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Het paradijs (ca. 1615), Jan Brueghel de Oude Städel Museum, Frankfurt am Main |
El rechazo, casi general, a esa naturaleza servida en crudo no deja de ser una forma de ponerse a salvo y distanciarse de posibles peligros emergentes colocando de por medio la tranquilizadora norma social. Pero, posando en nuestro refugio y con aspecto seráfico, eludimos cualquier conocimiento de lo que realmente se esconde en nuestra naturaleza humana. De hecho, cuando primamos nuestra diferencia racional, tendemos a ocultar esos rasgos instintivos que siguen presentes y prestos a aparecer en todos nosotros. El instinto de supervivencia, con sus derivaciones por el lado del sexo y de la violencia, estalla ante nosotros como un signo de sinrazón, como algo extraño e irregular, cuando estas manifestaciones podrían ser consideradas a lo sumo como algo antisocial. La prueba es que en cuanto se aleja a cualquier hombre de su entorno social y se le lleva a esa naturaleza virgen, afloran gestos y comportamientos, cuyos códigos venían residiendo en algún trasfondo de la conciencia, que se acentúan ante el urgente interés en defenderse de una inminente adversidad.
Hasta aquí me ha traído un pasaje que leía hace unos días en el libro de William H. Hudson Días de ocio en la Patagonia. En él, el naturalista decimonónico, probable lector del Tratado de las emociones de Darwin, apuntaba algunas de las lecciones que llegó a aprender durante su estancia en la Patagonia. Por encima de todas destacaba la constatación de que con un entorno social prácticamente reducido a niveles primarios su comportamiento se iba viendo sometido a las reglas del medio natural, con su cambiante meteorología, su monótono paisaje y sobre todo sus caprichosas criaturas. Un auge repentino de sus instintos llegó asociado a un refinamiento perceptivo que no le pasó desapercibido: «Ese estado instintivo de la mente humana, en el que parecen no existir las facultades superiores, ese estado de intensa vigilancia que obliga al hombre a estar alerta, a escuchar y andar silencioso y furtivamente, debe ser como el de los animales inferiores: el cerebro funciona como un espejo en el que se refleja toda la naturaleza visible, cada montaña, árbol, hoja, con maravillosa nitidez. Podríamos suponer que si al animal le fuera posible razonar, el pensamiento le resultaría un obstáculo que oscurecería esa percepción clara de la que depende su seguridad». Parece evidente que la percepción de la naturaleza en estas circunstancias dista mucho de la que ofrecen esos cuadros amables, comúnmente compuestos a base de fauna peluche y aves coristas, de bosques de cuento y jardines geométricos, de fieras y ballenas posando para el safari o de escenarios cartografiados cuya travesía se anuncia como una vertiginosa y falsa aventura. Imaginar una de esas naturalezas amaestradas bajo el gobierno de la razón sirve de poco cuando uno se enfrenta a una realidad intensa en la que se ve comprometida su vida. La propia razón pasa a un segundo plano y en ciertos casos puede llegar a ser un trágico estorbo. Ya que no parecemos demasiado interesados en conocer los casos, habría que preguntarse si estamos preparados para asumir la sospechosa utilidad de esa crítica sinrazón, tan razonablemente elogiada como coraje, audacia o valor.
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