martes, 27 de noviembre de 2012

El encinar sagrado


Encinar de Ollakarizketa
Tiene la encina la rara virtud de alimentar como ningún otro árbol el fuego, tanto ese que se levanta en llamas, y se ve, como ese espíritu etéreo, ese fuego interno que casi nadie ve. El primer fuego apura la madera dejando en el fogón sustanciosas brasas y a su alrededor un ambiente estimulante y bien caldeado. La lenta consunción del combustible, por dramática que resulte, es recibida sin pesar alguno por quienes viven en parajes inhóspitos y se arriman temblorosos al fogón. En esa atmósfera de calurosa y mutua entrega, más lógico que cualquier pesar es la imparable multiplicación de mágicas historias sobre la encina. El árbol es relativamente abundante, nada raro y por tanto al alcance de casi todos. No falta en nuestro paisaje, porque ha probado ser resistente tanto a los fríos como a las sequías. Hablo, claro está, de los bosques y parajes con clima mediterráneo, donde todo ese cúmulo de historias le ha acabado otorgando rango, ya desde antiguo, de árbol providencial. Y es que no se limita a protegernos simplemente del frío, sino que alimenta con su fruto a una numerosa y suculenta fauna con la que cualquiera puede subsistir. No es de extrañar, pues, que a lo largo de los siglos, gracias a esa protección y asistencia constantes, se haya convertido la encina en objeto digno de veneración. En ese sentido, decía de ella al principio que, además de darnos calor, es un inestimable alimento para nuestro tibio espíritu.

Por los territorios en que me muevo, la gente aún reconoce todos esos méritos de la encina. No hablo de su potencia en el fogón, sino de otras virtudes de más largo alcance. Sólo hay que fijarse en algunas costumbres que hasta hace bien poco se daban en ciertas zonas del Pirineo. Ahí la veneración adquiría tintes de sacrificio con motivo de la llegada del solsticio de invierno. En esas fechas se hacía arder en el hogar, con aire ceremonial, un tronco de encina hasta verlo reducido a cenizas. Seguramente el rito quería ser propiciatorio de un año venturoso para los propietarios de la casa. Parece confirmarlo el acto final en el que se esparcían por el terreno aledaño sus cenizas, a fin de que actuaran sobre la tierra como un principio fecundador. Este tipo de ritos parece ser un último vestigio del antiguo culto a la encina, culto que en su día se extendía a los encinares, a los que se tenía por bosques sagrados. Es verdad que entre los celtas, de quienes dicho culto podría provenir, cada árbol tenía su propio carácter distintivo, pero también que, en cuanto al tratamiento de sagrado, la encina no difería en exceso de otros como el tejo o el roble.

Entre los griegos, sin embargo, la encina tiene mayor relevancia, quizá por ser un árbol más frecuente en su entorno. Algunas encinas eran consideradas árboles oraculares, lo que hace suponer que bajo sus ramas le llegaba al hombre el sabio consejo de los dioses. El caso más emblemático es el de la encina de Dodona en Épiro, donde el oráculo se pronunciaba con asistencia de sus sacerdotes. Para sus vaticinios los augures atendían al rumor del bosque, al ulular del viento entre el follaje, al tintineo de las ollas que colgaban de las ramas y al murmullo de los arroyos colindantes. Cualquier cambio observado en el bosque era significativo para estos eremitas, que vivían en contacto permanente con él e incluso pisando descalzos su suelo. Que sólo nos haya llegado noticia de Dodona, no quiere decir que no hubiera otros lugares sujetos a ritos de adivinación parecidos. De la encina y de su ascendente sobre el hombre hablan también Virgilio y Ovidio. Este último ya no cita un lugar de culto concreto, habla en general de las encinas pelasgas como encinas que predicen el porvenir, ratificando los encinares como un ámbito sacral, probablemente digno de protección.

Para los celtas la deidad que tradicionalmente protegía las encinas sería Perkuno, una deidad inconcreta e indivisa que abarcaba el encinar y que posteriormente acabará presentándose pluralizada como las Percunetas. Es este un teónimo que, además de ser fiel reflejo del carácter sagrado atribuido a los encinares, nos queda bastante más cercano que aquellas encinas de Épiro. Se cita concretamente en el bronce ibérico de Botorrita (Zaragoza). El documento es singular, ya que se trata del primer testimonio del que se dispone en escritura ibérica. Pues bien, en esta placa de bronce, de época anterior a nuestra era, se fija curiosamente, entre otras cosas, un conjunto de normas y castigos destinados a la protección de un encinar sagrado. Yendo a sus primeras líneas, que aluden al bosque acotado de las Percunetae, vemos que se establece taxativamente que en él «no es lícito talar, ni es lícito quemar, ni es lícito roturar». Que más allá de lo sagrado esa protección tenga aquí un carácter normativo y que sea esa norma el primero y uno de los escasos testimonios escritos en caracteres ibéricos, habla por sí solo del valor atribuido de siempre a las encinas peninsulares.

Desde luego ya nadie tiene a los encinares en tal consideración ni acude a ellos con semejante unción, como quien entra en territorio sagrado, y menos espera que una ráfaga de aire le venga a susurrar su futuro, por muy clarividente que sea quien nos acompañe. Ahora que los dioses rara vez se manifiestan, sólo uno puede servir para sí mismo como sacerdote o como druida. Es cuestión de aprender a ver los signos de variación y a escuchar el sonido del bosque. No es tarea fácil, pero en cuanto se consigue, se tarda poco en dar expresión a los cambios de largo recorrido. Y hoy lo más inmediato, lo primero que se siente al entrar, es la crucial soledad en que vive el bosque. Soledad que puede ser ruidosa, pero que nadie explora y que nadie entiende, porque apenas a nadie interesa. No es que no se vea a nadie, porque lo cruzan con aire atlético apresurados caminantes y montañeros. Están también los cazadores ocasionales, siempre han estado ahí, pero a esos tampoco les interesa recoger hongos o bellotas, ni acarrear la leña caída. De esos no se puede decir que no tengan fino instinto, que no ven ni oyen, pero gozan con su artillería de demasiada ventaja como para no compadecer a sus presas. Quizá son los únicos, junto a los espíritus vagabundos y atormentados, que ven en el bosque un bien insustituible. Seguramente preferirían que no fuera tan impenetrable e incómodo, pero al menos no lo consideran un espacio improductivo e inútil. Las huellas enigmáticas, los presagios maléficos, los oscuros temores con los que el bosque tomaba posesión de las huidizas mentes de los que por él se internaban, parecen cosa del pasado, se han refugiado en los cuentos. Sólo frente al fuego y oyendo entre llamas crepitar el tronco ardiente de la encina, cree uno escuchar de nuevo la insistente historia del bosque que se agota y ofrece con ese leño su último y más cálido aliento, cuando ya nada más puede dar de sí.


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