad de entrar en escena y a tal fin se desplaza a Valdivia con el disfraz de monarca guardado en su baúl de comediante. Nadie conoce los detalles de su incursión en territorio mapuche ni sabe de las alianzas establecidas con los naturales de la región. Se dice que Orélie —no olvidemos, ciudadano libre francés y declarado masón— entabla tratos con el todopoderoso lonko Quilapán. Probablemente le promete a su pueblo libertad y protección bajo su alta magistratura, o sea todo lo que un hábil abogado puede ofrecer. Toma a continuación la pluma y oficia un decreto por el que se autoproclama rey de la Araucanía y la Patagonia, no sabemos si con la venia de Quilapán.

Habíamos visto a las logias maniobrar entre los terratenientes criollos para llevarlos al terreno republicano y liberal, pero esto es realmente nuevo. Ver a este ciudadano prometer condados y ducados en territorio indígena para crearse una nobleza afín, aunque no precisamente indígena, siembra sombras y nubarrones sobre los códigos políticos reimplantados aquí por los herederos de la Ilustración. Es verdad que, tras el relumbrón del momento fundacional, Aurelio Antonio, y su monarquía, no tienen resuello. Tanto él como su cortejo viven perseguidos en Chile y en Argentina, de donde Aurelio Antonio es personalmente rescatado por los cónsules franceses. Hablo de cortejo, aunque podría tacharlo de pandilla o camarilla, en ocasiones incluso de fantasmal camarilla. Sabemos, por ejemplo, que dos de los testigos firmantes del acta fundacional del reino, de los que actuaron por tanto como testigos para investir por la gracia de Dios como rey a Aurelio Antonio, no existieron realmente y que sus nombres corresponden a dos aldeas perigordinas próximas a su pueblo natal. Viendo hoy el drama interpretado por este genuino actor, impresiona la generosidad de aquel primer público asistente, al que nunca reconoció su soberanía, y la maestría de este sujeto para desbordar con creces y también con osadía la presunta voluntad divina para ese territorio.

Si el engaño estuvo siempre presente, como es natural en el teatro, tampoco podía faltar la creatividad, la capacidad de improvisación. Quizá sea esta la única monarquía regida por un principio anómalo. El principio de sucesión hereditaria consustancial a la institución tuvo en este caso una novedosa inversión. Es probable que Aurelio Antonio no acabara de sentirse investido por la autoridad divina y que como buen pícaro entendiera todo el asunto como una cuestión de propiedad. Sólo así se explica que en trance de morir en los calabozos chilenos abdicara en favor de su propio padre, residente en Francia, trasgrediendo o más bien invirtiendo la dirección de la línea sucesoria, que de ese modo podría fácilmente haber ido a parar remontando hasta sus ancestros enterrados en el cementerio. Parece que la situación se regularizó después de salir de Chile, designando sucesor al modo romano, al ver en Achille I al mejor de entre sus parientes. Este y sus posteriores descendientes continuaron con la broma, que por lo que sé continúa hasta nuestros días con consulado abierto en la isla de Ouessant, en el finisterre bretón. Lo triste es que en todo este tiempo poco hemos sabido acerca de lo que piensan realmente de todo este vaudeville tan europeo los burlados descendientes de Quilapán. Algunos de sus portavoces parecen cómodos secundando ciento cincuenta años después esta farsa monárquica que lejos de hacerles visibles les ningunea.


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